– Es sorprendente, verdaderamente sorprendente -me miró de arriba abajo. Me enderecé; tanta atención por su parte me hizo desear ser más alta-. Bueno, después de todo hace mucho frío -continuó-, sólo habría salido si se hubiera visto obligado a hacerlo -me entregó los paquetes y la bolsita de cuero y me abrió la puerta.
Ya en la calle, me volví y vi que seguía observándome por la mirilla de la puerta.
De vuelta en la casa, me dirigí primero a Catharina y le di los paquetes que venían sueltos. Luego me apresuré a las escaleras. Él había bajado y me esperaba. Yo me saqué la bolsita de debajo de la toquilla y se la entregué.
– Gracias, Griet -dijo.
– ¿Qué hacéis? -Cornelia nos observaba desde el fondo del pasillo.
Para mi sorpresa, él no le contestó. Sencillamente se dio la vuelta y volvió a subir las escaleras, dejándome sola frente a la niña.
La respuesta más sencilla era decir la verdad, aunque a veces me sentía incómoda diciéndole la verdad a Cornelia. Nunca estaba segura de qué iba hacer ella después de saberla.
– He comprado unos ingredientes para las mezclas de color de tu padre -le expliqué.
– ¿Te lo pidió él?
A esa pregunta respondí como había hecho su padre: me alejé hacia la cocina, quitándome las toquillas por el camino. Temía contestar porque no quería perjudicarle a él. Ya me había dado cuenta de que era mejor que nadie supiera que le había hecho un recado.
Me pregunté si Cornelia le contaría a su madre lo que había visto. Pese a su corta edad era astuta como su abuela. Podría ser que atesorara la información y eligiera cuidadosamente el momento de revelarla.
Unos días después, ella misma contestó a esta pregunta. Fue un domingo; yo estaba en la bodega, buscando en el arconcito donde guardaba mis pertenencias un cuello que me había bordado mi madre, pues quería ponérmelo. Enseguida me di cuenta de que habían estado revolviendo en mis cosas: los cuellos no habían sido doblados de nuevo, una de mis camisolas estaba hecha una bola y metida en una esquina, la peineta de carey fuera del pañuelo que la envolvía. Sin embargo, el pañuelo donde estaba guardado el azulejo que me había dado mi padre estaba tan bien doblado que sospeché algo. Cuando lo abrí, el azulejo se separó en dos trozos. Se había roto de tal forma que el niño y la niña habían quedado separados, el niño miraba ahora al vacío detrás de él; y la niña aparecía completamente sola su cara oculta por la cofia.
Me eché a llorar. Nunca podría haber sospechado Cornelia lo que me iba a doler aquello. Me habría entristecido menos si hubiera separado nuestras cabezas de nuestros cuerpos.
Empezó a darme otras tareas. Otro día me dijo que de vuelta de la pescadería le comprara aceite de linaza en la botica. Tenía que dejarlo al pie de la escalera a fin de no molestarlos a él y a la modelo. Eso dijo. Tal vez pensó que María Thins o Tanneke o Cornelia podrían reparar en que yo había subido al estudio a una hora inusual.
No era una casa en la que se pudieran guardar secretos. Otro día me pidió que le preguntara al carnicero si tenía una vejiga de cerdo. No podía imaginarme para qué la quería hasta que más tarde me pidió que todas las mañanas, después de limpiar el estudio, le dejara preparadas las pinturas que iba a necesitar. Abrió los cajones del armario que estaba al lado del caballete y me mostró en dónde se guardaba cada pintura, nombrando los colores conforme me los iba enseñando. Muchos de los nombres no los había oído en mi vida: ultramarino, bermellón, masicote. Los marrones y los ocres de Siena y el carboncillo y el blanco de plomo se guardaban en unos tarritos de barro, cubiertos con pergamino para que no se secaran. Los colores más valiosos -los azules y los rojos y los amarillos- se guardaban en pequeñas cantidades en vejigas de cerdo. Se les practicaba un agujerito y se las apretaba para sacar la pintura y luego se las volvía a cerrar con un clavo pequeño.
Una mañana cuando estaba limpiando, entró y me Pidió que posara en lugar de la hija del panadero, que estaba enferma y no podía ir.
– Quiero observar una cosa -me explicó-, y tiene que haber alguien en el sitio que ocupa ella.
Yo ocupé su lugar obedientemente, una mano en el asa de la jarra y la otra en la ventana entreabierta, de tal modo que una gélida corriente me cortaba la cara y el pecho.
Tal vez por eso está enferma la hija del panadero, pensé. Él había abierto todos los postigos. Nunca había visto la habitación con tanta luz.
– Baja la barbilla -me dijo-. Y mira hacia abajo, no a mí. Así. No te muevas.
Estaba sentado junto al caballete. No cogió ni la paleta ni la espátula ni los pinceles. Estaba sencillamente sentado, con las manos en el regazo, mirando.
Me sonrojé. No me había dado cuenta de que me iba a mirar tan fijo.
Procuré pensar en otra cosa. Miré por la ventana y observé una barcaza que avanzaba por el canal. El barquero era el mismo hombre que me había ayudado a rescatar la jarra el primer día que llegué a la casa. Cuántas cosas habían cambiado desde aquella primera mañana, pensé. Entonces no había visto ninguno de sus cuadros. Hoy estoy posando para uno.
– Deja de mirar a lo que estás mirando -me dijo-. Te lo noto en la cara. Te distrae.
Intenté no mirar a nada y pensar en otras cosas. Pensé en un día que había salido al campo con mi familia a buscar hierbas. Pensé en una ejecución en la horca que había visto en la Plaza del Mercado el año anterior de una mujer que había matado a su hija estando borracha. Pensé en la expresión de la cara de Agnes la última vez que la había visto.
– Piensas demasiado -me dijo, girándose en el asiento. Me sentí como si hubiera lavado un barreño lleno de sábanas y no hubiera logrado dejarlas limpias.
– Lo siento, señor, no sé qué hacer.
– Inténtalo cerrando los ojos.
Los cerré. Pasado un momento, sentí el marco de la ventana y la jarra en mis manos, anclándome. Luego fui consciente de la pared detrás de mí, de la mesa a mi izquierda y del aire helado que entraba por la ventana.
Así se debe de sentir mi padre, pensé, su cuerpo es consciente del lugar que ocupa en el espacio que le rodea.
– Bien -dijo-. Así está bien, Griet. Puedes seguir limpiando.
No había visto cómo se pintaba un cuadro desde el principio. Pensaba que uno pintaba lo que veía, utilizando los colores que veía.
Él me enseñó.
Empezó la pintura de la hija del panadero aplicando una capa gris pálido sobre el lienzo blanco. Luego hizo unas marcas en marrón rojizo que indicaban dónde iban la chica y la mesa y la jarra y la ventana y el mapa. Después de esto pensé que empezaría a pintar lo que veía: la cara de una chica, una falda azul, un corpiño amarillo y negro, un mapa marrón, una jarra y una jofaina plateadas, una pared blanca. En lugar de eso, pintó parches de color: azul donde iba a ir la falda, ocre para el corpiño y el mapa en la pared, rojo para la jarra y la jofaina donde iba ésta metida, otro tono de gris para la pared. Ningún color se correspondía con el del objeto real. Pasaba mucho tiempo dedicado a estos colores falsos, como los llamaba yo.
A veces la chica venía y se pasaba hora tras hora de pie en su sitio, pero cuando miraba el cuadro al día siguiente, no le había añadido ni quitado nada. Sencillamente había zonas de color que no tenían la forma de nada, por mucho rato que me pasara estudiándolas. Sabía lo que se suponía que eran porque limpiaba los objetos que pretendían reproducir y había visto cómo iba vestida la chica porque un día la vi ponerse el corpiño amarillo y negro de Catharina a través de una rendija en la puerta de la Sala Grande.
Dejaba de mala gana preparados los colores que me pedía cada mañana. Un día saqué también un azul. La segunda vez que lo saqué me dijo:
– No, azul ultramarino, no, Griet. Sólo saca los colores que te pido. ¿Por qué lo has preparado si no te lo he pedido? -parecía molesto.