– ¿Te vas a alistar?
Chano enseñó sus dientes blancos.
– Yo por mí sí querría. Pero tengo que engañar a mi madre… ¿Usted sabe? A mí me gustaría ver algo por ahí fuera antes de que se termine la guerra.
– Yo también me marcharía si fuera un hombre -Marta estaba pensativa-, y si no hubiera que matar a nadie.
– ¡Eso de matar…! Lo malo es que lo maten a uno, ¿no cree, mi niña? Dice mi hermano que al que es listo no le cogen los tiros.
Ni Marta ni el propio Chano sabían aquella mañana que al fin el jardinerillo marcharía al frente; que alcanzaría la guerra en sus últimos momentos, y que a los tres días de estar en las trincheras una granada le volaría la cabeza.
Cuando Marta se iba, Chano la llamó. -No se lo diga a nadie, ¿oye, Martita? -No, ¡qué va!
Marta, mientras hablaba con el jardinero, había visto a Matilde asomada a la ventana de su cuarto. Le pareció a la niña la encarnación de la energía, con su trenza bien peinada. No pudo imaginar que Matilde estuviera llena de desaliento en aquel momento. El risueño paisaje que la rodeaba se le hacía a la poetisa silencioso y oscuro como una cárcel. Se sentía irritada y casi desesperada. Hones y Daniel se encontraban a sus anchas en aquella casa que, según decía Daniel, daba olor a dinero. Hones la encontraba muy interesante. La noche antes, cuando ella y Daniel se estaban desnudando, Hones después de cruzar el corredor llamó al cuarto de ellos y les hizo ir a su propia alcoba, que era la que antes había pertenecido a Marta. -Venid, venid.
Hones estaba agitada, envuelta en su bata, con la cara llena de crema y el cabello de rizadores. -Venid; mirad.
Les llevó hasta la ventana y al asomarse, ellos vieron solamente un rincón muy tranquilo del jardín, casi un patio abierto, muy romántico con sus enredaderas grandes y bajo ellas un banco.
– ¡No!… ¿No veis? Es allí enfrente. Casi en ángulo con aquella ventana, y a la misma altura, había otras dos enrejadas. Hones susurró, trágica y al mismo tiempo encantada: -La loca… ¡Tan cerca de mí! Daniel la miró pensativo. Matilde tuvo miedo de oír otra vez el clocleo de la cigüeña, de modo que cortó, seca:
– ¿Para eso nos has traído aquí? ¡Vamonos a dormir, Daniel!
– No; esperad, veréis… Es interesantísimo lo que acabo de descubrir hace un rato.
Hones fue hacia el escritorio que había en aquel cuarto. Ella lo había transformado en tocador colocando sobre él muchas cajas de cremas y polvos y un espejo. Allí encima estaba una fotografía grande en un marco de plata. Hones la llevó bajo la luz.
– ¿Quién diréis que es?
Miraron. Aparecía la cabeza y el cuello esbelto de una mujer muy joven con el cabello recortado según la modo de algunos años antes. Tenía unos ojos hermosísimos, claros. Era muy bella.
– ¿Es la loca? -preguntó Matilde.
Hones se decepcionó.
– ¡Oh!…, tú todo lo sabes.
– No lo sé, lo supongo.
– Yo creí que era una artista de cine que tenía la niña aquí… ¡Cómo me iba a imaginar que esta belleza…! Porque es una belleza, ¿no?… Le pregunté a Marta quién era y me dijo que su madre. ¿No es extraño? Yo creí que Teresa era muy vieja.
– Pero este retrato es antiguo, ya no será así…
– No…; pero ¡qué curiosidad por verla! ¿No te parece, Matilde?
– Yo no tengo ninguna. Vamonos a dormir.
A Matilde no le divertían aquellas historias de la casa. Hones también había descubierto encantada que José, apenas se retiró a su cuarto aquella noche, volvió a salir dando un portazo, después de discutir con Pino.
Matilde suspiró en la ventana, un momento, aquella mañana hermosa de noviembre. Todo aquello, todas aquellas historias familiares, le producían cansancio y desesperanza. No sabía moverse entre ellas después del mundo de aventuras en que había vivido desde la guerra.
Daniel, en el comedor, había mandado llamar a la cocinera. Tenía delante de él y de su taza de desayuno un montón de paquetitos llenos de polvos desconocidos de los que luego se hicieron tan populares. Pero que Vicenta hasta entonces no había visto nunca.
– Son sucedáneos, buena mujer.-Sí, señor.
Aquella mujer alta y seca, con su pañuelo anudado bajo la barbilla, miraba al suelo y lanzaba por debajo de sus párpados alguna ojeada a Daniel, que estaba sentado a la mesa con una taza de tila delante.
– Son sucedáneos… Tendré que irlos sustituyendo poco a poco por huevo para que mi estómago no se resienta. Hoy, para hacer el flan mezclará a estos polvos media yema, mañana una entera, luego dos, tres, cuatro, hasta que un día el flan contenga media docena… Al mismo tiempo se irá disminuyendo la cantidad del sucedáneo. ¿Comprende usted? -Sí, señor.
José bajaba la escalera en aquel momento y se había detenido a escuchar con una curiosa expresión.
– Oye: ¿pero es un flan o una tarta lo que te van a hacer?
Daniel se sobresaltó cuando su sobrino se acercaba a la mesa. Vicenta desapareció silenciosamente.
– Ya sabes que nosotros, que yo, de otras cosas como poco y…
– Está bien.
José abrió el periódico. Los ventanales estaban abiertos. Olía a café, a tila, al gofio que aparecía dispuesto en recipientes de cristal, y también a mañana primaveral, a flores. José soltó una exclamación por algo que había leído en el diario.
– ¿Qué te pasa, José, hijo mío? No tuvo respuesta. José no parecía juzgarle digno de diálogo. Daniel, desamparado en la soledad de la mesa, donde el sol hacía brillar tazas vacías de porcelana, cucharillas, y un jarro con flores, dudó unos segundos porque sentía su tic subiéndole a la garganta. Infló las mejillas, movió la cabeza. Al fin no pudo remediarlo.
"Cloc, cloc, cloc, cloc…"
José cerró su periódico.
– No hagas esas idioteces, haz el favor.
– No puedo remediarlo, estoy enfermo… Bajaban las escaleras Matilde y Honesta, muy sonrosada, metida en una batita veraniega. Luego entró Marta desde el jardín y se sentaron todos a la mesa. José dobló el periódico.
– A propósito: ahora que están todos ustedes reunidos me gustaría hablar de la cuestión económica. Prefiero que no esté Pino delante, porque mi mujer es demasiado sensible.
Marta se asustó porque José era muy desagradable siempre hablando de cuestiones económicas, como él decía. Él decía que no se podía malgastar un céntimo del dinero de Teresa que le estaba encomendado. Aquel día expuso a sus parientes la situación: ellos tendrían que contribuir con algo al gasto de la casa. Marta vio cómo Daniel se sobresaltaba. Honesta abrió mucho los ojos. Sin embargo, la cara de Matilde tomó una ligera animación.
– Si tú nos ayudas podremos trabajar los tres. Incluso creo que sería conveniente que viviésemos independientes en Las Palmas, hasta que termine la guerra. José se puso encarnado.
– No he dicho tanto, ni hace falta que sea en seguida.
Daniel y Honesta se unieron a él contra Matilde. -¡Por Dios, qué agresiva eres…! ¡Por Dios! Marta había querido intervenir de algún modo. Pero no sabía cómo. Aquel día quedó así la cuestión. José se marchó en seguida a Las Palmas, y ella hubiera querido quedarse con Matilde a solas y hablarle de sus poemas. No se atrevió porque Matilde estuvo con ella muy fría y muy poco propicia a la conversación. En cambio se vio arrebatada hacia el jardín por Honesta.
– Vamos a ser muy amiguitas, ¿eh…? En medio de todo somos las únicas chicas solteras de la casa. ¿No te parece…? Eres muy mona, ¿sabes?, pero deberías pintarte un poco y ponerte zapatos con tacones. -Eso dice Pino.-Y dime, dime…: ¿qué tal estás de novios?
– No tengo.
– ¡Ah…!, sí, tienes poco atractivo, pero es porque no quieres tenerlo; hay que cuidarse más…
Marta se vio andando entre los macizos de rosas, apretada por el abrazo de Honesta, respirando el olor de sus afeites mañaneros. Aquella conversación no se parecía en nada a la que ella había soñado en tener a solas con cualquiera de sus parientes. Honesta le hacía preguntas, como Pino misma le hubiera hecho sobre la vida que se llevaba allí. Si había diversiones o no en la ciudad…