Van Ruijven había decidido que quería un cuadro con la cara de su mujer vuelta hacia el pintor.
– Es una pose que no suele pintar con frecuencia -observó.
No oí la respuesta de Catharina. Dejé por un instante lo que estaba haciendo, barrer el cuarto de las niñas.
– Seguro que recuerdas el último -le dijo Maria Thins-. El de la criada. ¿Recuerdas a Van Ruijven y la criada del vestido rojo? [5]
Catharina sofocó una risita.
– Ésa fue la última vez que apareció alguien mirando de frente en un cuadro suyo -continuó Maria Thins-. ¡Y menudo escándalo se armó! Estaba segura de que iba a negarse cuando Van Ruijven se lo sugirió esta vez, pero ha aceptado.
No podía preguntárselo a Maria Thins porque entonces sabría que había estado escuchándolas. Tampoco a Tanneke, porque ya nunca quería contarme nada de lo que oía. Así que un día que no había mucha gente en el puesto le pregunté a Pieter el hijo qué sabía él de aquella criada del vestido rojo.
– ¡Ah, sí! Se habló mucho de ella en la Lonja -me contestó, con una sonrisita. Se inclinó y volvió a colocar las lenguas que tenían a la venta.
– Hace ya varios años de eso. Decían que Van Ruijven quería que una de sus criadas posara en un cuadro con él. Le pusieron un vestido de su mujer, uno rojo, y Van Ruijven se aseguró de que fuera una escena en la que se bebiera, de modo que cada vez que posaban la hacía beber. Y pasó lo que tenía que pasar: antes de que el cuadro estuviera terminado, ella se había quedado embarazada.
– ¿Y qué pasó con ella? Pieter se encogió de hombros.
– ¿Tú qué crees que les pasa a esa clase de chicas?
Se me heló la sangre en las venas al oír sus palabras. Había oído antes este tipo de historias, pero ninguna de ellas me había tocado tan de cerca. Pensé en mis sueños de ponerme las ropas de Catharina, en cuando Van Ruijven me agarró por la barbilla en el pasillo, en él diciéndole a mi amo: «Debería pintarla».
Pieter dejó de hacer lo que estaba haciendo; se le había puesto cara de preocupación.
– ¿Por qué te interesa tanto?
– No, no me interesa en especial -respondí, como si me diera igual-. Es que oí algo, pero no tiene mayor importancia.
No había estado presente cuando preparó la escena para el cuadro de la hija del panadero; todavía no le ayudaba por entonces. Pero esta vez, sin embargo, cuando la mujer de Van Ruijven vino a posar por primera vez para el nuevo cuadro, yo estaba trabajando en el desván y oí lo que decía él. Ella era una mujer muy callada. Hizo lo que le indicaba sin emitir un solo sonido. Ni siquiera se oyó el taconeo de sus finos zapatos en las baldosas. Él la hizo quedarse de pie al lado de la ventana, que tenía los postigos abiertos, luego la hizo sentar en una de las sillas con leones en el respaldo que estaban dispuestas alrededor de la mesa. Lo oí cerrar algunos de los postigos.
– Este cuadro será más oscuro que el anterior -afirmó.
Ella no respondió. Era como si él estuviera hablando para sí. Pasado un momento me llamó. Cuando aparecí ante él me dijo:
– Griet, ve a buscar la pelliza amarilla de mi mujer y el collar y los pendientes de perlas.
Catharina había salido de visita aquella tarde, de modo que no pude pedirle las joyas. En cualquier caso me asustaba hacerlo. Así que me dirigí al Cuarto de la Crucifixión, donde estaba María Thins, quien abrió el joyero y me entregó el collar y los pendientes. Luego saqué la pelliza del armario de la Sala Grande, la sacudí y la doblé cuidadosamente sobre el brazo. Era la primera vez que sentía su tacto. Hundí la nariz en la piel, y era muy suave, como la de un conejito.
Cuando recorría el pasillo hacia las escaleras, me asaltó el deseo de huir llevándome aquellas riquezas. Podía ir a la estrella en medio de la Plaza del Mercado, elegir una dirección y no volver más.
Pero en lugar de ello volví junto a la mujer de Van Ruijven y la ayudé a ponerse la pelliza. Le quedaba como sí fuera una segunda piel. Después de ponerse los pendientes, se colocó el collar alrededor del cuello. Yo sujeté las cintas para atárselo, pero en ese momento él dijo:
– No te pongas el collar. Déjalo sobre la mesa.
Ella se volvió a sentar. Él se sentó también en su silla y la estudió. A ella no parecía importarlemiraba al vacío, sin ver, como había intentado él que hiciera yo.
– Mírame -le dijo.
Ella lo miró. Tenía unos grandes ojos oscuros, casi negros. Él cubrió la mesa con un tapete, luego lo cambió por el paño azul. Dispuso las perlas formando una línea sobre la mesa, luego en un montón, luego otra vez en línea. Le pidió a ella que se pusiera de pie, que se sentara, que se echara hacia atrás, después hacia adelante.
Pensé que se había olvidado de que yo estaba observándolo desde un rincón, hasta que me dijo:
– Griet, ve a buscar la brocha de empolvarse de Catharina.
Le pidió que sujetara la brocha a la altura de la cara, como si se estuviera empolvando, que la dejara sobre la mesa, pero sin soltarla, que la dejara a un lado. Me la dio:
– Vuélvela a su sitio.
Cuando regresé le había dado pluma y papel. Estaba sentada en la silla, el cuerpo inclinado hacia delante y escribía; a su derecha había un tintero. Mi amo abrió un par de los postigos superiores y cerró el par inferior. La habitación se quedó más oscura, pero la luz iluminó directamente la alta frente de la mujer, el brazo que reposaba sobre la mesa, la manga de la pelliza amarilla. [6]
– Adelanta ligeramente la mano derecha -dijo él-. Ahí está bien.
Ella escribía.
– Mírame -le dijo.
Ella lo miró.
Él cogió un mapa del almacén y lo colgó de la pared detrás de la mujer. Lo quitó. Probó con un pequeño paisaje, con una marina, con la pared sin nada. Entonces desapareció escaleras abajo.
Mientras él estuvo fuera me dediqué a observar detenidamente a la mujer de Van Ruijven. Tal vez era descortés, pero quería ver qué hacía. No se movió. Pareció acomodarse con mayor naturalidad en la pose. Para cuando regresó con una naturaleza muerta de instrumentos musicales, parecía como si siempre se hubiera sentado a escribir en aquella mesa. Me habían contado que antes del cuadro del collar ya la había pintado otra vez, tocando el laúd. Y debía de saber lo que exigía de las modelos. Tal vez, sencillamente, ella era lo que él quería.
Colgó la naturaleza muerta detrás de la mujer y después se sentó de nuevo a estudiarla. Mientras ellos se miraban, yo me sentí como si no estuviera allí. Quería irme, volver a mis colores, pero no me atrevía a molestarlos.
– La próxima vez que vengas, ponte cintas blancas en el pelo en lugar de amarillas, y una amarilla para atártelo -atrás.
Ella asintió con un leve movimiento de cabeza.
– Puedes descansar.
Cuando la dejó ir, yo también me sentí libre de mar
Al día siguiente arrimó una silla más a la mesa. Y al otro, subió el joyero de Catharina y lo colocó encima. Tenía perlas incrustadas alrededor de las pequeñas cerraduras de los cajoncitos.
Van Leeuwenhoek llegó con su cámara oscura cuando él estaba trabajando en el desván.
– Tendrás que conseguirte una tú -le oí decir con su voz grave-. Aunque he de admitir que me da la oportunidad de ver lo que estás pintando. ¿Dónde está la modelo?
– No ha podido venir hoy.
– Pues eso dificulta las cosas.
– No. Griet -me llamó.
Bajé la escalerilla. Cuando entré en el estadio Van Leeuwenhoek me miró pasmado. Sus ojos, castaños muy claros, tenían unos grandes párpados que le hacían parecer soñoliento. Nada más lejos de él, sin embargo; más bien se mostraba alerta y perplejo, tensas las comisuras de los labios. Pese a su sorpresa al verme, su gesto era amable y cuando se repuso de su asombro incluso me hizo una pequeña inclinación de cabeza.