Tuve que esperar hasta que terminó de atender a varios clientes. Estaba tan mareada que quería sentarme, pero el suelo estaba lleno de sangre.
Por fin Pieter el hijo se quitó el delantal y se acercó a mí.
– Se trata de tu hermana Agnes -me dijo suavemente-. Está muy enferma.
– ¿Y mis padres?
– Están bien, por ahora.
No le pregunté hasta qué punto se había arriesgado a fin de poderme informar.
– Gracias, Pieter -dije en un susurro. Era la primera vez que pronunciaba su nombre.
Le miré a los ojos y vi bondad en ellos. Y también vi lo que había temido: esperanzas.
El domingo decidí ir a visitar a mi hermano. No sabía si se había enterado de la cuarentena o de lo que había pasado con Agnes. Salí de la casa temprano y caminé hasta la fábrica, que estaba fuera de las murallas de la ciudad, no muy lejos de la puerta de Rotterdam. Frans estaba todavía dormido cuando llegué. La mujer que me abrió la puerta se rió cuando pregunté por él.
– Tardará horas en despertarse -dijo-. Los domingos, los aprendices se pasan el día durmiendo. Es su día libre.
No me gustó su tono ni lo que dijo.
– Por favor, despiértelo y dígale que ha venido su hermana -le pedí. Soné un poco como Catharina.
La mujer levantó la cejas.
– No sabía que Frans fuera de una familia de tanta alcurnia.
Desapareció, y yo me pregunté si se molestaría en despertar a Frans. Me senté en un murete a esperar. Una familia pasó a mi lado camino de la iglesia. Los hijos, dos chicas y dos chicos, corrían delante de sus padres, igual que lo habíamos hecho nosotros. Los miré hasta que desaparecieron de mi vista.
Frans apareció por fin, con cara de sueño y restregándose los ojos.
__¡Ah, Griet! -exclamó-. No sabía si serías tú o Agnes. Me imaginaba que Agnes no habría venido sola hasta tan lejos.
No lo sabía. No podía ocultárselo, ni siquiera decírselo con tacto.
– Agnes ha caído víctima de la peste -dije bruscamente-. Dios la asista a ella y a nuestros padres.
Frans paró de restregarse los ojos. Los tenía muy rojos.
– ¿Agnes? -repitió confuso-. ¿Cómo lo sabes?
– Alguien me ha informado.
– ¿No los has visto entonces?
– La zona está en cuarentena.
– ¿En cuarentena? ¿Desde cuándo?
– Diez días.
Frans movió la cabeza, enfadado.
– No me he enterado de nada. Amarrado a este horno día tras día, lo único que veo son azulejos blancos. Creo que voy a volverme loco.
– Es en Agnes en quien deberías pensar ahora.
Frans dejó caer la cabeza, triste. Había crecido desde la última vez que lo había visto, unos meses antes. Y su voz también se había hecho más profunda.
– Frans, ¿vas a la iglesia alguna vez?
Se encogió de hombros. No me atreví a seguir preguntándole.
– Voy a ir a rezar por todos ellos -dije en su lugar-. ¿Quieres venir conmigo?
No quería, pero logré convencerlo; no quería volver a entrar sola en una iglesia desconocida. Encontramos una no lejos de allí, y aunque el servicio no me consoló, recé todo lo que pude por nuestra familia.
Luego Frans y yo caminamos por la orilla del río Schie. No hablamos mucho, pero los dos sabíamos lo que estaba pensando el otro: no se sabía de nadie que hubiera salido con vida de la peste.
Una mañana, al abrirme la puerta del estudio María Thins me dijo:
– Está bien, muchacha. Hoy puedes recoger ese rincón -y señaló a la esquina que estaba pintando él en el cuadro.
No entendí lo que quería decirme.
– Todo lo que está sobre la mesa -continuó- debe ir a los arcones del almacén, salvo el cuenco y la brocha de Catharina, que me los voy a llevar yo.
Se acercó a la mesa y cogió los dos objetos que tantas semanas había pasado yo colocando cuidadosamente en su sitio.
María Thins se rió de la cara que puse.
– No te preocupes. Ya lo ha acabado. Ya no lo necesita. Cuando termines con el rincón, no dejes de quitarle el polvo a todas las sillas y de colocarlas junto a la ventana del centro. Y abre todas las contraventanas.
Salió con el cuenco en las manos.
Sin el cuenco y la brocha, la mesa se había transformado en una imagen que yo no reconocía. La carta, el paño, el jarrón de porcelana, habían perdido su significado, como si alguien los hubiera dejado simplemente sobre la mesa. Pero, a pesar de todo, no me imaginaba moviéndolos.
Decidí dejarlo para más tarde y me puse con las otras faenas. Abrí todas las contraventanas, con lo que la habitación se hizo muy luminosa, extraña, y entonces barrí y limpié el polvo en todas partes salvo en la mesa. Estuve un rato mirando el cuadro, intentando descubrir en qué se diferenciaba ahora que estaba terminado. Hacía varios días que no había visto ningún cambio.
Todavía seguía haciéndome estas consideraciones cuando entró él.
– Griet, veo que todavía no has terminado de recoger. Date prisa; he venido a ayudarte a mover la mesa.
– Siento haber sido tan lenta, señor. Es que…
Él pareció sorprenderse de que yo fuera a decir algo.
– … Estoy tan acostumbrada a ver los objetos donde están que no soporto tener que moverlos.
– Ya comprendo. Te ayudaré yo entonces.
Tiró de la tela azul y me la entregó. Tenía unas manos muy limpias. Tomé la tela sin tocárselas y me acerqué a la ventana y la sacudí. Luego la doblé y la guardé en uno de los arcones del almacén. Cuando volví, él ya había recogido la carta y el jarrón de porcelana y los había guardado. Movimos la mesa a un lado de la habitación y yo coloqué las sillas en el centro mientras él trasladaba el caballete y el cuadro al rincón donde había estado montada la escena representada en éste.
Resultaba raro ver el cuadro en el lugar de la escena real. Todo era muy extraño, todo aquel movimiento súbito y todos aquellos cambios tras semanas de calma e inmovilidad. No le pegaba. No le pregunté a qué se debía. Quería mirarlo, adivinar lo que estaba pensando, pero no levanté la vista de la escoba, con la que recogía el polvo que había levantado la tela azul.
Él se fue y yo terminé rápidamente, pues no quería entretenerme en el estudio. Ya no me consolaba estar allí. Esa tarde Van Ruijven y su esposa vinieron de visita. Tanneke y yo estábamos sentadas en el banco de la puerta y ella me enseñaba a zurcir unos puños de encaje. Las niñas habían ido a la Plaza del Mercado y estaban jugando con una cometa junto a la Iglesia Nueva, en un lugar visible desde donde estábamos nosotras: Maertge agarraba la cuerda mientras Cornelia la empujaba hacia el cielo.
Vi venir a los Van Ruijven desde lejos. Cuando se acercaron, la reconocí a ella por el cuadro y por nuestro breve encuentro, y en él reconocí al hombre del bigote con una pluma blanca en el sombrero y una sonrisa untuosa al que había visto acompañarla hasta la puerta.
– Mira, Tanneke -le dije en voz baja-, por ahí viene el caballero que te mira todos los días en el cuadro.
– ¡Oh! -Tanneke se sonrojó al verlos y, colocándose la cofia y el delantal, me susurró-: Ve a decirle a la señora que están aquí.
Corrí dentro y encontré a María Thins y a Catharina con el pequeño dormido en el Cuarto de la Crucifixión.
– Han venido los Van Ruijven -anuncié.
Catharina y María Thins se quitaron las cofias y se alisaron los cuellos de sus vestidos. Catharina se apoyó en la mesa y se levantó. Cuando salían de la habitación, María Thins se acercó a Catharina y le colocó una de las peinetas de carey que ella se ponía sólo en las ocasiones especiales.
Saludaron a los invitados en el zaguán mientras yo aguardaba en el pasillo. Cuando se dirigían a las escaleras, Van Ruijven me vio y se detuvo un instante.