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– Pero, ¿es que me está usted proponiendo que yo sea su amante, para evitarle contagios? -le dijo ella un día.

Matilde estaba francamente indignada; le miró severamente desde su altura, le vio sumido en una desconcertada desesperación, con la boca más pequeña que nunca, y los ojos asustados.

– ¡No, no! A usted la amo. Estoy perdido por usted, me pongo enfermo por las noches al pensar en usted. Me tengo que levantar al water por lo menos dos o tres veces.

Desde luego era imposible enfadarse. Siempre le daba risa.

Por fin, un día Matilde se dio cuenta de que en verdad aquel extraño caballero estaba obcecado con ella. La seguía, más bien podía decirse que la perseguía. Al lograr encontrarse con ella le explicaba que la encontraba fea y con cara de enferma, y que a él su enamoramiento le provocaba descomposiciones. Pero, por increíble que resultase, todo aquello respondía a un sentimiento auténtico y cada vez más fuerte. En vista de ello, a medias porque ya le cansaba, y a medias porque era buena persona, Matilde decidió cortar esta amistad. Y lo hizo a su estilo, de pronto, y sin contemplaciones.

Fue por la época en que publicó su librito de poesías, y en verdad muchas de las rijosidades que Daniel había confesado le sirvieron de orientación para encontrar palabras adecuadas con que construir sus forzados versos. Por aquella época se inclinaba a las teorías comunistas, con gran horror de su madre. Discutía apasionadamente de política. En su peña tenía cierta autoridad que la hacía feliz.

Pasó dos años sin ver a Daniel. Y aparte de sus compañeros de café, jamás volvió a tener otra persona interesada por su vida. A veces leía en una reseña de sociedad, entre otros nombres de asistentes a una fiesta, los de señores y señorita de Camino. Sabía que Daniel tenía una hermana. Había oído contar historias de ella y se la imaginaba una verdadera vampiresa. Lo único que no podía imaginar era su físico. ¿Tendría también la boca pequeña y el cabello rizado? Imposible que tuviese aspecto tímido y nervioso. Acabó imaginándose una pelirroja desgarrada y cínica, vestida exquisitamente. Conoció a un tipo que pregonaba haber sido su amante; era un hombre de lo más ordinario. Entonces la imagen de la desconocida Hones se volvía más dura y fuerte en su imaginación.

A veces, desde su soledad, echaba de menos los ramos de flores y las cartitas ridículas, tan cómicamente prudentes.

Un día vio a Daniel. Era una mañana de primavera en que ella había salido temprano de su casa para dar unas clases. Las acacias estaban floridas, y de la Sierra venía un olor a pinos. El aire de Madrid era vivo y divino. Quizá aquella hermosura del día que empezaba, aquellas tiernas hojas en los árboles, aquel despertar de la Naturaleza entre el asfalto de la ciudad contribuyeron a trastornarla. Porque se sentía distinta y como envenenada de ardor adolescente.

Daniel iba delante de ella sin haberla visto. ¡Su único enamorado! Sin darse cuenta de lo que hacía le siguió y con asombro le vio entrar en una iglesia. Ella entró también. Daniel se arrodilló. Ella, detrás. No tenía muy clara conciencia de sus actos, entre el silencio y el recogimiento del templo. Pero se sentía como un ser a quien se le ha inferido una ofensa. Los movimientos de Daniel, su aire de beato la ofendían.

Sabía por qué estaba en la iglesia Daniel. Recordó con irritación las puercas historias que el hombre le había confesado, y también recordó, cómo él, después, le decía arrepentirse y pedir perdón a Dios. ¡El viejo rijoso! Se sublevó. Le tocó en el hombro con un golpecito seco. Daniel se volvió y los ojos azules, redondos, brillaron encantados en la cara gordinflona moteada de pecas. La boca parecía una o minúscula.

– No le sirve ese arrepentimiento. Eso le quería decir. ¡Hipócrita!

Nada más. Salió de la iglesia, furiosa con ella misma por aquel estúpido arrebato. Daniel la alcanzó, temblando, jadeante, nerviosísimo como siempre.

– Matilde, por Dios… Escúcheme. Es algo muy grave.

Matilde se detuvo. Daniel la miró moviendo la cabeza ante el aire frío de ella.

– Mi pobre mujer murió hace tiempo… ¿Quiere…? ¡Vamos a un café!… ¿Quiere usted casarse conmigo? Nada me importa su origen plebeyo. Nada me importa su cara de mal color… ¡No huya, Matilde!

Quien sabe por qué, ella, siempre tan ecuánime, estaba como loca aquel día.

Matilde recordaba con horror los primeros meses de su matrimonio. Todas las timideces de Daniel en la calle eran despotismos en casa, y voces fuertes. Su estómago y su piano eran sagrados para todos. Vivían en casa de la madre de éclass="underline" una especie de Buda inmenso, gordísimo, vestido de seda negra, y con una pequeña renta vitalicia que los mantenía a todos. En aquella casa cargada de muebles y recuerdos de grandeza se llegaba hasta a pasar en ciertos días del mes verdaderas necesidades. Matilde jamás había tenido comida escasa en su casa humilde y bien administrada. Todo el dinero se gastaba en su nueva vivienda en "representación social", en costosos convites dos veces al mes. Daniel había prohibido expresamente que su mujer trabajase ahora que era una dama. Esta palabra "dama" que tanto le había hecho reír al principio se le convirtió en obsesión.

Daniel no hacía otra cosa que tocar el piano y dirigir algún que otro concierto benéfico. No sólo no le pagaban, sino que Matilde sospechaba que él daba dinero, con tal de que su nombre apareciese en los periódicos. Hacía años que preparaba una gran sinfonía, pero no la terminaba nunca. Se ponía muy nervioso y disgustado si alguien aludía en su presencia a cierta habanera compuesta por él como un capricho, que le había procurado en sus tiempos un éxito efímero.

Hones fue otra sorpresa. Resultaba, vista en la interioridad de su hogar, algo así como una niña recién puesta de largo a la que hubiesen guardado en conserva. Estaba cargada de remilgos y de rubores. Sus asuntos amorosos, vistos desde la familia, tomaban un aire rosáceo y sentimental, como si Hones tuviera siempre quince años. La franqueza de Matilde se consideraba de mal gusto allí. Y como era inteligente aprendió a callar y a observar desde el primer día. Parecía Matilde un fantasmón largo y pálido, siempre silenciosa por los pasillos de aquella casa.

Otro personaje de la familia era un hermano de Daniel, ingeniero de minas, que de cuando en cuando venía a Madrid y dejaba algún dinero. Estaba tan poseído como los demás por su importancia familiar. Era un tipo mediocre, mezquino. Creía sinceramente que Daniel se había trastornado al elegirla, tan insignificante le parecía. Se consoló al saberla poetisa. "Eso da tono", comentaba.

Matilde, que no era tonta, comprendía que muchas de las personas a las que trataban se burlaban de ellos. Toda aquella vida horriblemente falsa la ahogaba. No tenía tratos con sus antiguos amigos, que eran considerados intelectuales de baja estofa. Amigas no había tenido nunca. Quizá por una inconsciente rebelión contra su sexo, consideraba a las mujeres seres inferiores con las que pocas veces se podía hablar de nada interesante. No había logrado sentir afecto por ninguna mujer en toda su vida. A su madre no se había confiado jamás, porque a su manera también la despreciaba.

Comprendió en seguida que había hecho una locura en casarse con aquel ridículo desconocido, pero estaba llena de buena voluntad. Era honrada, y había jurado fidelidad y obediencia a este hombre en una edad en que sabía muy bien lo que se hacía, y no quería desesperar, aunque le resultaba bien difícil.

– Tienes que ser más señora, más dama -decía Daniel.

– ¡Quién fuera tú, que has realizado tu amor! -decía Hones, y bajaba las pestañas para ocultar sus tragedias, reales o pretendidas.

– Daniel es el más delicado de mis hijos; un genio. Esperamos mucho de él. Su primera mujer era una criatura exquisita -decía la suegra.

En verdad, toda la familia, hasta el sensato ingeniero de minas, esperaba algo de Daniel, como se espera de un adolescente, aunque rondaba los sesenta años.

Matilde vivía atontada. No sabía lo que hubiera resultado de aquel temor, de aquella especie de aturdimiento en que se encontraba si a los pocos meses de estar casada no hubiera sucedido el cataclismo. Comenzó la guerra civil. Hubo una espantosa sacudida que repercutió en aquella casa. El hermano de Daniel, el ingeniero, fue fusilado. La suegra monstruosa murió oportunamente de un ataque al corazón. Matilde empezó a desplegar actividades, a vivir, a luchar. Consiguió un refugio en una Embajada para Daniel, que pasaba el día temblando. Consiguió la salida de los tres a Francia. Allí se ingenió ella para ganar dinero como pudo. Hones no se portó mal; seguía con su buen humor y sus romanticismos, y decía que un misterioso señor español la había hecho su secretaria. A última hora resultó tan misteriosamente como antes, que no era secretaria de nadie; un conocido de la familia, un joven pintor que estaba allí de paso, era muy generoso con ella… Acabó llevándolo a casa, y Daniel lo aceptó con entusiasmo porque era persona elevada. En los últimos años Pablo había vivido en Madrid en gran tren. Estaba casado con una millonaria sudamericana, y para tener noticias de ella, que había quedado en zona roja, iba continuamente a Francia.