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– ¿Quién es ésa?

Catharina me miró torva.

– Sólo una de las criadas. Tanneke, haga el favor de traernos vino.

– Que nos lo suba la de los ojos grandes -ordenó Van Ruijven-. Ven. Querida -le dijo a su esposa, que empezó a subir las escaleras.

Tanneke y yo permanecimos codo con codo, ella enojada, y yo consternada por los comentarios del caballero.

– Venga -me gritó Catharina-, ya has oído lo que ha dicho. Sube el vino -y empezó a subir trabajosamente las escaleras detrás de María Thins.

Fui al Cuarto Pequeño, donde dormían las niñas; allí se guardaban las copas; cogí cinco, las limpié con el delantal y las coloqué en una bandeja. Luego fui a la cocina a buscar el vino. No sabía dónde lo guardaban, porque no solían beber. Tanneke se había enfurruñado y había desaparecido. Temí que el vino estuviera guardado bajo llave en una de las alacenas y que tuviera que pedirle la llave a Catharina delante de todo el mundo.

Afortunadamente, María Thins lo había previsto. Había dejado en el Cuarto de la Crucifixión una jarra blanca con tapa de peltre llena de vino. La puse en la bandeja y la subí al estudio, colocándome primero la cofia, el cuello y el delantal como habían hecho las otras.

Cuando entré, estaban de pie junto al cuadro.

– Una nueva joya -decía Van Ruijven-. ¿Te complace, querida? -le preguntó a su esposa.

– Claro -contestó ella. La luz que entraba por la ventana le daba directamente en la cara, y casi parecía hermosa.

Cuando dejé la bandeja sobre la mesa que mi amo y yo habíamos movido aquella mañana, María Thins se acercó a mí.

– Yo me encargo -me susurró-. Ya puedes irte. Apura.

Estaba ya en la escalera cuando oí decir a Van Ruijven:

– ¿Dónde está la criada de los ojos grandes? ¿Ya se ha ido? Me habría gustado echarle un vistazo.

– ¡Vamos, vamos! -exclamó Catharina contenta-. Es el cuadro lo que tiene que mirar ahora.

Volví al banco de la entrada y me senté al lado de Tanneke, que no me dirigió la palabra. Estuvimos sentadas en silencio, zurciendo los puños y escuchando las voces que se escapaban de las ventanas sobre nosotras.

Cuando bajaron, me escabullí a la vuelta de la esquina y esperé hasta que se fueron arrimada a un muro de ladrillo de la Molenpoort, que el sol había caldeado.

Más tarde vino un criado de su casa y desapareció en el estudio. No lo vi salir, pues las niñas habían regresado y querían que les encendiera el fuego para asar manzanas.

A la mañana siguiente, el cuadro había desaparecido. No pude contemplarlo por última vez.

Aquella mañana, cuando llegué a la Lonja de la Carne, oí decir a un hombre que iba delante de mí que habían levantado la cuarentena. Me apresuré al puesto de Pieter. Estaban los dos, el padre y el hijo, y había varias personas esperando a que las sirvieran. Yo las ignoré y me dirigí directamente a Pieter hijo.

– ¿Me puedes atender rápidamente? -le pregunté-. Tengo que ir a ver a mi familia. Sólo quiero tres libras de lengua y otras tres de salchichas.

Pieter dejó lo que estaba haciendo y pasó por alto las voces de indignación de la anciana a la que estaba atendiendo.

– Claro que si yo fuera joven y te sonriera, también me servirías enseguida -le increpó cuando él me dio mis paquetes.

– Ella no me ha sonreído -replicó Pieter. Miró a su padre y luego me pasó un paquete más pequeño-: Para tu familia -me dijo en voz baja.

Ni siquiera le di las gracias; agarré el paquete y me fui a la carrera.

Sólo los ladrones y los niños corren así.

Corrí todo el camino hasta llegar a casa.

Mis padres estaban sentados uno al lado del otro en el banco de la entrada ambos con la cabeza gacha. Cuando llegué hasta ellos, tomé la mano de mi padre y me la llevé a la mejilla. Me senté junto a ellos en silencio.

No había nada que decir.

Después de aquello vino un tiempo de mucha pesadumbre y tristeza. Todo lo que hasta entonces había significado algo -dejar la colada lo más blanca posible, el paseo diario a la compra, la tranquilidad del estudio- dejó de ser importante, aunque seguía estando allí, como cuando te das un golpe y se te queda un bultito bajo la pieclass="underline" sólo te acuerdas cuando lo tocas.

Mi hermana murió al final del verano. Ese otoño fue muy lluvioso. Me pasaba la mayor parte del tiempo tendiendo la ropa en cañas dentro de la casa y moviéndolas para acercarlas al fuego, a fin de que las prendas se secaran antes de que les saliera moho, pero sin quemarlas tampoco.

Tanneke y María Thins se mostraron bastante amables conmigo cuando se enteraron de lo que había pasado con Agnes. Tanneke consiguió controlar su mal humor durante varios días, aunque enseguida empezó a regañarme y a enfadarse, teniendo que ser yo entonces quien la aplacara. María Thins no me hablaba mucho, pero adoptó la costumbre de calmar a su hija cuando ésta se enfurecía conmigo.

Parecía que Catharina no se hubiera enterado de lo de mi hermana o que si se había enterado no lo dejara ver. Enseguida saldría de cuentas y, como había previsto Tanneke, se pasaba la mayor parte del tiempo en la cama, dejando a Johannes a cargo de Maertge. El pequeño empezaba a andar y mantenía muy ocupadas a las niñas.

Las niñas ni siquiera sabían que yo tenía una hermana, así que no se enteraron tampoco de que la había perdido. Sólo Aleydis parecía darse cuenta de que me pasaba algo. A veces venía a sentarse a mi lado y se pegaba a mi cuerpo como un cachorrito buscando calor entre los repliegues de su madre. Me consolaba de una forma sencilla como nadie podía hacerlo.

Un día Cornelia salió al patio, donde yo estaba tendiendo la ropa, y me dio una muñeca vieja.

– Ya no jugamos con ella. Ni siquiera Aleydis. ¿Quieres llevársela a tu hermana? -anunció poniendo cara de buena, y yo supe que había debido de oír a alguien hablar de la muerte de Agnes.

– No, gracias -fue todo lo que alcancé a decir, casi atragantándome con las palabras.

Sonrió y desapareció.

El estudio siguió vacío. No empezó otro cuadro. Se pasaba la mayor parte del tiempo fuera, bien en la Hermandad, bien en Mechelen, la posada de su madre, al otro lado de la plaza. Yo seguía limpiando el estudio, pero se convirtió en una tarea más, en otra habitación más que barrer y a la que quitar el polvo.

Cuando iba a la Lonja de la Carne me costaba trabajo mirar de frente a Pieter el hijo. Su amabilidad me hacía daño. Tendría que corresponderle de alguna manera, pero no lo hacía. Tendría que sentirme halagada, pero no lo estaba. No quería sus atenciones. Llegué a preferir que me despachara su padre, quien me tomaba el pelo, pero no me pedía nada, salvo que me mostrara crítica con la carne que me servía. Ese otoño comimos muy buena carne.

Algún domingo me acercaba a la fábrica de Frans y le apremiaba para que viniera a casa conmigo. Vino dos veces y alegró un poco a mis padres. Hasta hacía un año habían tenido tres hijos en casa; ahora no les quedaba ninguno. Cuando Frans y yo nos juntábamos allí, les recordábamos tiempos mejores. Una vez mi madre incluso se rió, hasta que se dio cuenta y se calló, moviendo reprobatoriamente la cabeza.

– Dios nos ha castigado por dar por supuesta nuestra buena suerte -dijo-. No debemos olvidarlo.

No era fácil ir a casa. Descubrí que después de haber estado sin ir los domingos que duró la cuarentena, mi casa se había convertido en un lugar extraño. Me empezaba a olvidar de dónde guardaba mi madre las cosas, de qué tipo de azulejos recubrían la chimenea y de por dónde entraba el sol en cada momento del día. Tan sólo unos meses después, me costaba menos trabajo describir la casa del Barrio Papista donde trabajaba que la de mi familia.

A Frans, sobre todo, se le hacía cuesta arriba ir a casa. Tras muchos días y noches de trabajo le apetecía reírse y bromear o, al menos, dormir. Supongo que yo lo coaccionaba con la esperanza de que la familia volviera a estar unida. Pero era imposible. Después del accidente de mi padre ya no éramos la misma familia.