– ¿Qué ves cuando miras un cuadro?
– Pues, qué voy a ver. Lo que ha pintado el pintor, señor.
Aunque asintió, me pareció que no había dado la respuesta que esperaba.
– Entonces cuando miras el cuadro que hay abajo en el estudio, ¿qué ves?
– No veo a la Virgen María, eso seguro -dije esto más como un desafío a mi madre que como una respuesta a su pregunta.
Se me quedó mirando sorprendido.
– ¿Esperabas ver a la Virgen María?
– ¡Oh, no, señor! -contesté nerviosa.
– ¿Crees que es una pintura católica?
– No sé, señor. Mi madre dice…
– Tu madre no ha visto el cuadro, ¿verdad?
– No.
– Entonces no puede decirte lo que se ve o se deja de ver.
– No.
Aunque tenía razón, no quería oírle criticar a mi madre.
– No son las pinturas las que son católicas o protestantes -dijo-, sino las personas que las contemplan y lo que esperan ver en ellas. Un cuadro en una iglesia es como una vela en una habitación a oscuras: la utilizamos para ver mejor. Es el puente entre nosotros y Dios. Pero no es una vela protestante o católica. No es más que una vela.
– Nosotros no necesitamos cosas que nos ayuden a ver a Dios -repuse-. Tenemos Su Palabra, y eso nos basta.
Él sonrió.
– ¿Sabías, Griet, que a mí me educaron en la fe protestante? Me convertí al catolicismo al casarme. Así que no es necesario que me prediques. Ya he oído esas palabras muchas veces.
Lo miré fijamente. Era la primera vez en mi vida que conocía a alguien que hubiera decidido dejar de ser protestante. No creía que realmente se pudiera cambiar así como así. Pero él lo había hecho.
Parecía que esperaba que yo dijera algo.
– Aunque no he entrado nunca en una iglesia católica -empecé a decir lentamente-, creo que las pinturas que vería en ellas serían parecidas a las suyas. Aunque las suyas no sean escenas de la Biblia, ni de la Virgen y el Niño, ni de Jesucristo en la Cruz -me recorrió un escalofrío al pensar en el cuadro que colgaba sobre mi cama en la bodega.
Volvió a coger el frasco y vertió unas gotas en la concha. Empezó a mezclar el albayalde y el aceite de linaza con la espátula hasta que la pintura tuvo la consistencia de la mantequilla dejada al calor de la cocina. Yo seguí fascinada el movimiento de la espátula plateada en la cremosa pintura blanca.
– Los católicos y los protestantes tienen diferentes actitudes con respecto a la pintura -me explicó sin dejar de mover la espátula-, pero no tienen por qué ser tan distintas como tú te crees. La pintura puede tener un propósito espiritual para los católicos, pero tampoco debes olvidar que los protestantes ven a Dios en todas partes, en todas las cosas. ¿O es que acaso no están celebrando también la Creación Divina cuando pintan cosas cotidianas, como sillas y mesas, aguamaniles, soldados y criadas?
Deseé que mi madre hubiera podido escucharlo. Hasta a ella la habría hecho comprender.
A Catharina no le agradaba tener que dejar en el estudio su joyero, en donde no podía acceder a él cuando quería. Sospechaba de mí, en parte porque yo no le gustaba, pero también porque se dejaba influir por esas historias de todos conocidas de criadas que roban poco a poco la cubertería de plata de sus amos. Que robaran y que tentaran al señor de la casa, eso era lo que las señoras temían siempre de las criadas.
Como pude descubrir con Van Ruijven, sin embargo, era más frecuente que los maridos persiguieran a las criadas que al contrario. Se creían con derecho sobre ellas.
Aunque raramente le consultaba sobre las cosas de la casa, Catharina fue a pedirle a su marido que se hiciera algo al respecto. No oí su conversación. Me lo contó Maertge una mañana. Maertge y yo nos llevábamos bien por entonces. Se había hecho mayor de pronto y, habiendo perdido el interés en las otras niñas de la casa, prefería estar conmigo por la mañana y acompañarme mientras yo hacía mi trabajo. De mí aprendió a remojar la ropa para clarearla al sol, a quitar las manchas de grasa aplicándoles una mezcla de sal y vino, a frotar la plancha con sal gorda para que no se pegara y chamuscara la ropa. Tenía unas manos demasiado delicadas para, meterlas en el agua, sin embargo; la dejaba mirarme, pero no mojarse la manos. Las mías estaban ya destrozadas: encallecidas y rojas y agrietadas, pese a todos los remedios que me ponía mi madre para intentar suavizarlas. Tenía las manos de toda una vida de trabajo y todavía no había cumplido dieciocho años. Maertge se parecía un poco a mi hermana Agnes: vivaracha, curiosa, de decisiones rápidas. Pero también era la mayor de la familia, y mostraba la grave formalidad que suele acompañar a esa posición. Había cuidado de sus hermanas, como yo había cuidado de mi hermano y mi hermana. Eso hace a las niñas precavidas y cautelosas frente a los cambios.
– Mamá quiere que vuelvan a bajar el joyero -me anunció cuando rodeábamos la estrella central de la Plaza del Mercado de camino a la Lonja de la Carne. Ya se lo ha dicho a papá.
– ¿Y qué le dijo él?-intenté parecer despreocupada, mirando de reojo las puntas de la estrella. Recientemente Había reparado en que al abrirme la puerta del estudio por las mañanas, Catharina echaba un vistazo a la mesa donde estaba el joyero.
Maertge vaciló.
– A mamá no le gusta que tú te quedes arriba con sus joyas toda la noche -dijo por fin. No añadió lo que le preocupaba a Catharina: que pudiera coger las perlas que estaban sobre la mesa, meterme la caja bajo el brazo y deslizarme desde la ventana a la calle, fugarme y empezar una nueva vida en otra ciudad.
A su manera, Maertge intentaba avisarme.
– Quiere que vuelvas a dormir abajo -continuó-. El ama de cría se va a ir pronto y no hay ninguna razón para que sigas en el desván. Dijo que o tú o su joyero debe bajar.
– ¿Y qué le contestó tu padre?
– Nada. Dijo que lo pensaría.
Se me encogió el corazón y sentí como si tuviera una losa en el pecho. Catharina le había pedido que escogiera entre yo y el joyero. No podía tenerme a mí arriba y además el joyero. Pero sabía que no quitaría del cuadro ni éste ni las perlas por tenerme a mí en el desván. Me quitaría a mí. Dejaría de ayudarle.
Aminoré el paso. Años de acarrear el agua, retorcer la colada, fregar los suelos, vaciar los orinales, sin que la belleza o el color o la luz entraran en mi vida, se extendían ante mí como un paisaje llano en el que se divisa el mar a lo lejos, pero nunca puedes alcanzarlo. Si no podía trabajar fabricando los colores, si no podía estar cerca de él, no sabía cómo iba a poder seguir trabajando en aquella casa.
Cuando llegamos al puesto de la carne y Pieter el hijo no estaba, se me llenaron los ojos de lágrimas. No me había dado cuenta de que deseaba ver su cara amable y hermosa. Por más confusa que estuviera con respecto a él, Pieter era mi forma de huir, de recordarme, también, que existía otro mundo en el que había cabida para mí. Tal vez no era tan distinta de mis padres, que lo consideraban su salvador, el que llevaría carne a su mesa.
A Pieter el padre le entusiasmaron mis lágrimas.
– Le diré a mi hijo que se te saltaron las lágrimas al ver que no estaba -declaró, limpiando la sangre de la mesa donde cortaba la carne.
– No hará tal cosa -musité-. ¿Qué queremos hoy, Maertge?
– Carne de vaca para guisar -respondió pronta-. Cuatro libras.
Me sequé los ojos con una esquina del delantal.
– Se me ha metido una mosca en el ojo -dije bruscamente-. Tal vez esto no está demasiado limpio. La suciedad atrae a las moscas.
Pieter el padre se rió de buena gana.
– ¡Una mosca en el ojo, dice! ¡Suciedad aquí! Pues claro que hay moscas: vienen por la sangre, no por la suciedad. La mejor carne es la más sangrienta y es la que atrae más a las moscas. Un día lo descubrirás por ti misma. No hace falta que se dé esos aires con nosotros, señora -le guiñó un ojo a Maertge-. ¿Y qué opina esta señorita? ¿Debe la joven Griet criticar el sitio en el que dentro de unos años ella misma estará despachando?