– Lo siento, señor. Es que… -respiré profundamente- lleva una falda azul. Pensé que lo querría, en lugar de dejarla en negro.
– Cuando esté preparado, te lo pediré.
Hice un gesto de asentimiento y me volví y seguí limpiando una de las sillas que tenían en el respaldo dos cabezas de león. Sentía una opresión en el pecho. No quería que se enfadara conmigo.
Abrió la ventana del medio, y un aire frío inundó la habitación.
– Acércate, Griet.
Dejé el paño del polvo en el alféizar y fui hasta él.
– Asómate a la ventana.
Miré hacia afuera. Hacía bastante aire, y las nubes pasaban y desaparecían detrás de la torre de la Iglesia Nueva.
– ¿De qué color son esas nubes?
– Pues blancas, señor.
Levantó ligeramente las cejas.
– ¿Seguro?
Les eché un vistazo.
– Y grises. Tal vez nieve hoy.
– Venga, Griet, puedes hacerlo mucho mejor. Acuérdate de cómo colocabas las verduras.
– ¿Las verduras, señor?
Movió la cabeza suavemente. Había vuelto a incomodarlo. Se me tensó la mandíbula.
– Piensa en cómo separabas los blancos. Los nabos y las cebollas… ¿tienen el mismo blanco?
De pronto comprendí.
– No. En el de los nabos hay verde; en el de las cebollas, amarillo.
– Exactamente. ¿Qué colores ves, entonces, en las nubes?
– Tienen algo de azul -dije después de observarlas unos minutos-. Y también amarillo. ¡Y hay también algo de verde!
Me entró tal excitación que empecé a señalarlas con el dedo. Había visto nubes toda mi vida, pero me sentía como si en ese momento fuera la primera vez que las veía.
Sonrió.
– Te darás cuenta de que hay muy poco blanco puro en las nubes; sin embargo, la gente dice que son blancas. ¿Entiendes ahora por qué no necesito todavía el azul?
– Sí, señor.
No lo entendía realmente, pero no quería admitirlo. Me sentía como si casi lo entendiera.
Cuando por fin empezó a añadir los colores sobre los falsos colores, entendí qué había querido decir. Pintó un azul claro sobre la falda de la chica, y ésta tomó un azul que en algunas partes dejaba ver el negro, más oscuro en la zona que ocupaba la sombra de la mesa; más claro cerca de la ventana. En las zonas de la pared aplicó un amarillo ocre, tras el cual asomaba algo del gris. Se transformó en una pared luminosa, pero no blanca. Descubrí que cuando le daba la luz de frente, no era blanca, sino que era de muchos colores.
La jarra y la jofaina fueron las más complicadas de pintar: tomaron un color amarillo y marrón y verde y azul. Reflejaban el dibujo de la alfombra, el corpiño de la chica, el paño azul que cubría la silla: todo salvo su verdadero color plateado. Y, sin embargo, seguían pareciendo lo que eran: una jarra dentro de una jofaina.
Después de esto no podía parar de observar las cosas.
Cuando quería que lo ayudara a fabricar las pinturas resultaba más complicado ocultar lo que estaba haciendo. Una mañana me hizo subir con él al desván, al que se accedía por una escalerilla de mano desde el almacén contiguo al estudio. No había subido nunca. Era un cuarto pequeño, con un tejado muy inclinado y una ventana que dejaba entrar bastante luz y una buena vista de la Iglesia Nueva. Estaba casi vacío salvo por un armarito y una mesa de piedra que tenía una concavidad en el medio, dentro de la cual había una piedra con la forma de un huevo al que hubieran cortado un extremo. En la fábrica de mi padre había visto una vez una mesa parecida. También había algunos cacharros -palanganas y platos de barro de poco fondo-, así como unas tenazas junto a la pequeña chimenea.
– Quiero que muelas aquí algunos de los ingredientes de los colores, Griet -dijo, abriendo uno de los cajones del armarito y sacando un palito negro del tamaño de mi dedo meñique-. Esto es un trozo de marfil carbonizado -me explicó-. Es para hacer la pintura negra.
Lo echó en el hueco de la mesa y añadió una sustancia gomosa que olía a animal. Entonces tomó la piedra, a la que llamó moleta, y me enseñó a agarrarla y cómo debía inclinarme sobre la mesa calcando el peso del cuerpo en la piedra para machacar el hueso. Unos minutos después lo había convertido en una fina pasta.
– Ahora inténtalo tú.
Recogió la pasta negra con una paleta, la depositó en un tarrito y sacó otro trozo de marfil carbonizado. Yo agarré la moleta e intenté imitarlo, inclinándome sobre la mesa como él.
– No; tienes que hacer esto con las manos -puso sus manos sobre las mías. De la impresión que me produjo sentir el tacto de sus manos dejé caer la moleta, que rodó sobre la mesa y cayó al suelo.
Me separé de él de un salto y la recogí.
– Lo siento, señor -musité, dejándola en su hueco. No intentó volver a tocarme.
– Sube un poco las manos -me ordenó en su lugar-. Así está bien. Ahora empieza el giro en el hombro y termínalo en la muñeca.
A mí me llevó mucho más tiempo moler mi trozo, pues el roce de su piel me había puesto nerviosa y no daba pie con bola. Además, yo era más baja que él y no estaba acostumbrada al movimiento que había que hacer. Al menos tenía unos brazos fuertes de tanto retorcer la ropa.
– Un poco más fina -me sugirió cuando inspeccionó la pasta. Seguí machacando unos minutos más hasta que decidió que ya estaba lista, y después me hizo tomar una pizca y frotarla entre los dedos para que comprobara por mí misma cómo la quería de fina. Luego puso sobre la mesa varios trozos más.
– Mañana te enseñaré a moler el albayalde. Es mucho más fácil que el negro.
Me quedé mirando el marfil carbonizado.
– ¿Pasa algo, Griet? No te asustarán unos trocitos de hueso, ¿no? No son muy distintos del peine de marfil que utilizas para asear tus cabellos.
Nunca sería lo bastante rica para poseer un peine de marfil. Me peinaba con los dedos.
– No se trata de eso, señor.
El resto de las tareas que me encomendaba podía hacerlas mientras limpiaba el estudio o hacía los recados. Sólo Cornelia había sospechado algo. Pero moler los colores iba a llevarme tiempo; no podía hacerlo cuando se suponía que estaba limpiando el estudio, ni tampoco podía encontrar una explicación de por qué tenía que subir al desván algunas veces, abandonando mis otras tareas.
– Me llevará algo de tiempo -continué con voz tenue.
– Cuando te acostumbres no te llevará tanto tiempo como hoy.
No quería desobedecerle ni llevarle la contraria: era mi amo. Pero temía la furia de las mujeres en el piso de abajo.
– Están esperando a que vaya a comprar la carne, y luego tengo toda la plancha, señor. Me lo ha mandado el ama. Mis palabras sonaron mezquinas.
Él no se movió del sitio.
– ¿A comprar la carne? -repitió frunciendo el ceño.
– Sí, señor. La señora querrá averiguar por qué no puedo hacer mis otras tareas. Tendré que decirle que le estoy ayudando a usted aquí arriba. No me será fácil subir si no hay una razón.
Se produjo un largo silencio. La campana de la torre de la Iglesia Nueva sonó siete veces.
– Ya entiendo -murmuró cuando se callaron las campanadas-. Déjame que lo piense -retiró parte del marfil y volvió a dejarlo en el cajón-. Haz esto ahora -dijo señalando con la barbilla a lo que quedaba-. No te llevará mucho tiempo. Ahora tengo que salir. Déjalo ahí cuando acabes.
Tendría que hablar con Catharina con respecto a mi trabajo. Entonces me sería más fácil hacer lo que me ordenara.
Esperé, pero no le dijo nada.
La solución al problema vino de quien menos me lo podía esperar, de Tanneke. Desde el nacimiento de Franciscus, el ama de cría dormía con ella en el Cuarto de la Crucifixión. Así podía acceder con facilidad a la Sala Grande cuando tenía que dar de mamar al niño. Catharina insistía en que Franciscus durmiera en una cuna a su lado, aunque no lo amamantara ella. A mí este arreglo me parecía bastante raro, pero cuando conocí un poco mejor a Catharina comprendí que lo que quería era mantener una apariencia de maternidad, pero sin el trabajo que ésta implicaba.