Cuando él estaba conmigo no me importaba tanto el frío. Cuando se paraba cerca de mí sentía el calor de su cuerpo. Una tarde estaba lavando el masicote que acababa de moler cuando oí la voz de María Thins en el estudio. Él estaba trabajando en el cuadro; de pie, posando, la hija del panadero lanzaba de cuando en cuando un suspiro.
– ¿Tienes frío, chica? -le preguntó María Thins.
– Un poco -se oyó responder débilmente.
– ¿Por qué no tiene un brasero?
Él hablaba tan bajo que no oí su respuesta.
– No se notará en el cuadro, no si se lo pone a los pies. No nos conviene que vuelva a enfriarse.
De nuevo me quedé sin oír su respuesta.
– Griet puede ir a buscarle uno -sugirió María Thins-. Debe de estar en el desván, porque al parecer tiene dolor de estómago. Voy a buscarla.
Era más rápida de lo que yo hubiera pensado en una mujer de su edad. Apenas había puesto yo un pie en el peldaño superior y ella ya estaba a mitad de la escalera. Yo volví a poner el pie en el desván. No podía evitarla Y no tenía tiempo de ocultar nada.
Cuando María Thins llegó arriba, enseguida se percató de las conchas dispuestas en una hilera sobre la mesa, de la jarra de agua y del delantal que yo llevaba puesto moteado con el amarillo del masicote.
– ¿Así que era esto lo que estabas haciendo, eh? Eso pensaba yo.
Yo bajé la vista. No sabía qué decir.
– Dolor de estómago, ojos irritados. No todos somos tontos aquí, ¿sabes?
Pregúntele a él, deseaba decirle. Él es el amo. Esto es obra suya.
Pero ella no lo llamó. Ni tampoco apareció él al pie de la escalera para explicarle nada.
Se produjo un largo silencio. Entonces María Thins dijo: ¿Cuánto tiempo llevas ayudándole, muchacha?
– Unas semanas, señora.
– Ya había observado que estas últimas semanas estaba pintando más deprisa.
Levanté la vista del suelo. Tenía una expresión calculadora.
– Si le ayudas a pintar más deprisa, muchacha -me dijo en voz baja-, podrás mantener tu puesto. Ni una palabra a mi hija o a Tanneke.
– Sí, señora.
Se rió.
Tendría que haberlo sabido; eres lista. Casi logras engañarme incluso a mí. Ahora vete a buscarle un brasero a esa pobre chica.
Me gustaba dormir en el desván. No me atormentaba ninguna Crucifixión colgada a los pies de la cama. No había ningún cuadro, sino el olor a limpio del aceite de linaza y del almizcle y de los otros pigmentos. Me gustaba la vista de la Iglesia Nueva y el silencio. Allí no subía nadie, salvo él. Las niñas no me visitaban, como lo hacían a veces en la bodega, ni podían hurgar en mis cosas. Me sentía sola allí arriba, posada por encima del ruido doméstico, en situación de verlo todo desde cierta distancia.
Casi como él.
Lo mejor, sin embargo, era que podía pasar más tiempo en el estudio. A veces me envolvía en una manta y bajaba muy entrada la noche cuando la casa estaba en completo silencio. A la luz de una vela examinaba el cuadro en el que él estaba trabajando o abría un postigo para que entrara la luz de la luna. A veces me sentaba a oscuras en una de las sillas con dos cabezas de león en el respaldo, acercándola a la mesa y descansando el codo en el tapete azul y rojo que la cubría. Me imaginaba ataviada con el corpiño amarillo y negro y las perlas, con una copa de vino en la mano, y él sentado al otro lado de la mesa.
Sin embargo, había una cosa del desván que no me gustaba. No me gustaba quedarme encerrada con llave por la noche.
Catharina había hecho que María Thins le devolviera la llave y empezó a ser ella quien abría y cerraba la puerta. Debía de sentir que así tenía cierto control sobre mí. No le hacía mucha gracia que yo durmiera en el desván, pues significaba que estaba más cerca de él y del lugar al que a ella no le estaba permitido entrar, pero por el que yo podía moverme libremente.
Debía de ser difícil para una esposa aceptar este arreglo. No obstante, durante un tiempo funcionó. Durante tiempo me las apañé para desaparecer por las tardes y lavar y moler los colores que él me mandaba. Catharina solía echarse a dormir con frecuencia por entonces; Franciscus no acababa de estabilizarse y la despertaba casi todas las noches, de modo que necesitaba dormir algo durante el día. Tanneke también solía quedarse dormida junto al fuego, y yo podía salir de la cocina sin tener que inventarme una excusa. Las niñas estaban ocupadas con Johannes, enseñándole a andar y a hablar, y raramente notaban mi ausencia. Y si lo hacían, María Thins les decía que había ido a hacerle un recado, a buscarle algo a sus habitaciones o que le estaba cosiendo una cosa que requería la iluminación del desván. Después de todo, eran niñas, absortas en su propio mundo, indiferentes a las vidas de los adultos, salvo cuando les afectaban directamente.
O eso creía yo.
Una tarde estaba lavando albayalde cuando Cornelia me llamó desde abajo. Yo me limpié las manos rápidamente, me quité el delantal que me ponía para trabajar arriba y me puse el que solía llevar, antes de apresurarme por la escalera de mano. Estaba parada en el umbral del estudio, como si estuviera al borde de un charco considerando si dejarse llevar por la tentación de meterse en él.
– ¿Qué pasa?
Me salió un tono brusco.
– Te está buscando Tanneke -Cornelia se volvió y se dirigió a las escaleras. Vaciló-. ¿Me ayudas, Griet? -me pidió con voz quejumbrosa-. Ve tú primero, así si me tropiezo podrás agarrarme. Son muy empinadas estas escaleras.
No era propio de ella el asustarse. Ni siquiera en unas escaleras que no utilizaba con frecuencia. Me conmoví o, tal vez, sencillamente me sentí culpable por lo dura que era con ella. Bajé y al llegar al último escalón me volví con los brazos extendidos.
– Ahora tú.
Cornelia estaba en la cima de la escalera, las manos en los bolsillos del delantal. Empezó a bajar, una mano en la barandilla y la otra cerrada como una bola bien prieta. Cuando había llegado casi abajo del todo, se tiró y cayó contra mi cuerpo, deslizándose hasta el estómago, donde sentí una dolorosa presión. Cuando estuvo de nuevo en el suelo, empezó a reírse, la cabeza alta y los ojos castaños convertidos en minúsculas rendijas.
– Menudo bicho -susurré, lamentando haber sido tan blanda.
Encontré a Tanneke en la cocina, con Johannes en el regazo.
– Dice Cornelia que me buscabas.
– Sí; se le ha roto uno de los cuellos y quiere que se lo zurzas. No me ha dejado que lo hiciera yo; no sé por qué; sabe de sobra que yo zurzo mejor -y cuando fue a darme el cuello sus ojos repararon en mi delantal-: ¿Qué es eso? ¿Estás sangrando?
Bajé la vista. Un tajo de polvo rojo me atravesaba el estómago, definido como una marca en el cristal de una ventana. Por un momento se me vinieron a la cabeza los delantales de Pieter el padre y de Pieter el hijo.
Tanneke se inclinó para mirar de más cerca.
– No es sangre. Parece polvo. ¿Con qué te has manchado?
Yo me quedé mirando la marca. Rubia, pensé. La molí hace unas semanas.
Sólo oí una risa ahogada en el pasillo.
Cornelia había esperado un tiempo para hacer esta travesura. Incluso se las había apañado para subir al desván a robar el polvo de rubia.
No se me ocurrió ninguna respuesta con la rapidez necesaria. Como vacilara, Tanneke empezó a sospechar algo.
– ¿No habrás estado revolviendo en las cosas del amo? -me dijo en tono acusatorio. Después de todo, ella había posado para él y tenía que saber lo que había en el estudio.
– No… era… -me paré. Acusar a Cornelia me parecía mezquino y además probablemente no impediría que Tanneke descubriera lo que hacía en el desván.
– Creo que es mejor que lo vea tu señora -decidió finalmente.
– No -respondí inmediatamente.
Tanneke se irguió todo lo que le era posible con un niño en el regazo.