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Tracy Chevalier

La joven de la perla

1664

Mi madre no me avisó de que iban a venir. Luego me dijo que no quería que se me notara nerviosa. Me sorprendió, porque creía que me conocía bien. Los desconocidos siempre pensaban que era una persona tranquila. No me echaba a llorar como una niña pequeña. Sólo mi madre advertía la tensión en mi mandíbula, mis ojos aún más abiertos de lo que ya de por sí solía tenerlos.

Estaba picando las verduras en la cocina cuando oí voces en la puerta de la casa -una voz de mujer, brillante como latón bruñido, y otra de hombre, apagada y oscura como la madera de la mesa en la que estaba trabajando-. Eran un tipo de voces que raramente oíamos en nuestra casa. Imaginé espesas alfombras al oírlas, y libros y perlas y pieles.

Me alegré de haber fregado con un cuidado especial los escalones de la entrada.

Oí la voz de mi madre -un puchero hirviendo, un cántaro- aproximándose desde la sala. Venían hacia la cocina. Aparté los puerros que estaba cortando, dejé el cuchillo sobre la mesa, me limpié las manos en el delantal y apreté los labios para suavizarlos.

Mi madre apareció en el umbral, sus ojos dos señales de atención. Tras ella, la mujer tuvo que agacharse de lo alta que era, más alta que el hombre que la seguía.

En mi familia éramos todos bajos, incluso mi padre y mi hermano.

Parecía que la mujer venía de luchar contra un vendaval, aunque no soplaba ni la más leve brisa aquel día. Del sombrero torcido se le escapaban unos ricitos rubios que le caían sobre la frente, como abejas a las que en repetidas ocasiones hizo ademán de espantar. El cuello del vestido, además de descolocado, estaba falto de plancha y apresto. Se retiró por debajo de los hombros el manto gris, y vi que bajo el vestido azul marino una criatura crecía en su vientre. Como para final de año o antes.

Tenía la cara ovalada, como una bandeja, luminosa en unos momentos y apagada en otros. Sus ojos eran dos botones castaño claro, un color que yo apenas había visto unido al pelo rubio. Hizo como si me observara detenidamente, pero fue incapaz de fijar la atención en mí; su mirada saltaba de un rincón a otro de la habitación.

– Así que ésta es la muchacha -dijo bruscamente.

– Sí, ésta es mi hija, Griet -respondió mi madre. Yo incliné respetuosamente la cabeza, a modo de saludo.

– No parece muy grande. ¿Será lo bastante fuerte?

Cuando la mujer se volvió a mirar al hombre, rozó con el manto el mango del cuchillo con el que yo había estado cortando las verduras, que cayó y se puso a girar por el suelo.

La mujer dio un grito.

– Catharina -dijo el hombre con voz pausada. Pronunció su nombre como sí tuviera canela en la boca. La mujer se calló y trató de calmarse.

Yo me adelanté a recoger el cuchillo y, limpiando la hoja en el delantal, lo dejé sobre la mesa. Al caer, el cuchillo había movido un trozo de zanahoria. Lo devolví a su montón.

El hombre me miraba con sus ojos grises como el mar. Tenía una cara larga, angulosa, con una expresión imperturbable, en contraste con la de su mujer, que era tornadiza como la llama de una vela. No tenía ni barba ni bigote, y eso me gustaba, porque le daba un aspecto limpio. Llevaba una capa negra sobre los hombros, una camisa blanca y una fina gorguera de encaje. El sombrero ocultaba unos cabellos del color rojo de los ladrillos mojados por la lluvia.

– ¿Qué estabas haciendo, Griet? -me preguntó.

Me sorprendió la pregunta, pero supe ocultar mi sorpresa.

– Picando las verduras para la sopa, señor.

Siempre colocaba las verduras formando un círculo en el que cada verdura ocupaba un segmento, como si fueran las porciones de una tarta. Había cinco: col roja, cebolla, puerro, zanahoria y nabo. Utilizaba la hoja del cuchillo para dar forma a cada porción y en el centro del círculo ponía una rodaja de zanahoria.

El hombre dio un golpecito en la mesa con un dedo.

– ¿Están puestas en el orden en el que se echan a la sopa? -sugirió, estudiando el círculo.

– No, señor -dije dubitativa. No sabía explicar por qué había colocado así las verduras. Sencillamente las ponía como consideraba que debían ir, pero estaba demasiado asustada para decirle tal cosa a aquel caballero.

– Veo que has separado las blancas -dijo, señalando los nabos y las cebollas-. Y el naranja y el morado tampoco van juntos. ¿Por qué? -cogió un trocito de col roja y una rodaja de zanahoria y los agitó entre sus manos, como si fueran dados.

Yo miré a mi madre, que movió la cabeza en un leve gesto de asentimiento.

– Los colores se pelean cuando los pones juntos, señor.

Arqueó las cejas, como si no hubiera esperado esa respuesta.

– ¿Y pasas mucho tiempo disponiendo las verduras antes de hacer la sopa?

– Oh, no, señor -contesté confusa. No quería que pensara que era una remolona.

Por el rabillo del ojo percibí algo que se movía. Mi hermana, Agnes, estaba espiando junto a la puerta y había meneado la cabeza al oír mi respuesta. Yo no solía mentir. Bajé la vista.

El hombre se volvió ligeramente, y Agnes desapareció. Entonces soltó el trozo de col y el de zanahoria en sus segmentos respectivos. El de col cayó a medias en la cebolla. Me dieron ganas de acercarme y colocarlo meticulosamente en su sitio. No lo hice, pero él se dio cuenta de que quería hacerlo. Me estaba probando.

– Basta de charla -afirmó la mujer. Aunque estaba molesta con su marido por dedicarme toda esa atención, fue a mí a quien puso cara de malas pulgas-. ¿Mañana, entonces?

Miró al hombre antes de salir majestuosamente de la habitación, seguida por mí madre. El hombre echó una última ojeada a las verduras dispuestas para la sopa, me hizo un gesto con la cabeza y siguió a las mujeres.

Cuando volvió mi madre, yo estaba sentada junto al círculo de las verduras. Esperé a que empezara a hablar. Iba encorvada, como protegiéndose del frío del invierno, aunque era verano y hacía calor en la cocina.

– Mañana entras a trabajar de criada en su casa, te pagarán ocho stuivers al día. Vivirás con ellos.

Apreté los labios.

– No me mires así, Griet -dijo mí madre-. No nos queda más remedio. Tu padre ahora no puede seguir con el oficio.

– ¿Dónde viven?

– En la Oude Langendijck, en el cruce con Molenpoort.

– ¿En el Barrio Papista? ¿Son católicos?

– Podrás venir a casa los domingos. Se han avenido a ello.

Mi madre formó un cuenco con las manos alrededor de los nabos, lo llenó con éstos y con parte de la col y de la cebolla y lo echó todo al perol de agua que esperaba en el fuego. Las porciones de tarta que con tanto cuidado había formado quedaron deshechas.

Subí las escaleras en busca de mi padre. Estaba sentado junto a la ventana del desván y la luz le daba de lleno en la cara. Esto era lo más próximo a ver que alcanzaba ahora.

Padre había sido maestro azulejero, todavía tenía los dedos manchados de azul de pintar cupidos, doncellas, soldados, barcos, niños, peces, flores y animales en los azulejos blancos, que luego barnizaba, cocía en el horno y vendía. Un día explotó el horno, dejándolo sin vista y sin oficio. Y él tuvo suerte: otros dos hombres murieron en el accidente.

Me senté junto a él y le tomé la mano.

– Lo he oído -me dijo antes de que yo hubiera dicho una palabra-, lo he oído todo.

Su oído había adquirido toda la agudeza de la vista que le faltaba.

No se me ocurría nada que no sonara como un reproche.

– Lo siento, Griet. Me habría gustado poderte ayudar más.

En el sitio donde habían estado sus ojos, que el médico había cerrado cosiendo la piel, se dejaba ver su aflicción.

– Pero es un caballero bueno y justo. Te tratará bien. No dijo nada sobre la mujer.

– ¿Por qué está tan seguro de ello, Padre? ¿Lo conoce?