Me escabullí antes de que pudiera decir nada más. Crucé la Plaza del Mercado, me encontré con los que iban a los primeros servicios religiosos de la Iglesia Nueva y me apresuré por las calles y canales que conducían a mi casa. Cuando giré al llegar a mi calle, pensé en lo distinta que me parecía ya tras sólo menos de una semana fuera. La luz era más brillante y más clara; el canal, más ancho. Los plátanos que lo flanqueaban se alzaban perfectamente inmóviles, como centinelas que aguardaban mi llegada.
Agnes estaba sentada en el banco delante de la casa. Cuando me vio se asomó a la puerta gritando:
– ¡Ya está aquí! -y luego corrió hacia mí y me cogió del brazo-. ¿Cómo es allí? -me preguntó, sin siquiera saludarme antes-. ¿Son simpáticos? ¿Tienes que trabajar mucho? ¿Hay niñas en la familia? ¿Es muy grande la casa? ¿Dónde duermes? ¿Comes en platos de porcelana?
Me reí y no contesté a ninguna de sus preguntas hasta que no hube abrazado a mi madre y saludado a mi padre. Aunque no era mucho dinero, me sentí orgullosa al darle a mi madre las pocas monedas que tenía en la mano. Después de todo, para eso estaba trabajando.
Mi padre vino a sentarse fuera con nosotras y a escuchar lo que yo les contaba de mi nueva vida. Le di las manos, guiándolo en los escalones del frente. Cuando se sentó me frotó las palmas con su dedo pulgar.
– Tienes todas las manos cuarteadas -dijo-. Qué ásperas, también. El trabajo ya te ha dejado sus marcas.
– No se preocupe, Padrele contesté yo en un tono alegre-. Había mucha ropa para lavar esperándome porque no tenían toda la ayuda que necesitan. Pero enseguida será más llevadero.
Mi madre me examinó las manos.
– Voy a poner un poco de bergamota a remojar en aceite -dijo-. Eso mantendrá la suavidad de tus manos. Agnes y yo saldremos al campo a buscarla.
– ¡Cuéntanos! -exclamó Agnes-. ¡Cuéntanos de ellos!
Yo se lo conté todo. Sólo dejé sin mencionar algunas cosas -lo cansada que estaba por la noche; la escena de la Crucifixión que colgaba a los pies de mi cama; la bofetada que le di a Cornelia; que Maertge y Agnes tenían la misma edad-. Pero salvo esto se lo conté todo.
Le di a mi madre el recado del carnicero.
– Es muy amable por su parte -dijo-, pero sabe que no tenemos dinero para comprar carne y que no aceptaremos ese tipo de caridad.
– No creo que lo haga por caridad -le expliqué yo-. Más bien creo que lo hace por amistad.
Ella no contestó, pero yo me di cuenta de que no iría a ver al carnicero.
Cuando le hablé de los nuevos carniceros, Pieter el padre y Pieter el hijo, levantó las cejas, pero no dijo nada. Luego asistimos al servicio dominical en nuestra iglesia, donde me sentí rodeada de caras conocidas y de palabras conocidas. Sentada en el banco entre Agnes y mi madre, sentí como mi espalda se relajaba y mi cara se ablandaba y perdía la máscara que había llevado toda la semana. Creí que iba a llorar.
Mi madre y Agnes no me dejaron ayudarlas con la comida cuando volvimos a casa. Me senté con mi padre al sol en el banco de fuera. Alzó la cara y no cambió la posición de la cabeza durante todo el tiempo que estuvimos hablando.
– Y ahora, Griet -me dijo-, cuéntame algo de tu amo. Apenas nos has hablado de él.
– No lo he visto casi -respondí sin mentir-. Se pasa el tiempo en el estudio, donde nadie puede molestarle, o está fuera de la casa.
– Ocupándose de la Hermandad, supongo. Pero has estado en su estudio: nos has hablado mucho de cómo limpias y mides dónde están los objetos, pero nada del cuadro en el que está trabajando. Descríbemelo.
– No sé si seré capaz de hacerlo de tal forma que pueda usted verlo.
– Inténtalo. No tengo mucho en que pensar, salvo los recuerdos. Me dará gran placer imaginarme un cuadro de un gran maestro, aunque mi mente sólo sea capaz de crear una pobre imitación.
Así que intenté describirle a la mujer abrochándose el collar de perlas, sus manos suspendidas en el aire, mirándose en el espejo, la cara y la pelliza amarilla bañadas con la luz que entra por la ventana, el oscuro primer plano, que la separa de nosotros.
Mi padre escuchó en silencio, pero su rostro no se iluminó hasta que yo no dije:
– La luz que se refleja en la pared es tan cálida que al mirarla sientes lo mismo que usted ahora con el sol dándole en la cara.
Asintió y sonrió, contento de haber comprendido.
– Eso es lo que más te gusta de tu nueva vida -dijo él de pronto-, entrar en su estudio.
Lo único que me gusta, pensé, pero no lo dije.
Cuando nos sentamos a comer, intenté no comparar nuestra comida con la de la casa del Barrio Papista, pero ya me había acostumbrado a la carne y al buen pan de centeno. Aunque mi madre era mejor cocinera que Tanneke, el pan negro estaba seco y las verduras estofadas, insípidas, faltas de grasa. La habitación también era distinta: no había baldosas de mármol ni espesas cortinas ni sillas de cuero repujado. Aquí primaban la sencillez y la limpieza; nada de adornos. Me gustaba porque lo conocía, pero ahora era consciente de su tristeza.
Al final del día me resultó difícil despedirme de mis padres, más difícil que cuando me fui la primera vez, porque esta vez sabía a lo que volvía. Agnes me acompañó hasta la Plaza del Mercado. Cuando nos quedamos solas, le pregunté cómo se sentía ella.
– Un poco sola -contestó. Una triste palabra en boca de una niña. Había estado muy contenta todo el día, pero ahora se la veía abatida.
– Vendré todos los domingos -le prometí-. Y a lo mejor puedo acercarme alguna vez durante la semana a haceros una visita rápida después de ir a buscar la carne o el pescado.
– O también puedo ir yo a verte cuando salgas a hacer recados -sugirió, animándose.
Conseguimos vernos varias veces en la Lonja de la Carne. Mientras estuviera yo sola, siempre me daba mucha alegría verla.
Empecé a encontrar mi sitio en la casa de la Oude Langendijck. A veces, tenía dificultades con Catharina, con Tanneke y con Cornelia, pero la mayor parte del tiempo me dejaban hacer mi trabajo en paz. Puede que esto se debiera a la influencia de María Thins. Por alguna razón había decidido que yo era un útil hallazgo, y las otras, incluidas las niñas, seguían su ejemplo.
Tal vez se daba cuenta de que la ropa estaba más limpia y más blanca desde que me ocupaba yo de la colada. O de que la carne era más tierna desde que era yo la que la escogía. O de que él estaba más contento sin que le cambiaran las cosas de sitio en el estudio al limpiar. Las dos primeras cosas eran ciertas. La tercera, no lo sabía. Cuando por fin tuvimos ocasión de hablar él y yo, no fue sobre la limpieza.
Tuve buen cuidado de alejar de mi persona todo elogio relativo a la mejoría de la vida doméstica. No quería hacerme enemigas. Si a María Thins le gustaba la carne que le servíamos, yo sugería que era la forma de cocinarla de Tanneke la que la ponía tan buena. Si Maertge decía que su delantal estaba más blanco que antes, yo señalaba que se debía a que el sol del verano estaba siendo particularmente fuerte esos días.
Siempre que podía evitaba a Catharina. Había estado claro desde el momento en que me vio picando las verduras en la cocina de la casa de mi madre que yo no le gustaba. Su humor no había mejorado con el embarazo, el cual le daba un aspecto desgarbado y torpe, que en nada se correspondía con el de la grácil señora de la casa que ella creía ser. También estaba siendo un verano muy caluroso, y la criatura se mostraba especialmente activa. En cuanto se movía dos pasos, se ponía a darle patadas, o, al menos, eso afirmaba ella. Se paseaba por la casa, cada vez más abultada y con un aspecto cansado y dolorido. Empezó a levantarse cada vez más tarde, de modo que María Thins tuvo que hacerse cargo de las llaves y era ella la que me abría la puerta del estudio por la mañana. Tanneke y yo empezamos a ocuparnos de sus tareas: cuidar a las niñas, hacer las compras de la casa y cambiar al pequeño.