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Matilde acogió a Pablo con reservas; pero luego le pareció demasiado bueno para tener un "plan" con Hones. Muchas veces llegó a pensar que, en efecto, entre ellos no había más relación que la de pura simpatía y bondad de aquel hombre hacia unos compatriotas en peores circunstancias que él. Por ser muy casta por temperamento, a pesar de no tener un pelo de tonta, Matilde propendía siempre a pensar bien en estos asuntos; luego recordaba quién era Hones y cómo era y se encogía de hombros.

Daniel recordó, gracias al encuentro con un caballero de Canarias, que él tenía familia en esta isla. Por primera vez, Matilde oyó hablar de un hermano, "oveja negra de la casa", que hacía muchos años fue enviado a la isla con un hijo medio tonto y una mujer tuberculosa. Había hecho un segundo matrimonio muy conveniente, y luego había muerto. El señor de Canarias informó que el niño medio tonto se había convertido en un importante hombre de negocios. Escribieron.

El pintor Pablo, que estaba como desarraigado de todo, tuvo la idea de acompañarles a la isla, con gran contento de Hones.

Matilde había vuelto a vivir; se había vuelto a encontrar ella misma en una labor, después de aquella conmoción de la guerra. Cuando llegase a Madrid trabajaría, y Daniel también tendría que hacerlo. Aquí había probado que no era inútil. En su labor de la oficina no lo había hecho mal. Es verdad que José había sido generoso y que le gustaba recalcarlo. ¡Qué tipo raro aquel José!

Matilde interrumpió sus pensamientos. Por la ventana abierta del cuarto de Pino llegaba a veces como un murmullo de voces. Ella no les prestaba atención, pero ahora Pino gritó. Se oyó un grito.

– ¡Si dices algo más, me mato! ¿Oyes? ¡Me mato!

Luego, voces sofocadas. Sin querer, Matilde estaba sentada en aquel banco, todo lo asustada que podía, y aguzando los oídos.

Grillos lejanos daban una nota de verano al campo. La luna había empezado su declive en un cielo polvoriento, donde su luz se comía a las estrellas y a las nubes.

Después de aquel grito, nada más. En la puerta del cuarto de música apareció Daniel. Matilde vio su figura recortada en negro desamparada en la raya de luz amarilla que se fundía con la de la luna al salir de aquella puerta. Vio que no se había quitado la chaqueta, aunque Pablo lo había hecho, y también don Juan. Sintió como una ternura por él. Desde la guerra, cuando ya no estaba asustada por su personalidad, había sentido a veces aquella ternura por Daniel. Se dejó ver, y lo llamó.

– Es insufrible esta noche, hijita -dijo Daniel, acercándose-. José ha venido a buscar a don Juan para que asista otra vez a Pino. Hones me trajo tila, pero hubiera necesitado algo más, unas gotas de azahar.

– Daniel, quería hablar contigo… He pensado cosas esta noche. En Madrid, ¿qué vas a hacer?

Daniel pareció sorprendido.

– No sé a qué te refieres. Los malos tiempos terminaron ya. Nos escribe tu madre que el piso está intacto, y el piano en buenas condiciones. No pretenderás que vuelva a meterme en una oficina, con mi prestigio. Eso está bien aquí. Pero tú misma has dicho que aquí no quieres quedarte. Pues volveremos a vivir como siempre en nuestro ambiente.

No había mucha seguridad en aquellas afirmaciones. Matilde le miró y vio que la luna y la sombra le daban un aspecto patético. Le iba a contestar con cierta ironía: "¿Qué ambiente?" Pero no hizo la pregunta.

"Es viejo -pensó-; los viejos son como los niños. Es como si fuera un niñito mío lleno de empachos y de mal genio."

La vida iba a ser trabajosa con él al lado, pero ella había descubierto que sólo era feliz en la actividad y en el trabajo. Le cogió una mano; él la miraba.

– Tienes un traje impropio, hija mía. Debieras cuidarte un poco más; una dama…

Matilde sonrió con cierta tristeza. Su perfil violento era muy noble, lleno de seguridad. Volvió a recostarse en el balancín, mirándole siempre con aquella sonrisa, mientras Daniel la observaba con algo de sorpresa. Nunca más podría tener él poder para desconcertarla o anularla. Había recobrado una absoluta confianza en sí misma. La mirada de Matilde se hizo más viva. Se enderezó como para escuchar.

En la ventana del cuarto de Pino vio encenderse una luz muy tenue. Debía ser alguna de las lamparillas de la cabecera de la cama. Matilde tuvo como una extraña visión relacionando aquella luz con la de las velas que rodeaban la cara cérea, joven y consumida de la muerta.

Deseó que la noche pasase pronto. La noche y los seis días que faltaban para salir de la isla.

XVIII

En el tranquilo corredor se oyó un portazo. Un ruido inverosímil en la casa sumergida en duelo. No había ni un soplo de aire que pudiera producir corriente para justificarlo.

Marta encontró a su hermano. Ella volvía a la alcoba, y él venía desde su cuarto. José hizo un gesto de sorpresa delante de aquella aparición blanca y demudada. Parecía asustado al tropezársela.

– Creí que estabas durmiendo.

– Ahora voy a acostarme. ¿Cómo está Pino?

– Mejor. Anda a tu cuarto.

Cuando Marta se volvía hacia su puerta, José le puso la mano en el hombro. Tenía la voz cortante.

– ¿Has estado hablando con Vicenta?

– No… Me quedé arriba en la escalera.

Marta miró a su hermano; lo veía mal, porque las luces del corredor no estaban encendidas, y sólo entraba la luna por las ventanas. En la larga figura de José se notaba un cansancio que no tenía otras veces. Marta le dijo:

– Yo no tengo nada que hablar con Vicenta. No me gustan los chismes de las criadas.

José no contestó a esto. Con la mano que tenía en el hombro de la muchacha la empujó suavemente hacia su alcoba. Cuando la puerta se cerró detrás de ella aún quedó pensativo.

Había salido irritado de su propia habitación. La presencia de la madre de Pino le parecía a él que enturbiaba sus relaciones con su mujer. Se había instalado allí, atornillada a la cabecera de la enferma, cogiéndole la mano, charlando, acariciándola. Ella había sido la que inició la conversación sobre la muerte de Teresa; sobre la vergüenza que resultaba tener a la majorera abajo.

– Pepito, no puede ser que esa mujer siga allí a la hora del entierro. Está muy bien que la dejaras quieta antes; pero ahora ya se fueron las visitas. Mañana se va a llenar la casa de gentes. No es decente que esté ni un minuto más.

José se sentía crispado al oír la palabra "Pepito".

– Le voy a pedir un favor, señora: no se meta en mi casa. Vicenta está despedida. Es una bruta, es un animal, si usted quiere, pero tiene derecho a estar aquí. Yo no voy a dar otro escándalo delante del cuerpo de Teresa. Mañana se irá. Si usted conociera a estas gentes sabría que ya ha dicho todo lo que tiene que decir. No molestará más.

Pino enterró la cara en las almohadas. Del cuerpo de ella llegaba su olor joven, la áspera ráfaga de sus cabellos. Dijo en un murmullo desesperado:

– ¡Cállese, madre! ¿No ve que mi marido no me cree? Cree a esa bruja. ¡Ah, pero me alegro de la muerte de Teresa!

Se volvió a José en la oscuridad, se incorporó en la cama. Le desafió a media voz:

– ¡Me alegro!

José trató de tranquilizarse para no contestar violentamente, mientras la madre lloraba.

– ¡Ay, mi hijo, tú no sabes lo que dices!

La ambición de José había sido siempre la de ser un hombre sin nervios. Su padre decía de él que tenía vocación de lord inglés, una vocación completamente fallida porque era precisamente lo contrario de su manera de ser, añadía Luis Camino. Cuando decía estas cosas, José le odiaba.

José, que estaba sentado a los pies de la cama, irguió los hombros. Dijo de la manera más fría posible, con la intención de hacer daño a su mujer: