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Lo había ofendido, pero no sabía cómo.

El estudio también era un lugar frío y aburrido. Antes lo llenaba un ambiente de trabajo y de finalidad; era allí donde se pintaban los cuadros. Ahora, aunque enseguida barría y limpiaba la menor mota de polvo, no era más que un cuarto vacío que sólo esperaba que se posara el polvo. No quería que fuera un sitio triste. Quería poderme refugiar en él, como lo había hecho antes.

Una mañana, María Thins vino a abrirme la puerta y la encontró ya abierta. Nos asomamos a la penumbra. Él estaba dormido en la mesa, con la cabeza entre los brazos, de espaldas a la puerta. María Thins se retiró de la puerta.

– Debe de haberse subido aquí por los lloros del niño -dijo en un susurro. Yo intenté volver a mirar, pero ella bloqueaba el paso. Cerró la puerta suavemente-. Déjalo que duerma. Luego subes a limpiar.

Al día siguiente, abrí todos los postigos del estudio y examiné la habitación a mi alrededor en busca de algo que hacer, algo que pudiera tocar sin ofenderle, algo que pudiera mover sin que él lo notara. Todo estaba en su sitio: la mesa, las sillas, la mesa de despacho llena de papeles y libros, el armario con los pinceles y espátulas cuidadosamente dispuestos encima, el caballete arrimado a la pared con las paletas limpias al lado. Los objetos que había pintado habían sido retirados y guardados en el almacén o habían vuelto al uso de la casa.

Una de las campanas de la Iglesia Nueva empezó a dar la hora. Me acerqué a la ventana y me asomé. Al llegar a la sexta campanada sabía lo que haría.

Calenté agua en el fuego, cogí jabón y unos trapos limpios, los llevé al estudio y me puse a limpiar las ventanas. Tenía que subirme a la mesa para llegar a los cristales más altos.

Estaba lavando la última ventana cuando lo oí entrar. Me volví sobre el hombro izquierdo, con los ojos bien abiertos.

– Señor -empecé a decir nerviosa. No sabía cómo explicarle el impulso de limpiar que había tenido.

– Párate ahí.

Me quedé paralizada, espantada de haber hecho algo que iba contra su voluntad.

– No te muevas.

Me miraba como si de repente hubiera aparecido un fantasma en el estudio.

– Lo siento, señor -dije, soltando el trapo en el cubo de agua-. Debería haberle preguntado antes. Pero como ahora no está pintando nada y…

Parecía sorprendido, y entonces agitó la cabeza de un lado a otro.

– ¡Ah, las ventanas! Puedes seguir con lo que estabas haciendo.

Hubiera preferido no limpiar en su presencia, pero como seguía allí parado, no tuve más remedio. Aclaré el trapo en el agua, lo escurrí y volví a pasarlo por dentro y por fuera de los cristales.

Terminé la ventana y me eché un poco atrás, para ver cómo había quedado. Entraba una luz clara.

Él seguía detrás de mí.

– ¿Le parece bien, señor? -le pregunté.

– Vuelve a mirarme por encima del hombro.

Hice lo que me decía. Me estaba estudiando. Volvía a interesarse por mí.

– La luz -dije-. Es más clara ahora.

– Sí -dijo-. Sí.

A la mañana siguiente habían vuelto a poner la mesa en la esquina dedicada a escenario y la habían cubierto con un tapete rojo, amarillo y negro. También habían arrimado una silla a la pared del fondo y encima habían colgado el mapa.

Había empezado de nuevo.

1665

Mi padre quería que volviera a describirle el cuadro.

– ¡Pero si está igual que la última vez! -le dije.

– Quiero volver a oírlo -insistió, acercando el cuerpo al fuego sin levantarse de la silla.

Sonaba igual que Frans cuando era pequeño y le decían que ya no quedaba más comida en la cazuela. Por marzo mi padre empezaba a impacientarse porque acabara el invierno y dejara de hacer frío y saliera el sol. Marzo era un mes impredecible. Era imposible saber lo que podría suceder. Los días más cálidos hacían concebir esperanzas hasta que el hielo y los cielos grises volvían a cubrir la ciudad.

Yo nací en marzo.

Parecía que mi padre odiaba aún más el invierno por haberse quedado ciego. Sus otros sentidos se fortalecieron; se hizo extremadamente sensible al frío y percibía con mayor intensidad que mi madre el olor a cerrado de la casa y el insulso sabor de las verduras guisadas. Sufría mucho cuando el invierno se alargaba.

A mí me daba lástima. Siempre que podía sacaba alguna delicia de la cocina de Tanneke y se la llevaba: compota de cerezas, orejones de albaricoque, embutidos y, una vez, un puñado de pétalos de rosa secos que había encontrado en el armario de Catharina.

– La hija del panadero está de pie en un rincón iluminada por la luz que entra por una ventana -empecé a contarle-. Nos da la cara, pero está mirando por la ventana, a su derecha. Va vestida con un ajustado corpiño de seda y terciopelo amarillo y negro, una falda azul oscuro y una cofia blanca que le cae en dos puntas por debajo de la barbilla [4].

– ¿Como la tuya? -me preguntó mi padre. Nunca me lo había preguntado, aunque siempre le había descrito la cofia del mismo modo.

– Sí, como la mía. Cuando te quedas un rato mirándola -añadí apresuradamente- te das cuenta de que en realidad no la ha pintado con pintura blanca, sino con azul y violeta y amarillo.

– Pero la cofia es blanca, según dices.

– Sí, y eso es lo raro. Está pintada con muchos colores, pero cuando la miras, piensas que es blanca.

– Pintar azulejos es mucho más simple -susurró mi padre-. Sólo tienes que usar el azul. Azul oscuro para los perfiles y azul claro para las sombras. El azul es azul.

Y un azulejo es un azulejo, pensé, y no tiene nada que ver con sus cuadros. Yo quería hacerle entender que el blanco no es blanco sin más. Mi amo me lo había enseñado.

– ¿Y qué está haciendo la chica? -me preguntó pasado un momento.

– Agarra con una mano la jarra de peltre que está encima de la mesa y con la otra mantiene entreabierta la ventana. Está a punto de levantar la jarra y echar el agua que contiene por la ventana, pero se ha parado a mitad de lo que estaba haciendo llevada por una ensoñación o por algo que ha visto en la calle.

– ¿Cuál de las dos cosas?

– No sé. Unas veces parece que una y otras que otra.

Mi padre se dejó caer contra el respaldo de la silla, perplejo.

– Primero me dices que la cofia es blanca, pero no está pintada con blanco. Luego que la chica está haciendo tal cosa o tal otra. Me confundes -se pasó la mano por la frente como si le doliera la cabeza.

– Lo siento, Padre. Estaba intentando describírselo con toda precisión.

– Pero ¿qué cuenta el cuadro?

– Sus cuadros no cuentan nada.

Mi padre no respondió. Había tenido un invierno difícil. De haber estado allí, Agnes habría podido alegrarlo un poco. Ella sabía cómo hacerlo reír.

– ¿Enciendo los braseros? -pregunté, dirigiéndome a mi madre para que no se diera cuenta de mi impaciencia. Desde que se había quedado ciego, cuando le interesaba, enseguida adivinaba de qué humor estabas. No me gustaba que se mostrara tan crítico con un cuadro que no había visto o que lo comparara con los azulejos que pintaba él. Quería decirle que si pudiera ver la pintura comprendería que no había en ella nada confuso. Puede que no contara ninguna historia, pero no por ello dejaba de ser un cuadro del que resultaba difícil apartar la vista.

Mientras mi padre y yo charlábamos, mi madre había estado trajinando a nuestro alrededor, removiendo la olla, alimentando el fuego, poniendo los platos y los vasos en la mesa, afilando el cuchillo del pan. Sin esperar a que me contestara, cogí los braseros y me los llevé a la leñera, donde se guardaba el carbón. Mientras los llenaba me reproché a mí misma el haberme irritado con mi padre.

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[4] “Young woman with a Water Pitcher” Metropolitan Museum of Art, New York: archivo adjunto [4]