– Lo ha decidido mi señora -añadió.
Me sorprendió; la última vez que habían venido a ver un cuadro, María Thins había intentado mantenerme alejada de Van Ruijven. Pero no le dije nada de esto a Tanneke.
– ¿Ha venido también Van Leeuwenhoek? -pregunté en cambio-. Me pareció oír su voz en el pasillo.
Tanneke asintió con gesto ausente. Estaba probando el faisán asado.
– No está mal -susurró-. Puedo llevar la cabeza tan alta como cualquiera de las cocineras de Van Ruijven.
Mientras ella estaba arriba, yo había rociado el faisán con su propio jugo y le había puesto sal, pues Tanneke siempre se quedaba corta.
Cuando bajaron a comer y todos estuvieron sentados, Tanneke y yo empezamos a llevar los platos. Catharina me atravesó con los ojos. Incapaz, como siempre, de ocultar sus pensamientos, estaba horrorizada de verme servir la mesa. Mi amo hizo un gesto como si acabara de romperse un diente con una piedra. Lanzó una fría mirada a Maria Thins, que fingió la más total indiferencia detrás de su copa de vino
Van Ruijven, sin embargo, mostró una sonrisa.
– ¡Ah, la doncellita de los ojos grandes! -exclamó-. preguntaba por dónde andarías. ¿Cómo estás, muchcha?
– Muy bien, señor, gracias -farfullé, sirviéndole un de faisán y alejándome lo más deprisa que pude.
No lo bastante deprisa, sin embargo, pues se las apañó para pasarme una mano por el muslo. Todavía la sentía unos minutos después.
Mientras que la esposa de Van Ruijven y Maertge parecían no darse cuenta de nada, Van Leeuwenhoek se fijaba en todo: en la furia de Catharina, en la irritación de mi amo, en el gesto de indiferencia de Maria Thins, en la mano demasiado larga de Van Ruijven. Cuando le serví, me estudió la cara como buscando en ella una respuesta a por qué una simple criada podía armar semejantes problemas. Le agradecí que no hubiera la más mínima recriminación en su mirada.
Tanneke también se dio cuenta dei revuelo que yo había causado, y por una vez me prestó su ayuda. No nos dijimos nada en la cocina, pero fue ella la que volvió a la mesa con la salsa, a servir más vino o más comida, mientras yo trajinaba con los cacharros. Sólo tuve que volver una vez a la mesa para recoger los platos. Tanneke se dirigió directamente al servicio de Van Ruijven, mientras yo recogía los del otro extremo de la mesa. Van Ruijven me seguía con los ojos de un lado a otro.
Lo mismo que mi amo.
Traté de ignorarlos a ambos y de escuchar lo que decía Maria Thins. Estaba hablando del siguiente cuadro.
– El de la lección de música le gustó mucho, ¿no es cierto? -dijo-. ¿Y qué mejor que continuar con el tema musical en otro cuadro? Después de la lección, un concierto, tal vez, con más figuras, tres o cuatro músicos, un público…
– No. Público no. Yo no pinto públicos.
María Thins lo miró escéptica.
– Venga, venga -intervino oportunamente Van Leeuwenhoek-, seguramente un público es mucho menos interesante que la propia orquesta.
Me gustó que defendiera a mi amo.
– A mí no me gustan especialmente los públicos -anunció Van Ruijven-, pero me gustaría figurar en el cuadro. Yo seré el que toca el laúd -y tras una pausa, añadió-: También quiero que aparezca ella.
No necesité mirarlo para darme cuenta de que era a mí a quien señalaba.
Tanneke me hizo un gesto con la cabeza y yo volví a la cocina con lo poco que había recogido, dejando que ella se llevara el resto. Quería mirar a mi amo, pero no me atreví. Al salir, oí que Catharina decía con gran contento en la voz:
– ¡Qué buena idea! ¡Como en el de usted con la criada vestida de rojo! ¿La recuerda?
El domingo mi madre me habló cuando estábamos solas en la cocina. Mi padre se había quedado fuera disfrutando del sol de octubre mientras nosotras preparábamos la comida.
– Ya sabes que nunca hago caso de las habladurías que se oyen en el mercado -empezó a decir-, pero no es fácil no prestar oídos cuando oyes mencionar el nombre de tu hija.
Enseguida pensé en Pieter el hijo. Nada de lo que hacíamos en el callejón era digno de ir de boca en boca. Había insistido en ello.
– No sé de qué habla, madre -respondí sinceramente.
Mi madre puso una mueca.
– Dicen que tu amo te va a pintar.
Era como si estas palabras le dieran repugnancia.
Yo dejé de revolver la olla que estaba al fuego.
– ¿Quién dice eso?
Mi madre dejó escapar un suspiro, reacia a repetir los chismorreos oídos.
– Unas mujeres que vendían manzanas.
Cuando no respondí, creyó que mi silencio significaba lo peor.
– ¿Por qué no me lo has dicho, Griet?
– ¡Pero si yo misma no he oído nada de eso! Nadie me ha dicho nada.
No me creyó.
– Es verdad -insistí-. Mi amo no me ha dicho nada. Maria Thins tampoco me ha dicho nada. Sólo limpio el estudio. Eso es lo más cerca que llego a estar de sus cuadros -nunca le había hablado del trabajo que hacía en el desván con las pinturas-. ¿Cómo puede andar creyendo a esas mujeres y no a mí?
– Cuando algo se rumorea en el mercado suele haber razones para ello, aunque no sea exactamente verdad lo que se dice.
Mi madre salió de la cocina para llamar a mi padre. No volvió a mencionar el tema aquel día, pero yo empecé a temer que tuviera razón: yo sería la última en enterarme.
Al día siguiente, cuando fui a la Lonja, decidí preguntarle a Pieter el padre sobre el rumor. No me atrevía a hablar de ello con Pieter el hijo. Si mi madre había oído el chismorreo, él también lo habría oído, y sabía que no le habría gustado. Aunque nunca me había dicho nada, no cabía la menor duda de que estaba celoso de mi amo.
Pieter el hijo no estaba en el puesto. No tuve que esperar mucho para que Pieter el padre me dijera algo él mismo.
– ¿Qué es eso que andan diciendo por ahí? -me preguntó con una afectada sonrisa-. ¿Te van a hacer un retrato, no? Y no tardará en parecerte poco mi hijo. Sé ha ido enfurruñado a la Feria, por tu culpa.
– Cuénteme lo que haya oído.
– ¡Ah! ¿Quieres volverlo a oír, verdad? -levantó la voz-. ¿Adorno un poco la historia para el disfrute de unos cuantos?
– ¡Shhh! -le susurré. Sentí que bajo su fanfarronada estaba enfadado conmigo-. Sólo dígame lo que ha oído. Pieter el padre bajó la voz.
– Pues que la cocinera de Van Ruijven anda diciendo que vas a posar al lado de su señor en un cuadro.
– No sé nada de eso -afirmé, consciente incluso mientras las pronunciaba de que, como con mi madre, mis palabras apenas tenían efecto.
Pieter el padre agarró un puñado de riñones de cerdo.
– No es a mí a quien has de explicar todo eso -me dijo pesándolos en la mano.
Esperé unos cuantos días para hablar con María Thins. Quería ver si alguien me decía algo antes. La encontré en el Cuarto de la Crucifixión una tarde que Catharina estaba dormida y Maertge se había llevado al resto de las niñas al Campo de la Feria. Tanneke estaba en la cocina cosiendo y cuidando de Johannes y Franciscus.
– ¿Puedo hablar con usted, señora? -dije sin levantar apenas la voz.
– ¿Qué pasa, muchacha?encendió la pipa y me miró a través de una nube de humo-. ¿Volvemos a tener problemas? -sonaba harta.
– No sé, señora, pero vengo oyendo algo muy extraño.
– Todos venimos oyendo cosas extrañas.
– He oído que…, que voy a posar para una pintura. Junto a Van Ruijven.
María Thins soltó una risita.
– Sí, sí que es algo extraño. Lo andan diciendo por el mercado, ¿no?
Asentí.
María Thins se arrellanó en su asiento y chupó su pipa.
– Y dime, ¿qué opinas tú de estar en ese cuadro?
No sabía qué contestar.
– ¿Que qué opino, señora? -repetí como una estúpida.
– No me tomaría la molestia de hacerle esta pregunta a todo el mundo. A Tanneke, por ejemplo. Cuando él la pintó, se pasó meses posando con el cántaro de la leche en alto sin que un solo pensamiento cruzara su mente. Dios la bendiga. Pero tú…, no. Hay cosas, toda suerte de cosas, que piensas y no dices. ¿Qué cosas son ésas?, me digo.