Pino, claro está, no veía nada notable en la negrura de fuera, aunque abrió los cristales y asomó por el hueco de la ventana la cabeza, despeinándose con el aire de la noche.
Marta la miraba boquiabierta. Toda la impresión de familiaridad que le había traído su presencia desapareció. Era como si la viese por primera vez en la vida. Se frotó los ojos.
Pino cerró de un golpe los cristales. Uno de ellos estaba ya rajado, y se sintió un crujido como si fuese a saltar. Ella se volvió a Marta, siempre en silencio, mirándola con aquellos ojos extraviados. De pronto se dio una palmada en la frente y empezó a pasear por el pequeño espacio libre de muebles que quedaba en la habitación. Marta fue hacia ella y otra vez la rechazó, con tal rudeza que la hizo tropezar con el cajón de los libros y quedar sentada allí, en actitud algo cómica.
Pino paseaba. Se daba golpes con los muebles. Empezaba a mascullar frases cada vez más audibles, y entre frase y frase soltaba palabrotas. Marta ya conocía este lenguaje de su cuñada, porque lo empleaba siempre al enfadarse con el servicio. La primera vez que la oyó estaba ella recién llegada de las dulzuras del convento, y hasta le había hecho gracia. Más tarde, todos los gestos de Pino, con todas sus expresiones, le habían llegado a parecer muy vulgares. Pero ahora estaba asustada, casi tenía la boca abierta de asombro, porque jamás había visto a nadie en este estado demencial. Nunca su madre, aunque decían que estaba loca, había tenido un ataque parecido.
Pino empezó a reírse y hablar a borbotones.
– …todo muy bien pensado. Pino, la idiota, duerme. Los hermanitos se ponen de acuerdo. ¿Cómo lo va a sospechar ella…? Pero yo tengo el sueño ligero… Yo oigo muy bien los pasos en la escalera del desván… José no está en la cama. No es la primera vez que me hace esto; dicen que padece insomnio… ¡Insomnio! ¡Toda la familia con insomnio…! ¡Cochinos…! ¿Dónde está?
La última pregunta se la dirigió directamente a Marta. Acabó agarrándola por los hombros.
Marta ahora entendió. Al parecer, su hermano José había tenido la misma idea que ella, levantándose de noche. Si Pino no hubiese estado tan agitada, ella se hubiese reído. Pensó casi sin querer en cuánto había cambiado Pino desde que la conoció, recién casada, la primavera anterior. Últimamente todo la excitaba. A Marta le salió una voz muy tranquila.
– Yo no sé dónde está José, Pino. ¿Por qué te imaginas que yo lo sé? Hice una tontería subiendo al desván… Vámonos.
Pino se calmó apenas, con el tono de aquella voz.
– ¿No sabes…? ¿Y en la ventana? ¿Qué estabas viendo por ahí? ¡Tú sabes algo, vaya si lo sabes…! La vieja te lo cuenta a ti.
– Pero, ¡por Dios!, ¿qué vieja…? No te entiendo.
Pino la miró de arriba abajo.
– Ah, sí… El angelito… ¿Te crees que me chupo el dedo…? Tú lo sabes todo y ahora mismo, ¿entiendes?, ahora mismo me lo vas a decir.
– ¡No grites!
– Sí grito. ¿Cómo que no? ¡Como si no estuviera en mi casa!
Marta se encogió de hombros.
– Bueno, ya está bien… Yo me voy a mi cama.
Pino quedó desconcertada, mientras Marta, en efecto, le dio la espalda dirigiéndose a la escalera. Empezó a gritarle que volviera con tales voces que la chica se detuvo espantada. La verdad era que Marta no estaba muy segura de sí misma. Tenía un sentimiento de culpabilidad por haber sido cogida allí, en la noche, sin poder justificarse. Aquella palabra que a ella le gustaba emplear, "la inspiración", ¡qué ridícula resultaría diciéndosela a Pino en un momento como aquel!
Pino jadeaba. De pronto pareció derrumbarse y se apoyó en la pared, tapándose la cara con las manos como si fuera a llorar. Respiraba fuerte y temblaba.
Marta se enfrió. Se encontró repentinamente pequeña y preocupada escuchando por si alguien venía, aunque sabía que era muy improbable.
– Pino -dijo-, tú estás enferma, estás mala.
Pino, de pronto, corrió a la ventana como había hecho antes. Intentó abrirla de nuevo y no acertó. Decía que se estaba ahogando. Como si la ropa la oprimiera se tiraba del camisón hasta romperlo. Por fin empezó a llorar, con el cuerpo flojo, y Marta pensó que se caería. Se acercó y la cogió por los hombros haciéndola sentar sobre el cajón donde ella había estado antes. Mientras le hablaba pensó que estaba destinada siempre a ocuparse de personas que no le importaban lo más mínimo. En el internado era ella la encargada de calmar siempre a una muchacha histérica. Recordó sus métodos.
– Pino, dime lo que te pasa. Nos hemos portado como dos locas, pero yo no sé por qué… ¿Cómo puedo saber yo dónde está mi hermano?
Pino, callada, se arrebujaba en el quimono, entrando en una fase de depresión y se tapaba otra vez la cara con las manos. Estaba muy fría. Al fin se decidió a hablar con su voz quejumbrosa.
– …Es que una no sabe qué pensar. Si oigo pasos en la escalera y mi marido no está en la cama… Hace un mes mandé que las tres criadas duerman juntas en el mismo cuarto. Vicenta, la vieja, las guarda bien, pero a mí ese demonio de mujer no me puede ver. A lo mejor se hace la desentendida y una de ellas sale y viene a buscarlo… ¡Qué sé yo! No sabía si sería la sinvergüenza de Carmela o la otra, la Lolilla, que parece una mosca muerta…Marta tenía unos ojos muy extraños escuchando estas cosas. Era realmente imposible hacerse a la idea de que su hermano saliera de noche a encontrarse con las criadas. En verdad era inconcebible. Sabía que hay hombres que hacen estas cosas, pero tenía la idea de que son seres viciosos y horribles que no viven en las casas de uno. José era un tipo aburrido, era un hombre vulgar, pero resultaba demasiado difícil imaginarlo como un sátiro. Era una verdadera monstruosidad imaginar la menor relación, la menor broma entre él y la gorda Carmela, o Lolilla, que a pesar de los esfuerzos de Pino era tan impresentable, que si alguna vez alguna visita de cumplido hubiese llegado a la finca habría habido que esconderla… ¡José, que casi podía ser el padre de Marta, besando en la oscuridad a Carmela, respirando su sudor y su risa idiota, subiendo al desván para esperarla!
Marta fruncía el ceño, porque una vez admitida esta imagen, aunque no la creía cierta, parecía que dentro le quemase y le hiciese daño. Seguía escuchando a Pino.
– ¡Qué es eso de abandonar a una mujer recién casada, sola, acostada en su cama, esperando…! Cuando me decidí a subir, mi cabeza no regía bien ya. Abro la puerta y te veo a ti descalza, acechando por la ventana… Es para volverse loca.
Marta sentía como un ligero mareo, pero al ver el trastorno de Pino, por contraste, le daba fuerzas para conservar la serenidad en un momento tan extraño.
Pino se estaba poniendo pálida, de un pálido verdoso, y tenía las manos frías y húmedas. Marta las sintió así al cogerlas entre las suyas. Ahora explicó con una voz ahogada que se sentía como sin vida después de aquel ataque y se veía muy claro que era verdad.
Marta logró que consintiese apoyarse en ella y en dejarse conducir hacia su alcoba. Si ella misma, Marta, hubiese podido verse con su cara asustada saliendo de un camisón en forma de campana, se habría reído. Estaba despeinada y cuando bajaba la escalera sintió que empezaba a sudar. Era muy difícil conducir a Pino por aquella escalerilla casi arrastrándola. A cada momento parecía que se fuesen a caer las dos. "Es como una pesadilla", pensaba la muchacha.
Habían dejado abierta la puerta del desván y la luz encendida, pero pronto aquella puerta golpeó dos o tres veces empujada por el aire y al fin se cerró del todo. La escalera quedó negra y peligrosa. El temblor de Pino hacía temblar a aquellas frágiles barandillas.
Con gran trabajo llegaron al corredor después de unos minutos muy largos. José no estaba en su alcoba. Marta ayudó a Pino a meterse en la cama y la abrigó con los edredones. Pino temblaba, su frialdad resultaba inquietante. Ella misma indicó a Marta que le trajese una manta eléctrica guardada en el cuarto de baño. Le dijo vagamente que no era la primera vez que sufría un ataque así. Luego le pidió que se sentase al lado de ella. A Marta se le ocurrió que a las dos les sentaría bien un poco de vino después de tanto jaleo, y lo dijo. Siempre había oído decir que el vino era bueno para esos casos. Pino negó con la cabeza.