Debe de estar ya arriba, pensé. Debe de haber visto ya lo que he hecho.
Esperé, casi incapaz de agarrar la aguja. No sabía exactamente qué estaba esperando. ¿Me regañaría delante de Tanneke? ¿Me alzaría la voz por primera vez desde que había entrado a servir en su casa? ¿Me diría que le había echado a perder el cuadro?
Tal vez se limitaría a tirar del paño azul hacia abajo, de modo que colgara igual que antes. Tal vez no me diría absolutamente nada.
Más tarde, aquella noche, lo vi brevemente cuando bajó a cenar. No parecía ni contento ni enfadado, ni despreocupado ni ansioso. No me ignoró, pero tampoco me miró.
Cuando subí a acostarme, comprobé si había vuelto a dejarlo como estaba antes de que yo lo tocara.
No había hecho nada. Alcé mi vela a la altura del caballete: había vuelto a perfilar en marrón rojizo los pliegues del paño azul. Había incluido mi cambio.
Esa noche, estuve largo rato despierta en la cama, sonriendo en la oscuridad.
A la mañana siguiente, entró en el estudio cuando yo estaba limpiando alrededor del joyero. Era la primera vez que me veía utilizar mi método de mediciones para volver a dejarlo todo exactamente donde estaba. Había puesto un brazo a lo largo de un lateral del joyero y lo había movido para limpiar por debajo y alrededor. Cuando levanté la vista me estaba observando. No me dijo nada. Tampoco yo dije nada; lo único que me preocupaba era volver a dejar la caja en su sitio exacto. Luego limpié el tapete azul con un trapo húmedo, poniendo especial atención en los nuevos pliegues que yo le había hecho. Me temblaban las manos. Cuando terminé, lo miré.
– Dime, Griet, ¿por qué has cambiado el tapete? -su tono era el mismo que cuando me había preguntado en casa de mis padres qué estaba haciendo con las verduras. Me pensé un momento la respuesta.
– Tiene que haber un poco de desorden en la escena para que contraste con la calma de ella -le expliqué-. Algo que choque al ojo. Pero también tiene que ser agradable de ver, y lo es, porque el tapete y su brazo están en una posición parecida.
Se produjo una larga pausa. Él tenía la vista fija en la mesa. Yo esperé, secándome las manos en el delantal.
– Nunca había pensado que podría aprender algo de una criada -dijo por fin
Un domingo mi madre se unió a nosotros cuando yo estaba describiéndole el nuevo cuadro a mi padre. Pieter nos acompañaba y tenía la vista fija en un trozo de suelo iluminado por un rayo de sol. Siempre se quedaba callado cuando hablábamos de los cuadros de mi amo.
No les conté nada del cambio que había hecho yo y que mi amo había aceptado.
– Pues a mí me parece que sus pinturas no son buenas para el alma -anunció de pronto mi madre. Tenía cara de pocos amigos. Era la primera vez que hacía algún comentarlo sobre lo que pintaba mi amo.
Mi padre volvió la cara hacia ella, sorprendido.
– Son buenos para su bolsillo, diría yo -añadió Frans sarcástico.
Era uno de los escasos domingos que se le había ocurrido venir a casa. Últimamente se había obsesionado con el dinero. Siempre me estaba preguntando cuánto valían las cosas de la casa de la Oude Langendijck, cuánto valían las perlas y la pelliza que aparecían en los cuadros o el joyero con incrustaciones de perla y su contenido; cuántos cuadros había colgados en las paredes y qué tamaño tenían. Yo no le decía mucho. Me apenaba, tratándose como se trataba de mi propio hermano, pero me temía que había empezado a pensar que había formas más fáciles de ganarse la vida que como aprendiz en una fábrica de azulejos. Suponía que no pasaba de ser sólo un sueño, pero era un sueño que yo no quería alimentar con visiones de objetos caros a su alcance -o al de su hermana.
– ¿Qué quiere decir, Madre? -le pregunté, pasando por alto el comentario de Frans.
– Hay algo que suena peligroso en la descripción que haces de sus cuadros -explicó ella-. Por tu forma de hablar de ellos podrían ser escenas religiosas. Es como si la mujer que describes fuera la Virgen María, cuando es sólo una mujer escribiendo una carta. Le das un significado al cuadro que no tiene ni merece tener. Hay en Delft miles de cuadros. Se ven por todas partes, tanto en las tabernas como en las casas de los ricos. Podrías comprar uno en el mercado con dos semanas de tu sueldo.
– Si hiciera tal cosa -repliqué-, usted y Padre no comerían en dos semanas y morirían sin ver el cuadro que había comprado.
Mi padre puso una mueca de desagrado. Frans, que estaba haciendo nudos en un cordel, se quedó mudo. Pieter me miró.
Mi madre permaneció impasible. No solía decir nunca lo que pensaba. Y cuando lo hacía sus palabras valían oro.
– Lo siento, Madre -tartamudeé-. No quería…
– Se te han subido los humos a la cabeza desde que trabajas en su casa -me interrumpió ella-. Has olvidado quién eres y de dónde vienes. Nosotros somos una honesta familia protestante en cuyas necesidades no caben los lujos ni las modas.
Bajé la vista, dolida por sus palabras. Eran palabras de madre, las mismas que le diría yo a una hija mía si estuviera preocupada por ella. Aunque me ofendió que las dijera, al igual que me ofendía que dudara del valor de los cuadros de mi amo, sabía que había bastante de verdad en ellas.
Pieter no se quedó tanto tiempo conmigo en el callejón ese domingo.
Mirar el cuadro a la mañana siguiente fue un tormento. Los bloques de falsos colores estaban terminados y había empezado a perfilar los ojos y la alta cúpula de la frente de la mujer y parte de los pliegues de la manga. El rico tono amarillo de ésta me colmó de ese placer que habían condenado las palabras de mí madre, y me sentí culpable. Intenté imaginarme el cuadro terminado colgado en la carnicería de Pieter el padre, puesto a la venta por diez florines, una sencilla estampa de una mujer escribiendo una carta. No pude.
Esa tarde mi amo estaba de muy buen humor -de lo contrario no me hubiera atrevido a preguntarle-. Me había acostumbrado a calibrar su humor, no por sus parcas palabras o por la expresión de su cara, sino por su forma de moverse por el estudio y el desván. Cuando estaba contento, cuando estaba trabajando a gusto, se movía con decisión de un extremo al otro, sin vacilaciones ni movimientos inútiles. De haber sido aficionado a la música, habría ido canturreando, tarareando o silbando una canción por lo bajo. Cuando las cosas no le iban bien, se paraba, se quedaba mirando por la ventana, giraba abruptamente, empezaba a subir la escalerilla del desván sólo para volverla a bajar al llegar a la mitad.
– Señor -empecé a decirle cuando subió para mezclar aceite de linaza en el albayalde que yo acababa de moler. Estaba trabajando en la piel de la manga. La mujer de Van Ruijven no había ido ese día, pero descubrí que podía pintar partes de ella, sin que estuviera presente.
Levantó las cejas:
– ¿Sí, Griet?
Él y Maertge eran las únicas personas de la casa que siempre me llamaban por mi nombre.
– ¿Son sus cuadros cuadros católicos?
Se quedó parado, sosteniendo el frasco de aceite de linaza sobre la concha que contenía el albayalde.
– Cuadros católicos -repitió. Bajó la mano, golpeando suavemente la mesa al dejar el frasco-. ¿Qué quieres decir con eso de cuadros católicos?
Había hablado sin pensar. Y ahora no sabía qué decir. Intenté una pregunta distinta.
– ¿Por qué hay cuadros en las iglesias católicas?
– ¿Has entrado alguna vez en una iglesia católica, Griet?
– No, señor.
– ¿Entonces no has visto nunca una iglesia con cuadros o estatuas o vidrieras?
– No.
– ¿Sólo has visto cuadros en las casas o en las tiendas o en las posadas?
– Y en el mercado.
– Sí, en el mercado. ¿Te gusta ver cuadros?
– Sí, señor -empezaba a pensar que no contestaría a mi pregunta, que simplemente me haría un sinfín de preguntas.