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Cerca del canal Rietveld había un callejón al que me condujo Pieter, poniendo su mano en la parte baja de mi espalda. Agnes solía esconderse allí cuando jugábamos de niñas. Yo me apoyé en el muro y dejé que Pieter me besara. Estaba tan deseoso que me mordió los labios. Yo no grité, me lamí la sangre salada y miré por encima de su hombro a la tapia de ladrillo que había enfrente mientras él se apretaba contra mí. Me cayó una gota de lluvia en el ojo.

No le dejé hacer todo lo que quería. Pasado un rato, Pieter se apartó. Me tocó la cabeza con la mano. Yo me moví.

– ¿Te gustan las cofias, no? -dijo.

– No tengo el dinero suficiente para peinarme e ir sin cofia -le espeté a modo de respuesta-. Ni tampoco soy… -no terminé la frase. No necesitaba decirle cuáles eran las otras mujeres que no se tapaban el cabello.

– Pero tu cofia te cubre todo el pelo. ¿Por qué? La mayoría de las mujeres se dejan algo de cabello fuera.

No contesté.

– ¿De qué color es tu cabello?

– Castaño.

– ¿Claro u oscuro?

– Oscuro.

Pieter sonrió como si estuviera jugando con un niño de corta edad.

– ¿Liso o rizado?

– Ni uno ni otro. Los dos -hice una mueca, confusa.

– ¿Largo o corto?

Dudé.

– Por debajo de los hombros.

Él siguió sonriéndome, luego me besó de nuevo y volviéndose se encaminó hacia la Plaza del Mercado.

Había dudado porque no quería mentir, pero tampoco quería que él lo supiera. Tenía el pelo largo e indómito. Cuando me lo dejaba sin cubrir parecía que pertenecía a otra Griet, una Griet que iría a un callejón sola con un hombre, y que no era ni tan tranquila ni tan callada ni tan limpia. Una Griet semejante a las mujeres que no se cubrían la cabeza. Por eso mantenía mis cabellos completamente cubiertos, para que no hubiera rastro de esa Gríet.

Terminó el cuadro de la hija del panadero. Esta vez no me pilló de sorpresa, pues dejó de mandarme que moliera y lavara colores. Ya no necesitaba mucha pintura. Tampoco realizó cambios repentinos al final, como había hecho en el cuadro de la mujer con el collar de perlas. Había cambiado cosas antes; había quitado una de las sillas y había movido el mapa de sitio. Estos cambios no me sorprendieron tanto, porque había tenido la oportunidad de pensar yo misma en ellos y sabía que lo que había hecho mejoraba la pintura.

Volvió a traer la cámara oscura de Leeuwenhoek para mirar por última vez a través de ella la escena que estaba pintando. Después de montarla, me permitió mirar a mí también. Aunque seguía sin entender cómo funcionaba, llegué a admirar las escenas que se veían, como si fueran pinturas, dentro de la cámara, las diminutas imágenes inversas de las cosas que había en la habitación. Los colores de los objetos se hacían más intensos -el tapete de la mesa de un rojo más vivo, el mapa de la pared de un marrón más brillante, como un vaso de cerveza alzado al sol-. No estaba segura de en qué forma le ayudaba la cámara en su trabajo, pero me estaba convirtiendo en una especie de María Thins a este respecto: sí le hacía pintar mejor, no me planteaba para qué servía o dejaba de servir.

No pintaba más rápido, sin embargo. El cuadro de la chica con la jarra de agua le llevó cinco meses. Muchas veces me preocupaba el que Maria Thins pudiera recordarme que no le estaba ayudando a pintar más rápido y me dijera que recogiera mis cosas y me fuera.

Pero no lo hizo. Sabía que aquel invierno había estado muy ocupado en la Hermandad, así como en Mechelen. Tal vez había decidido esperar a ver si las cosas cambiaban en el verano. O puede que le costara trabajo recriminárselo, pues le gustaba mucho el cuadro.

– Es una pena que un cuadro tan bueno vaya a acabar en la casa del panadero -comentó ella un día-. Podríamos haberle sacado más si se lo hubiéramos vendido a Van Ruijven.

No cabía duda de que él pintaba y ella hacía los tratos. Al panadero también le gustó el cuadro. El día que vino a verlo fue muy diferente de la visita formal que habían realizado Van Ruijven y su esposa varios meses antes para ver su cuadro. El panadero trajo a toda su familia, incluyendo varios niños y una o dos hermanas. Era un hombre muy alegre; tenía la cara permanentemente encarnada por el calor del horno y parecía que había metido el pelo en un saco de harina. Rechazó el vino que le ofreció María Thins y prefirió una jarra de cerveza. Le gustaban los niños e insistió en que dejaran entrar también al estudio a las cuatro niñas y a Johannes. Ellas también lo querían; siempre que venía de visita les traía una nueva concha para su colección. Esta vez había traído una del tamaño de mi mano, que era rugosa y puntiaguda, con unas marcas amarillo pálido, por fuera, y lisa, con un tono rosa anaranjado, por dentro. A las niñas les encantó y se fueron corriendo en busca del resto de sus conchas. Las subieron y se pusieron a jugar en el almacén con los hijos del panadero, mientras Tanneke y yo servíamos a los invitados mayores en el estudio.

El panadero anunció que el cuadro le satisfacía.

– Mi hija ha salido muy bien en él, y eso me basta -dijo.

Luego Maria Thins se lamentó de que no lo hubiera contemplado con el detenimiento con el que lo habría hecho Van Ruijven, de que tuviera los sentidos embotados por la cerveza que bebía y el desorden en el que vivía. Yo no estaba de acuerdo, pero no lo dije. A mí me pareció que el panadero había reaccionado de una forma sincera ante el cuadro. Van Ruijven exageraba demasiado cuando contemplaba los cuadros, con todas sus edulcoradas palabras y gestos bien estudiados. Era demasiado consciente de que actuaba para un público, mientras que el panadero sencillamente decía lo que pensaba.

Fui a comprobar qué hacían los niños en el almacén. Estaban tirados por el suelo, jugando con las conchas y poniéndolo todo perdido de arena. Los arcones y los libros y los platos y los cojines que se guardaban allí no parecían interesarles.

Cornelia estaba bajando por la escalera de mano del desván. Saltó desde el tercer peldaño y dio un grito de triunfo al caer al suelo. Me miró brevemente y en sus ojos había un reto. Uno de los hijos del panadero, de la edad de Aleydis más o menos, subió unos peldaños y saltó al suelo. Tras él probó Aleydis y luego otro niño y otro y otro.

Nunca había llegado a saber cómo había conseguido Cornelia llegar al desván para robar el trozo de rubia con el que me manchó de rojo el delantal. Era astuta por naturaleza y desaparecía sin que nadie se diera cuenta. Yo no le había dicho nada de este robo ni a Maria Thins ni a él. No estaba segura de que fueran a creerme. En su lugar, me aseguraba de que los colores quedaban bien guardados siempre que no estábamos ni él ni yo en el desván.

Se había tirado en el suelo junto a su hermana Maertge, y no le dije nada entonces. Pero esa noche, revisé mis cosas. No faltaba nada: el azulejo roto, la peineta de carey, mi breviario, los pañuelos bordados, mis cuellos, mis camisolas, mis delantales y cofias. Conté todas las prendas, las separé y volví a doblarlas.

Luego comprobé el armario de los colores, sólo para asegurarme. También estaban intactos, y no parecía que nadie hubiera estado revolviendo en ellos.

Tal vez, después de todo, no estaba siendo más que una niña subiéndose a una escalera y saltando, una niña jugando más que haciendo una fechoría.

El panadero se llevó su cuadro en mayo, pero mi amo no empezó a preparar el escenario del siguiente hasta julio. Yo empecé a agobiarme con el retraso, esperando que Maria Thins me echara la culpa, aunque las dos sabíamos que no era culpa mía. Entonces, un día, la oí decirle a Catharina que un amigo de Van Ruijven había visto el cuadro de su mujer con el collar de perlas y pensaba que ésta debería estar mirando al frente en lugar de a un espejo.