– ¿Le explicó que le estaba ayudando?
– No.
Traté de que no se me notara en la cara lo que sentía, pero la pregunta misma debió de dejar claros mis sentimientos.
– Pero se lo dije yo cuando él se fue -añadió María Thins-. Es una tontería que tengas que andar escondiéndote y ocultándole cosas en su propia casa -pareció que me estaba echando la culpa de ello, pero entonces musitó -Habría pensado otra cosa de él -y se calló de pronto, como si se arrepintiera de haber revelado su pensamiento.
– ¿Qué dijo ella cuando usted se lo contó?
– No la hizo muy feliz, claro, pero teme más su cólera -María Thins vaciló-. Y hay otra razón por la cual no está tan preocupada. Por qué no decírtelo ya: vuelve a estar encinta.
– ¿Otro? -se me escapó. Me sorprendía que Catharina quisiera tener otro hijo cuando andaban tan mal de dinero.
María Thins puso cara de malas pulgas.
– Cuidado con lo que dices, muchacha.
– Lo siento, señora -inmediatamente lamenté haber dicho nada, incluso esa única palabra. No me correspondía a mí decir cuán grande debía ser la familia-. ¿Ha estado ya el médico? -pregunté, tratando de remediarlo.
– No hace falta. Conoce de sobra los síntomas, ya ha pasado por ello bastantes veces -por un momento María Thins dejó ver claramente en su cara sus pensamientos; ella tampoco sabía qué pensar de tener tantos hijos. Su expresión volvió a ser severa-. Tú ocúpate de tus tareas, no te pongas en su camino y ayúdalo a él en el taller, pero no presumas de ello delante de toda la casa. Tu sitio aquí no está seguro.
Yo asentí con una inclinación de cabeza y fijé la vista en sus manos nudosas, que hurgaban en la pipa. La encendió e inhaló varias veces. Luego se rió para sí.
– Nunca habíamos tenido tantos problemas con una criada. ¡El Señor nos asista!
El domingo le llevé la peineta a mi madre. No le conté lo que había sucedido, sólo le dije que era demasiado fina para una criada.
Tras el jaleo de la peineta cambiaron algunas cosas con respecto a mí en la casa. Una gran sorpresa fue cómo empezó a tratarme Catharina. Me esperaba que se mostrara aún más difícil que antes -que me daría más trabajo, que me regañaría a la mínima, que me haría sentir lo más incómoda posible-. En lugar de ello, parecía que me tenía miedo. Del preciado manojo que llevaba colgado a la cintura sacó la llave del estudio y se la entregó de nuevo a María Thins, y nunca más volvió a ser ella la que abriera o cerrara la puerta. Dejó el joyero en el estudio y enviaba a su madre a buscar lo que quería ponerse. Me evitaba todo lo que podía. Cuando me di cuenta de ello, yo también procuraba apartarme de su camino.
Nunca hizo ningún comentario sobre el trabajo que realizaba yo en el desván por las tardes. María Thins debió de inculcarle la idea de que mi ayuda le haría pintar más rápido y, por lo tanto, colaboraría en el mantenimiento del niño que llevaba en su vientre así como en el de sus hijos nacidos. Se había tomado en serio lo que él le había dicho con respecto a la educación de sus hijos, quienes, después de todo, constituían su principal responsabilidad y empezó a estar con ellos más tiempo que antes. Animada por María Thins, incluso empezó a enseñar a leer y a escribir a Maertge y a Lisbeth.
María Thins era más sutil, pero ella también cambió en relación conmigo y me trató con más respeto. Seguía siendo una criada para ella, pero ya no me despachaba con el mismo desinterés ni me ignoraba como hacía a veces con Tanneke. No llegaba tan lejos como para pedirme la opinión, pero me hacía sentir menos excluida de los asuntos familiares.
También me sorprendió que Tanneke se ablandara conmigo. Había llegado a pensar que lo suyo era estar o bien enfadada o bien resentida conmigo, pero a lo mejor ya se le había pasado. O, tal vez, cuando estuvo claro que lo tenía a él de mi lado, pensó que era mejor no enfrentarse conmigo. Tal vez eso es lo que sentían todos. Sea como fuere, el caso es que dejó de derramar cosas en el suelo para que yo tuviera que fregarlo y dejó de murmurar entre dientes y de mirarme de reojo. No me ofreció su amistad, pero se hizo más fácil trabajar a su lado.
Puede que fuera una crueldad por mi parte, pero sentí que le había ganado la batalla. Ella era mayor y llevaba mucho más tiempo con la familia, pero el hecho de que él me prefiriera tenía claramente más peso que su lealtad y su experiencia. Podría haberse tomado a mal este desaire, pero aceptó la derrota mucho mejor de lo que yo hubiera esperado. En el fondo, Tanneke era una persona muy simple y lo único que quería era no tener problemas conmigo. Lo más sencillo era aceptarme.
Aunque su madre se ocupó más de ella, Cornelia no cambió en absoluto. Era la preferida de Catharina, tal vez porque su carácter era el más parecido al de ella, y apenas hizo nada por doblegar sus malas formas. A veces me miraba con sus ojitos castaños claros, la cabeza ladeada dejando que los rizos pelirrojos le cayeran delante de la cara, y yo pensaba en la sonrisa que me había contado Maertge que había puesto mientras le estaban pegando. Y volví a pensar, como lo había hecho el primer día: «Me traerá problemas».
Sin que se me notara, evitaba a Cornelia igual que a su madre. No quería dar pie a ninguna fechoría. Escondí el azulejo roto, el mejor cuello de encaje que me había hecho mi madre y mi mejor pañuelo bordado, a fin de que no pudiera volver a utilizarlos en mi contra.
Él no me trató de forma distinta después del asunto de la peineta. Cuando le di las gracias por defenderme, agitó la cabeza como si estuviera espantándose un moscardón.
Era yo la que me sentía distinta con respecto a él. Me sentía en deuda. Sentía que no podía decirle que no a nada que me pidiera. No se me ocurría nada que él pudiera pedirme y que yo quisiera negarle, pero a pesar de ello no me gustaba la situación en la que me encontraba.
Me había desilusionado, aunque no me gustaba pensar en ello. Me habría gustado que le dijera él mismo a Catharina que yo le ayudaba en su trabajo, que demostrara que no le asustaba decírselo, que me defendía.
Eso es lo que me habría gustado.
Una tarde de mediados de octubre, cuando el nuevo cuadro de la mujer de Van Ruijven estaba casi terminado, María Thins subió al estudio a hablar con él. Debía de saber que yo estaba trabajando en el desván y podía oírla, pero no obstante le habló a él directamente.
Le preguntó qué pensaba pintar a continuación. Al no obtener respuesta le dijo:
– Deberías pintar un cuadro más grande, con más figuras, como los de antes. No otra mujer sola sin más compañía que sus pensamientos. Cuando Van Ruijven venga a ver éste, deberías sugerirle otro. Tal vez una pieza que sea la contrapartida de algo que ya le hayas pintado. Seguro que acepta. Siempre lo hace. Y pagará más.
Él seguía sin responder.
– Cada vez tenemos más deudas -dijo María Thins en tono terminante-. Necesitamos el dinero.
– Puede que pida que sea ella la modelo -dijo él. Habló muy bajo, pero pude oír lo que decía, aunque sólo más tarde entendí el significado de sus palabras.
– ¿Y?
– Nada. Así no.
– Nos preocuparemos por ello cuando suceda, no antes.
Unos días después, Van Ruijven vino a ver el cuadro terminado. Por la mañana mi amo y yo preparamos la habitación para la visita. Él se encargó de bajarle a Catharina el joyero y las perlas, mientras yo guardaba todo lo demás y colocaba las sillas en su sitio. Luego él trasladó el caballete y el cuadro al rincón donde había estado dispuesta la escena pintada y me ordenó que abriera todos los postigos. Esa mañana ayudé a Tanneke a preparar una comida especial para los invitados, y cuando vinieron hacia el mediodía, fue Tanneke la que subió el vino mientras ellos se reunían en el estudio. Cuando bajó, sin embargo, me anunció que iba a ayudarla yo a servir la comida en lugar de Maertge, que ya era lo bastante mayor para sentarse a la mesa con ellos.