A Tanneke no le gustaba tener que compartir el cuarto con el ama de cría y se quejaba de que ésta se tenía que levantar muchas veces para atender al pequeño y que cuando no estaba levantándose estaba roncando. Tanneke se lo contaba a todo el mundo, la escucharan o no. Empezó a flaquear en su trabajo y le echaba la culpa a la falta de sueño. María Thins le dijo que no se podía hacer nada, pero Tanneke seguía gruñendo. Me lanzaba unas miradas terribles, pues antes de que yo entrara a trabajar en la casa, ella dormía en donde lo hacía yo, en la bodega, siempre que era necesaria la presencia del ama de cría.
Una tarde incluso recurrió a Catharina. Ésta, pese al frío reinante, se estaba preparando para una velada en la casa de los Van Ruijven. Estaba de buen humor, llevar las perlas y la pelliza amarilla siempre la ponía contenta. Se había anudado sobre la pelliza un amplío peinador de lino que le cubría los hombros y protegía la piel de armiño de los polvos con los que se estaba empolvando la cara. Mientras Tanneke recitaba sus quejas, Catharina no dejó de empolvarse, comprobando el resultado en un espejo que sostenía en la otra mano. Llevaba el, cabello trenzado y adornado con cintas y, mientras fuera capaz de mantener la expresión de contento, estaba muy guapa; la combinación de cabello rubio y ojos castaños le daba un aspecto exótico.
Por fin alzó la mano y, agitando la brocha en el aire, exclamó entre risas:
– Para ya! Necesitamos al ama de cría y tiene que dormir cerca de mí. En el cuarto de la chica no hay espacio, pero en el tuyo sí, por eso la acomodamos ahí. No se puede hacer nada. Así que para qué me vienes a molestar con esto.
– Tal vez se podría hacer algo -dijo él.
Yo levanté la vista del ropero donde estaba buscando un delantal para Lisbeth. Él estaba en la puerta. Catharina se quedó mirando a su marido sorprendida. Raramente se inmiscuía en la marcha de la casa.
– Pon una cama en el desván y que duerma alguien en ella. Griet, tal vez.
– ¿Griet? ¿En el desván? ¿Por qué? -exclamó Catharina.
– Porque así Tanneke podrá dormir en la bodega, cono, al parecer, prefiere -le explicó él suavemente.
– Pero… -Catharina se detuvo, confusa. Parecía que no estaba de acuerdo con la idea, pero no podía decir por qué.
– Pues sí, señora -intervino Tanneke con cierta impaciencia-. Eso facilitaría las cosas.
Me miró.
Yo me puse a doblar la ropa de las niñas, aunque ya estaba ordenada, para parecer ocupada.
– Pero ¿qué pasará con la llave del estudio? -Catharina finalmente encontró un argumento. Sólo había una manera de llegar al desván: por la escalera de mano del almacén contiguo al estudio, que por la noche se cerraba con llave-. No le podemos dar la llave a una criada.
– No necesitará la llave -contestó él-. Puedes cerrar la puerta del estudio cuando ella se haya ido a la cama. Y luego por la mañana podrá limpiarlo antes de que vayas a abrirlo,
Dejé de doblar la ropa. No me gustaba la idea de quedarme encerrada bajo llave por la noche.
Por desgracia, esta idea pareció complacer a Catharina. Tal vez pensó que dejándome encerrada me mantendría lejos de su vista y a buen recaudo.
– Está bien -asintió. Por lo general no le llevaba mucho tiempo decidir-. Mañana trasladaréis una cama al desván. Será algo temporal -añadió-, hasta que dejemos de necesitar al ama de cría.
Sí, tan temporal como ir a comprar el pescado y la carne pensé.
– Sube un momento conmigo al estudio -dijo él. La miraba de una forma que yo había aprendido a reconocer, con la mirada del pintor.
– ¿Yo? -Catharina le sonrió a su marido.
No solía invitarla al estudio. Ella dejó la brocha haciendo una floritura con la mano y empezó a quitarse el peinador, que estaba cubierto de polvos.
Él se acercó a ella y le agarró la mano.
– No te lo quites.
Esto fue casi tan sorprendente como su sugerencia de que yo me mudara a dormir al desván. Tanneke y yo nos miramos mientras él conducía a Catharina escaleras arriba.
Al día siguiente, la hija del panadero empezó a ponerse el amplio peinador blanco a modo de esclavina para posar para el cuadro.
María Thins no se dejaba engañar fácilmente. Cuando oyó a Tanneke contarle entusiasmada que se iba a trasladar a dormir a la bodega y yo al desván, dio una chupada a su pipa, el entrecejo fruncido.
– Vosotras dos podríais cambiaros el sitio sin más -dijo, señalándonos con la pipa- de modo que Griet durmiera con el ama de cría y tú pasaras a la bodega. Entonces no habría necesidad de que nadie se trasladara al desván.
Tanneke no escuchaba: estaba demasiado henchida con su victoria para seguir la lógica de las palabras de su señora.
– Mi señora ha aceptado -dije sencillamente. María Thins me miró de reojo. Un largo rato.
Dormir en el desván me facilitaba el trabajo que tenía que hacer allí, pero seguía contando con muy poco tiempo. Podía levantarme antes o irme a dormir más tarde, pero a veces me daba tanto trabajo que tenía que buscar la manera de subir por las tardes, en el rato en que normalmente me sentaba a coser junto al fuego. Empecé a quejarme de que con la luz que había en la cocina no veía dónde daba las puntadas y que necesitaba la iluminación que tenía en el desván. O decía que me dolía el estómago y necesitaba acostarme. María Thins me echaba la misma mirada de soslayo cada vez que yo daba una de estas excusas para poder subir, pero no hacía ningún comentario. Me acostumbré a mentir.
Una vez que hubo sugerido que yo durmiera en el desván, dejó de mi cuenta la organización de las tareas a fin de poder trabajar para él. Nunca me ayudó mintiendo por mí o preguntándome si me sobraba tiempo para hacer lo que él me encomendaba. Me daba instrucciones por la mañana y esperaba verlas cumplidas al día siguiente.
La fabricación de los colores me compensaba de todos los problemas que tenía para ocultar lo que estaba haciendo. Me llegó a encantar moler las cosas que traía de la botica -los huesos para el carboncillo, el albayalde, la rubia, el masicote- y ver los colores tan brillantes y puros que se conseguían. Aprendí que cuanto más finos moliera los materiales, más intenso era el color. De ser unos granos ásperos y apagados, la rubia se convertía en un fino polvillo de un rojo brillante y, mezclado con aceite de linaza, en una pintura resplandeciente. Había algo mágico en su fabricación así como en la de los otros colores.
Con él aprendí a lavar las sustancias para quitarles las impurezas y extraer sus verdaderos colores. Empleaba una serie de conchas a modo de cuencos en donde enjuagaba y volvía a enjuagar los colores, en ocasiones hasta treinta veces, a fin de quitarles la arena, la grava o la cal. Era un trabajo largo y tedioso, pero resultaba muy gratificante ver cómo el color se aclaraba con cada lavado y se acercaba a lo que se necesitaba.
El único color que no me dejó manipular fue el azul ultramarino. El lapislázuli era tan caro, y el proceso de extracción del azul puro de la piedra tan complicado, que él mismo se encargaba.
Me habitué a estar a su alrededor. A veces estábamos codo con codo en el pequeño desván, yo moliendo el albayalde y él lavando el lapislázuli o quemando los ocres en el fuego. Apenas me dirigía la palabra. Era un hombre callado. Yo tampoco hablaba. Eran unos momentos muy apacibles, luminosos; entraba un raudal de luz por la ventana
Cuando terminábamos, nos lavábamos las manos vertiéndonos el uno al otro agua de una jarra y frotándonoslas. En el desván hacía mucho frío; aunque había una pequeña chimenea que él utilizaba para calentar el aceite de linaza o para quemar los colores, yo no me atrevía a encenderla a no ser que él me lo pidiera. Si no, tendría que explicarles a Catharina y María Thins por qué desaparecían tan rápidamente el carbón y la leña.