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– ¿No sabes quién es?

– No.

– ¿Recuerdas el cuadro que vimos en el Ayuntamiento hace unos años? Lo había expuesto Van Ruijven después de comprarlo. Era una vista de Delft desde las puertas de Rotterdam y de Schiedam. Con un cielo que ocupaba gran parte de la pintura y algunos de los edificios iluminados por el sol.

– Sí, uno que tenía arena mezclada con el óleo para que los ladrillos y las tejas parecieran ásperos -añadí yo-. Y se veían unas sombras muy largas en el agua y personas muy chiquitas en la orilla más cercana a nosotros. [1]

– Ése mismo.

Las cuencas de los ojos de mi padre se dilataron, como si todavía tuviera pupilas y estuviera volviendo a mirar el cuadro.

Yo lo recordaba bien, recordaba haber pensado al verlo en todas las veces que me había parado en ese mismo lugar y nunca había visto Delft como lo había visto el pintor.

– ¿Era Van Ruijven ese hombre?

– ¿El patrón? -Padre ahogó una risita-. No, no, niña. Ése era el pintor, Vermeer. Ésos eran Johannes Vermeer y su esposa. Serás la encargada de limpiar su estudio.

A las escasas pertenencias que me llevaba, mi madre añadió otra cofia, otro cuello y otro delantal, a fin de que pudiera cambiármelos y lavarlos todos los días. También me dio una peineta de carey en forma de concha marina, que había sido de mi abuela y era demasiado refinada para una criada, y un libro de rezos para que leyera cuando necesitara aislarme del catolicismo del que iba a verme rodeada.

Mientras reuníamos mis pertenencias, me explicó por qué iba a trabajar con la familia Vermeer.

– Ya sabes que tu nuevo amo es uno de los Hermanos Mayores de la Hermandad de San Lucas, y ya lo era el año pasado cuando tu padre tuvo el accidente.

Asentí, todavía impresionada por ir a trabajar con un artista de su talla.

– La Hermandad cuida de sus miembros lo mejor que puede. ¿Te acuerdas del cepillo al que ha estado dando dinero tu padre durante años? Ese dinero se destina a los maestros necesitados. Pero ya ves que no nos llega, sobre todo mientras Frans esté haciendo su aprendizaje y no entre más dinero en casa. No nos queda más remedio. No recurriremos a la caridad pública mientras podamos arreglárnoslas por nuestra cuenta. Pero tu padre se enteró de que tu nuevo amo buscaba una criada que fuera capaz de limpiar su estudio sin mover nada y dio tu nombre, pensando que era probable que Vermeer, siendo Hermano Mayor y sabiendo nuestra situación, intentara ayudarnos.

Yo fui al grano:

– ¿Cómo se limpia una habitación sin mover nada?

– Pues claro que tendrás que mover las cosas, pero tienes que encontrar la manera de volver a dejarlas tal cual estaban, como si no las hubieras tocado. Lo mismo que haces para tu padre desde que no ve.

Después del accidente nos habíamos acostumbrado a dejar siempre las cosas en el mismo sitio, allí donde él sabía encontrarlas. Pero una cosa era hacer esto para un ciego y otra muy distinta para un hombre con ojos de pintor.

Agnes no me dijo nada después de la visita. Cuando me acosté a su lado en la cama aquella noche, se quedó callada, pero tampoco me dio la espalda. Permaneció con la vista clavada en el techo. Cuando apagué la vela, en la oscuridad total no se distinguía nada. Me volví hacia ella.

– Sabes bien que no quiero irme. Pero tengo que hacerlo.

Silencio.

– Necesitamos el dinero. Desde que Padre tuvo el accidente no entra nada de dinero en casa.

– Ocho stuivers al día no es tanto dinero.

La voz de Agnes era muy ronca, como si tuviera telas de araña en la garganta.

– Con ese dinero puede comer pan toda la familia. Y un poco de queso. Es más de lo que parece.

– Me quedaré sola. Me dejas sola. Primero Frans y ahora tú.

Agnes había sido la que más se había apenado con la marcha de Frans, el año anterior. Los dos solían pelearse como el perro y el gato, pero Agnes se pasó varios días enfurruñada cuando se fue él. Tenía diez años, era la más pequeña de los tres hermanos y no había estado nunca sin nosotros alrededor.

– Madre y Padre seguirán aquí. Y yo vendré los domingos. Además tampoco tenía por qué sorprenderte tanto que Frans se fuera.

Hacía años que sabíamos que nuestro hermano empezaría su aprendizaje cuando cumpliera trece años. Nuestro padre había ahorrado con ahínco para poder costearle el aprendizaje y le gustaba hablar de cómo Frans aprendería nuevos aspectos del oficio y luego volvería y establecerían juntos una fábrica de azulejos.

Ahora nuestro padre se limitaba a sentarse junto a la ventana y nunca hablaba del futuro.

Después del accidente, Frans había pasado dos días en casa y no había vuelto desde entonces. La última vez que lo había visto, había ido yo a la fábrica en la que trabajaba de aprendiz, en el extremo opuesto de la ciudad. Parecía exhausto y tenía quemaduras en los brazos de sacar los azulejos del horno. Me dijo que trabajaba desde que salía el sol y hasta tan tarde que a veces estaba demasiado cansado incluso para comer.

– Padre nunca me dijo que iba a ser así -musitó resentido-. Siempre decía que él le debía todo a su aprendizaje.

– Tal vez fue así -le respondí-. Tal vez también le deba su situación actual.

A la mañana siguiente, cuando me estaba yendo, mi padre salió a tientas hasta la puerta. Abracé a mi madre y a Agnes.

– Enseguida llegará el domingo -dijo mi madre.

Mi padre me entregó algo envuelto en un pañuelo.

– Para que te acuerdes de casa -dijo-. De nosotros.

Era mí azulejo favorito. La mayoría de los azulejos pintados por mi padre que teníamos en casa eran defectuosos -estaban desportillados, mal cortados o tenían la imagen borrosa debido a un horno demasiado caliente-. Éste, sin embargo, mi padre lo había guardado especialmente para nosotros. Era una sencilla imagen con dos figuras, un niño y una niña. No estaban jugando, como se solía representar a los niños en los azulejos. Simplemente avanzaban por un camino y se parecían a Frans y a mí andando juntos; estaba claro que mi padre había pensado en nosotros mientras lo pintaba. El chico iba ligeramente adelantado, pero se había vuelto a decir algo. Tenía cara de pillastre y el pelo revuelto. La niña llevaba la cofia como la llevaba yo -y no como la llevaban la mayoría de las niñas, con las cintas anudadas bajo la barbilla o en la nuca-. A mí me gustaba más un tipo de cofia que me cubría totalmente el cabello y se plegaba en un ancho reborde, que terminaba en punta a ambos lados de mi cara, ocultándome el perfil; sólo de frente se me veía la expresión. Yo siempre la mantenía bien tiesa hirviéndola con mondas de patata.

Me alejé de la casa con mis cosas en un hatillo. Todavía era temprano: nuestros vecinos echaban cubos de agua en los escalones y en la calle delante de sus puertas, y los fregaban. Agnes lo haría ahora en nuestra casa. Así como muchas otras de mis tareas. Tendría menos tiempo para jugar en la calle y junto a los canales. Su vida también iba a cambiar.

La gente me saludaba al pasar con un movimiento de cabeza y me miraba con curiosidad. Nadie me preguntó adónde iba o me dijo una palabra amable. No necesitaban hacerlo, sabían lo que sucedía en las familias cuando el hombre se quedaba sin los medios de ganarse la vida. Sería algo de lo que hablarían más tarde: la pequeña Griet ha entrado a servir, el accidente de su padre ha llevado a la familia a la ruina. No se refocilarían, sin embargo. Lo mismo podría pasarles a ellos.

Había andado toda mi vida por aquella calle, pero nunca había sido tan consciente de que dejaba mi casa atrás. No obstante, cuando torcí al llegar al final de la calle y desaparecí de la visión de mi familia, me resultó más fácil caminar recta y mirar a mi alrededor. La mañana estaba todavía fresca. Nubes grisáceas, bajas, envolvían Delft como una sábana; el sol del verano no estaba aún lo bastante alto para disiparlas con su calor. Iba caminando por la orilla de un canal que era un espejo de luz blanca tintada de verde. A medida que el sol se hiciera más fuerte, el canal se oscurecería hasta tomar el color del musgo.

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[1] “View of Delft”: archivo adjunto [1]