Mi madre siguió mi mirada.
– ¿Quién es ése?
El hijo dei carnicero.
Me miró con curiosidad, en parte sorprendida y, en parte, temerosa.
– Ve a buscarlo -me susurró-, y tráelo junto a nosotros.
La obedecí y me acerqué a Pieter.
– ¿Qué haces aquí? -le pregunté, sabiendo que no estaba siendo todo lo educada que debía.
Él sonrió.
– Hola, Griet. ¿No me vas a decir nada amable?
– ¿Por qué has venido?
– Asisto a los servicios de todas las iglesias de Delft, para ver cuál me gusta más. Me llevará algún tiempo -cuando vio mi cara, abandonó ese tono; conmigo no valían las bromas-. He venido a verte y a conocer a tus padres.
Me sonrojé de tal forma que me pareció que me había subido la fiebre.
– Preferiría que no lo hubieras hecho -le dije en voz baja.
– ¿Por qué no?
– No tengo más que diecisiete años. Yo no… yo no pienso todavía en esas cosas.
– No hay ninguna prisa -dijo Pieter.
Le miré las manos: estaban limpias, pero todavía le quedaban restos de sangre bajo las uñas. Pensé en las manos de mi amo sobre las mías cuando me estaba enseñando a moler el marfil quemado y me dio un escalofrío.
La gente nos miraba porque era un desconocido para todos los feligreses. Y además era un hombre guapo, incluso yo me daba cuenta de ello, con sus largos rizos rubios, los ojos brillantes y la sonrisa fácil. Varias jóvenes intentaban atraer su atención.
– ¿No me vas a presentar a tus padres?
Lo conduje de mala gana junto a ellos. Pieter saludó a mi madre con una ligera inclinación de cabeza y dio la mano a mi padre, quien dio un paso atrás, inquieto. Desde que había perdido la vista, le intimidaban los desconocidos. Y era la primera vez que conocía a alguien interesado por mí.
– No se preocupe, Padre -musité, mientras mi madre presentaba a Pieter a una vecina-, no va a perderme.
– Ya te hemos perdido, Griet. Te perdimos en el mismo momento en que entraste de criada.
Me alivió pensar que no podía ver las lágrimas que me escocían en los ojos.
Pieter el hijo no vino todas las semanas a nuestra iglesia, pero vino lo bastante a menudo para que todos los domingos me pusiera nerviosa y me pasara todo el tiempo que estábamos sentados en nuestro banco alisándome la falda más de lo que le hacía falta y apretando los labios.
– ¿Ha venido? ¿Está aquí? -me preguntaba mi padre todos los domingos, volviendo la cabeza a un lado y al otro.
Yo dejaba que respondiera mi madre.
– Sí, ahí está -decía. O-: No, no ha venido hoy.
Pieter siempre saludaba a mis padres antes de acercarse a mí. Al principio se sentían incómodos en su presencia. Sin embargo, Pieter les hablaba con soltura, ignorando sus extrañas respuestas o sus largos silencios. Sabía cómo tratar a la gente, pues era mucha la que pasaba por el puesto de su padre en el mercado. Después de algunos domingos, mis padres se acostumbraron a él. La primera vez que mi padre se rió con algo que dijo Pieter se quedó tan perplejo que inmediatamente se puso serio, fruncido el ceño, hasta que Pieter dijo otra cosa que le hizo volver a reír.
Siempre había un momento después de haber hablado con ellos un rato en el que mis padres se retiraban y nos dejaban solos. Con gran sabiduría, Pieter dejaba que fueran ellos los que decidieran cuándo. Las primeras veces no se llegó a producir ese momento. Pero un domingo mi madre tomó a mi padre del brazo con clara deliberación diciéndole:
– Vamos a hablar con el pastor.
Durante varios domingos temí ese momento, hasta que me habitué a estar sola con él y observada por tantos ojos. Pieter a veces se burlaba un poco de mí, pero lo más frecuente es que me preguntara cómo me había ido durante la serrana o que me contara historias que había oído en la Lonja o me describiera las subastas de la Feria de Ganado. Tenía mucha paciencia cuando yo me quedaba muda o me mostraba distante y desabrida.
Nunca me preguntó por mi amo. Nunca le conté que le ayudaba a fabricar los colores. Me agradaba que no me preguntara nada.
Los domingos que venía Pieter, yo me sentía muy confusa. Me descubría pensando en mi amo cuando tendría que estarle escuchando a él.
Un domingo de mayo, cuando llevaba casi un año trabajando en la casa de la Oude Langendijck, mi madre le dijo a Pieter un momento antes de dejarnos solos:
– ¿Vendrás a comer con nosotros después del servicio del domingo que viene?
Pieter sonrió al ver que yo me había quedado mirando con la boca abierta.
– Claro que vendré, con mucho gusto.
Apenas oí lo que dijo después de esto. Cuando por fin marchó y mis padres y yo nos fuimos a casa tuve que morderme el labio para no gritar.
– ¿Por qué no me ha dicho que pensaba invitarlo a comer? -murmuré.
Mi madre me miró de reojo.
– Ya era hora de que lo invitáramos -fue todo lo que dijo.
Tenía razón, habría sido una descortesía por nuestra parte no invitarlo a comer con nosotros. Nunca había jugado a este juego con ningún hombre, pero había visto lo que pasaba a mi alrededor. Si Pieter iba en serio, mis padres tenían que tratarlo con seriedad.
También sabía que para ellos era un sacrificio invitarlo. Mis padres tenían muy poco. Pese a mí sueldo y a lo que mí madre sacaba hilando para fuera, apenas lograban mantenerse, y mucho menos mantener otra boca, por no hablar de la de un carnicero. Yo no podía hacer mucho para ayudarles: llevarme lo que podía de la cocina de Tanneke, un poco de leña, tal vez, o unas cebollas, algo de pan. La semana que lo invitaban comían menos y encendían menos el fuego, para poder darle una comida decente.
Pero insistían en que fuera. No me lo decían a mí, pero probablemente consideraban que darle de comer ahora era una manera de llenar nuestros estómagos en el futuro. La esposa de un carnicero -y sus padres- siempre comía bien. Un poco de hambre ahora acabaría por proporcionarnos un estómago lleno.
Más tarde, cuando empezó a venir de forma regular, Pieter le enviaba a mi madre regalos de carne que ella guisaba para el domingo. Aquel primer domingo, sin embargo, mi madre tuvo la sensatez de no ponerle carne al hijo de un carnicero. Hubiera podido juzgar exactamente lo pobres que éramos por el tipo de pieza. En su lugar, hizo un guiso de pescado, al que echó incluso gambas y langosta. Nunca me dijo cómo se había apañado para comprarlas.
La casa, aunque un tanto destartalada, estaba resplandeciente con todos sus cuidados. Había sacado algunos de los mejores azulejos de mi padre, aquellos que no se había visto obligada a vender, y los limpió y los dispuso en fila en la pared para que Pieter los viera mientras comía. Pieter elogió mucho el guiso de mi madre, y sus palabras parecían sinceras. Ella se puso muy contenta y se ruborizó y sonrió y le sirvió un poco más. Luego Pieter le hizo algunas preguntas a mi padre sobre los azulejos, describiéndoselos uno a uno hasta que mi padre reconocía de cuál se trataba y podía terminar él la descripción.
– Griet tiene el mejor -dijo mi padre, después de recorrer todos los que estaban en la habitación-. Es de ella y su hermano.
– Me gustaría verlo -musitó Pieter.
Yo clavé la vista en mis agrietadas manos, que había descansado en el regazo, y tragué saliva. No les había contado lo que había hecho Cornelia con mi azulejo.
Cuando Pieter se iba, mi madre me susurró que lo acompañara hasta el final de la calle. Caminé a su lado, segura de que nuestros vecinos nos observaban, aunque a decir verdad estaba lloviendo y no había mucha gente fuera. Sentía que mis padres me habían empujado a la calle, que habían hecho un trato y que yo había pasado a las manos de un hombre. Al menos es un buen hombre, pensé, aunque no tenga las manos todo lo limpias que deberían estar.