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Yo lo miré tan fijamente, intentando comprender, que se me empaparon los ojos.

– ¿Qué es una imagen, señor? No conozco esa palabra.

Se produjo un cambio en su cara, como si hubiera estado mirando algo por encima de mi hombro, pero ahora me mirara a mí.

– Es una pintura, como un cuadro.

Yo asentí. Lo que más quería era que pensara que podía seguir sus explicaciones.

– Tienes unos ojos muy abiertos -dijo entonces.

Yo me sonrojé.

– Eso dicen, señor.

– ¿Quieres volver a mirar?

No quería, pero sabía que no podía decirlo. Me quedé un segundo pensando.

– Volveré a mirar, señor, pero si me deja sola. Pareció sorprendido y luego divertido.

– Está bien -dijo, y me alargó el sobretodo-. Volveré dentro de unos minutos y llamaré a la puerta antes de entrar.

Se fue, cerrando la puerta tras de sí. Yo apretaba su sobretodo. Me temblaban las manos.

Durante un momento pensé en fingir que miraba y luego decir que había mirado. Pero se daría cuenta de que estaba mintiendo.

Y además tenía curiosidad. Era más fácil sin tenerlo a él detrás observándome. Respiré hondo y miré dentro de la caja En el cristal se veía una impresión borrosa de la escena montada en la esquina del estudio y repetida en el cuadro. Pero cuando me eché el sobretodo por encima de la cabeza, la imagen, como él la había llamado, se fue haciendo más clara: la mesa, las sillas, la cortina amarilla en la esquina, la pared del fondo con el mapa, la vasija de cerámica, el cuenco de peltre, la brocha y la carta. Todo ello aparecía allí reunido ante mis ojos en una superficie plana, una pintura que no era una pintura. Toqué el cristal cautelosamente, era totalmente liso, frío, y no tenía restos de pintura. Me destapé la cabeza, y la imagen volvió a hacerse borrosa, aunque seguía estando allí. Me metí otra vez bajo el sobretodo, quedándome totalmente a oscuras, y vi cómo volvían a aparecer aquellos preciosos colores. Reflejados en el cristal parecían incluso más brillantes e intensos de lo que lo eran en realidad en la esquina que estaba siendo pintada.

Dejar de mirar dentro de aquella caja se me hizo tan difícil como apartar la vista del cuadro de la mujer del collar de perlas la primera vez que lo vi. Cuando oí que daban con los nudillos en la puerta, tuve el tiempo justo para enderezarme y dejar caer el sobretodo sobre mis hombros antes de que él entrara.

– ¿Has vuelto a mirar, Griet? ¿Has mirado como es debido?

– He mirado, señor, pero no estoy segura de lo que he visto -me alisé la cofia.

– ¿Verdad que es sorprendente? Yo me quedé tan asombrado como tú cuando lo vi por primera vez.

– Pero ¿para qué quiere mirar ahí dentro pudiendo mirar su propio cuadro?

– No lo entiendes -dio un golpecito en la caja-. Es una herramienta. Me ayuda a ver, y de esta forma me resulta más fácil pintar mis cuadros.

– Pero…, para ver usa los ojos.

– Cierto. Pero mis ojos no siempre lo ven todo.

Mis ojos se abalanzaron al rincón, como si fueran a descubrir algo inesperado, algo que antes había estado oculto, detrás de la brocha, entre las sombras del paño azul.

– Dime, Griet -continuó él-, ¿crees que me limito a pintar lo que está en aquella esquina?

Miré el cuadro, incapaz de contestar. Me sentía como sí me estuvieran engañando. Contestara lo que contestara estaría mal.

– La cámara oscura me ayuda a ver de otra forma -me explicó-. A ver más de lo que hay.

Al ver la cara de desconcierto que puse debió de arrepentirse de haberse parado a dar tantas explicaciones a alguien como yo. Se volvió y bajó la tapa de la caja. Yo me quité el sobretodo y se lo di.

– Señor…

– Gracias, Griet -dijo, tomándolo-. ¿Has terminado de limpiar aquí?

– Sí, señor.

– Entonces ya puedes irte.

– Gracias, señor -recogí rápidamente las cosas de la limpieza y salí, dejando que la puerta se cerrara detrás de mí.

Pensé en lo que me había dicho, en aquello de que la caja le ayudaba a ver más. Aunque no entendía por qué, sabía que no me engañaba porque lo percibía en su cuadro de la mujer y también en lo que recordaba del de Delft. Veía las cosas de una manera que los otros no veían, y por eso parecía un lugar diferente la ciudad en la que había vivido toda mi vida; por eso la luz en la cara de una mujer la hacía hermosa.

Al día siguiente de mirar por la caja, cuando fui al estudio, ésta había desaparecido. El caballete estaba de nuevo en su sitio. Miré el cuadro. Antes, de un día para otro, sólo había detectado mínimos cambios. Ahora había uno que saltaba a la vista: el mapa que estaba colgado en la pared detrás de la mujer había sido suprimido tanto del cuadro como de la pared del rincón. Ahora la pared estaba vacía. El cuadro estaba mejor sin él, más sencillo; el contorno de la mujer más definido contra el fondo crema de la pared. Pero el cambio me confundió: había sido demasiado súbito. No lo habría esperado de él.

Salí del estudio preocupada, y camino de la Lonja de la Carne no fui mirándolo todo como solía. Cuando me llamó nuestro antiguo carnicero no me paré a saludarlo y sólo le dije adiós con la mano.

Pieter el hijo se había quedado solo a cargo del puesto. Lo había visto unas cuantas veces desde aquel primer día, pero siempre en presencia de su padre, de pie al fondo, mientras éste despachaba. Al verme me dijo:

– Hola, Griet, estaba pensando en cuándo vendrías. Pensé que era una tontería, porque iba todos los días a comprar la carne a la misma hora.

Me habló sin mirarme a la cara.

Decidí no hacer ningún comentario a lo que me había dicho.

– Tres libras de carne para guisar. ¿Y os quedan de las salchichas que me vendió tu padre el otro día? A las niñas gustaron.

– Se han acabado, lo siento.

Una mujer se puso detrás de mí, esperando su turno. Pieter el hijo la miró.

– ¿Puedes esperar un momento? -me dijo en voz baja.

– ¿Esperar?

– Quiero preguntarte algo.

Me hice a un lado para que él pudiera atender a la mujer. No estaba de humor para andar esperando, pero no tenía mucha elección.

Cuando acabó con la mujer y volvimos a estar solos, me preguntó:

– ¿Dónde vive tu familia?

– En la Oude Langendijck, en el Barrio Papista.

– No, no, tu familia.

Se me subieron los colores al darme cuenta de la equivocación.

– En el canal Rietveld, cerca de la puerta Koe. ¿Por qué me lo preguntas?

Entonces me miró por fin.

– Se han reportado varios casos de peste en ese barrio.

Di un paso atrás, abriendo unos ojos como platos.

– ¿Han declarado la zona en cuarentena?

Todavía no. Se espera que lo hagan hoy.

Luego me di cuenta de que debía de haber estado indagando sobre mí. Si no hubiera sabido de antemano dónde vivía mi familia, nunca se le habría ocurrido informarme de la epidemia.

No recuerdo cómo regresé a la casa. Pieter el hijo debió de poner la carne en la cesta, pero lo único que sé es que cuando llegué, la solté a los pies de Tanneke y dije:

– Tengo que ver a la señora.

Tanneke hurgó en la cesta.

– No has traído ni salchichas ni nada que las sustituya. ¿Qué te ha pasado? ¡Tienes que volver inmediatamente a la Lonja!

– He de ver a la señorarepetí.

– ¿Qué pasa? -Tanneke empezó a sospechar algo-. ¿Has hecho algo malo?

– Puede que mi familia esté en cuarentena. He de volver con ellos.

– ¡Oh! -Tanneke basculó el cuerpo, incierta-. No sé qué decirte. Tendrás que preguntar. Está en el cuarto con mi señora.

Catharina y María Thins estaban en el Cuarto de la Crucifixión. María Thins fumaba su pipa. Al entrar yo se quedaron calladas.