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Volví con los braseros a la cocina y los encendí con la lumbre. Después de ponerlos debajo de la mesa, conduje a mi padre hasta su silla, mientras mi madre servía el guiso y llenaba de cerveza nuestros vasos. Mi padre probó un bocado y puso mala cara.

– ¿No te has traído nada del Barrio Papista que dé un poco de sabor a estas gachas? -murmuró.

– No me fue posible. Tanneke ha estado enfadada conmigo y no me he acercado mucho por la cocina -lamenté haber dicho estas palabras no bien salieron de mi boca.

– ¿Por qué? ¿Qué has hecho?

Mi padre intentaba cogerme en falta, a veces incluso se llegaba a poner del lado de Tanneke.

Pensé con agilidad.

– Derramé un poco de cerveza. Una jarra entera.

Mi madre me lanzó una mirada de reproche. Sabía que estaba mintiendo. Si mi padre no hubiera estado tan triste puede que también hubiera notado en mi voz que estaba mintiendo.

Pero cada vez lo hacía mejor.

Cuando me disponía a regresar, mi madre insistió en hacer parte del camino conmigo, aunque caía una lluvia intensa y gélida. Al llegar al canal Rietveld y torcer en dirección de la Plaza del Mercado, mi madre me dijo:

– Pronto vas a cumplir diecisiete.

– La semana que viene -asentí.

– No te falta mucho para ser una mujer hecha y derecha.

– No, no mucho.

Miré fijamente las gotas de lluvia que empedraban el canal. No tenía ganas de pensar en el futuro.

– Me han dicho que el hijo del carnicero te pretende.

– ¿Quién le ha dicho semejante cosa?

A modo de respuesta, mi madre se limitó a sacudirse la lluvia de la cofia y de la toquilla.

Yo me encogí de hombros.

– Estoy segura de que no me hace más caso que a cualquier otra muchacha que pase por su puesto.

Esperaba que me advirtiera, que me dijera que tenía que ser una buena chica, que no debía manchar el nombre de nuestra familia, pero en lugar de ello, dijo:

– No seas antipática con él. Sonríele y muéstrate agradable.

Sus palabras me sorprendieron, pero cuando la miré a los ojos y vi el ansia de carne que podía colmar el hijo de un carnicero, comprendí por qué había dejado a un lado su orgullo.

Al menos no me hizo ningún comentario sobre la mentira que les había contado antes. No podía decirles por qué estaba enfadada conmigo Tanneke. Esa mentira ocultaba otra mentira aún mayor. Tendría que explicar demasiado.

Tanneke había descubierto lo que hacía yo por las tardes cuando se suponía que debía estar cosiendo.

Le estaba ayudando a él.

Había empezado hacía dos meses, una tarde de enero no mucho después de que naciera Franciscus. Hacía mucho frío. Franciscus y Johannes estaban los dos malos con bronquitis y problemas respiratorios. Catharina y el ama de cría se estaban ocupando de ellos junto a la estufa del lavadero, mientras que el resto estábamos sentadas cerca del fuego de la cocina.

Sólo faltaba él. Estaba arriba. El frío no parecía afectarle. Catharina se acercó y se detuvo en el umbral entre la cocina y el lavadero.

– Alguien tiene que ir a la botica -anunció muy sofocada-. Necesito unas cosas para darles a los niños.

Me miró intencionadamente.

Normalmente yo hubiera sido la última elegida para hacer ese recado. Ir a la botica no era como ir a la carnicería o la pescadería, unas tareas que Catharina siguió dejando a mi cargo después del nacimiento de Franciscus. El boticario era una persona muy respetada, y a Catharina y a María Thins les gustaba ir a verle. A mí no se me permitían esos lujos. Sin embargo, cuando hacía frío, todos los recados le eran encomendados a la persona menos importante de la casa.

Por una vez, Maertge y Lisbeth no me pidieron que las dejara ir conmigo. Me cubrí con un manto de lana y varias toquillas mientras Catharina me explicaba que tenía que pedir flor de saúco y jarabe de tusílago. Cornelia zascandileaba alrededor viendo cómo me remetía las puntas de las toquillas.

– ¿Puedo ir contigo? -me preguntó sonriendo con un candor bien ensayado. A veces me hacía pensar que tal vez la juzgaba con demasiada severidad.

– No -respondió por mí Catharina-. Hace demasiado frío. Ya basta con tener dos enfermos, para que caigas tú también mala. Vete ya -dijo, dirigiéndose a mí-. Y apúrate.

Cerré la puerta y salí a la calle. Estaba muy silenciosa: con muy buen criterio, la gente estaba acurrucada al calor de sus hogares. El canal estaba helado; el cielo, de un gris amenazador. El viento me daba de frente y hundí la nariz entre los repliegues de lana, entonces oí que me llamaban. Miré alrededor, pensando que Cornelia habría venido detrás de mí. La puerta estaba cerrada.

Miré arriba. Él había abierto la ventana y asomaba la cabeza.

– ¿Sí, señor?

– ¿Adónde vas, Griet?

– A la botica, señor. Me ha mandado la señora. Para los pequeños.

– ¿Podrías traerme algo a mí también?

– Pues claro, señor.

De pronto, el viento parecía menos gélido.

– Espera, voy a apuntártelo -desapareció y yo esperé. Pasado un momento volvió a aparecer y me tiró una bolsita de cuero-: Dale al boticario el papel que va dentro y tráeme lo que te entregue él.

Yo asentí y me metí la bolsita bajo la toquilla, contenta de hacer este encargo secreto.

La botica se encontraba en la Koornmarkt, en dirección a la puerta de Rotterdam. Aunque no era una gran distancia, cuando llegué apenas podía articular palabra, pues cada bocanada de aire parecía haberme congelado por dentro.

Nunca había estado en una botica, ni siquiera antes de entrar de sirvienta: mi madre preparaba ella misma todos nuestros remedios. Ésta ocupaba una pequeña habitación, cubierta en sus cuatro paredes con estantes del suelo al techo que contenían botellas de todos los tamaños, retortas y tarros de barro, todos ellos cuidadosamente identificados. Sospeché que aunque pudiera leer los nombres escritos en ellos, tampoco entendería lo que contenían. Pese a que el frío mata todos los olores, un aroma desconocido para mí impregnaba el ambiente, como en el bosque, escondido bajo las hojas que se están pudriendo.

Sólo había visto una vez al boticario, unas semanas antes en la fiesta del nacimiento de Franciscus. Era un hombre calvo y flaco que me recordaba a un polluelo. Se sorprendió al verme. Poca gente se aventuraba a salir con aquel frío. Estaba sentado detrás de una mesa, con una báscula de precisión a su lado, y esperó a que yo hablara.

– Me mandan mi amo y mi ama -dije con voz entrecortada cuando tuve la garganta lo bastante caliente para poder hablar. Él me miró desconcertado y yo añadí-: Los Vermeer.

– ¡Ah! ¿Cómo va la familia?

– Los pequeños están enfermos. Mi señora necesita flor de saúco y un jarabe de tusílago. Y mi amo… -le entregué la bolsita de cuero.

Él la tomó extrañado, pero cuando leyó el papelito que iba dentro hizo un gesto con la cabeza, asintiendo.

– No me queda carboncillo, ni ocre -dijo entre dientes-. Eso se arregla fácilmente. Pero qué raro; nunca había enviado a nadie a por los ingredientes para hacer los colores -levantó la vista del papel y me miró de reojo-. Siempre viene él a buscarlos. Me sorprende.

Yo no dije nada.

– Siéntate, pues. Aquí detrás, junto al fuego, mientras preparo lo que tienes que llevar.

Entonces lo vi muy atareado, abriendo tarros y pesando montoncitos de flores secas, midiendo el jarabe y vertiéndolo en un frasco, envolviendo cuidadosamente cada cosa con papel y cordel. Unos paquetitos los metió en la bolsita de cuero. Los otros los dejó sueltos.

– ¿Necesita algún lienzo? -me preguntó por encima del hombro, al tiempo que devolvía a su sitio, en uno de los estantes más altos, uno de los tarros.

– Cómo voy a saberlo, señor. Sólo me dijo que le llevara lo que estaba apuntado en el papel.