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Dije la única cosa sensata que sabía que iba a entender.

– No tengo ganas de posar al lado de Van Ruijven, señora. No creo que vaya con buenas intenciones.

Mis palabras sonaron serias.

– Nunca va con buenas intenciones cuando se trata de jovencitas.

Yo me limpié nerviosamente las manos en el delantal.

– Al parecer te ha salido un defensor de tu honor -continuó-. Mi yerno no está más convencido de pintarte al lado de Van Ruijven que tú de posar con él.

No traté de ocultar mi alivio.

– Pero Van Ruijven es su patrón y es un hombre rico y poderoso -me previno María Thins-. No podemos permitirnos ofenderle.

– ¿Qué le van a decir, señora?

– Todavía estoy decidiéndolo. Mientras tanto, tendrás que aguantarte con los rumores. No contestes; lo último que queremos es que le lleguen a Van Ruijven habladurías de que te niegas a posar a su lado.

La inquietud se me debió de notar en la cara.

– No te preocupes, muchacha -refunfuñó Maria Thins, golpeando la pipa en el borde de la mesa para soltarle las cenizas-. Nosotros nos ocuparemos de ello. Mantén la cabeza gacha y cumple con tus obligaciones. Y ni una palabra a nadie.

– Sí, señora.

Sí que se lo dije a una persona, sin embargo. Me pareció que tenía que hacerlo.

Había sido bastante fácil evitar a Pieter el hijo: durante toda esa semana se celebraron en la Feria de Ganado las subastas de los animales que habían sido engordados durante el verano y el otoño en los pastos y que estaban ya a punto para ser llevados al matadero antes de que entrara el invierno. Pieter había ido todos los días.

Al día siguiente de haber hablado con Maria Thins, por la tarde, salí de la casa sin decir nada a nadie para ir a buscarlo al Campo de la Feria, justo al volver la esquina de la Oude Langendijck. Por la tarde estaba más tranquilo que por la mañana, cuando tenían lugar las subastas. La mayoría de las bestias ya habían desaparecido, y los hombres formaban corrillos bajo los plátanos que flanqueaban la plaza, contando el dinero y comentando los negocios que se habían hecho aquella mañana. Las hojas de los árboles estaban amarillas y al caer al suelo se mezclaban con el estiércol y la orina, que se olía ya mucho antes de llegar a la Feria.

Pieter el hijo estaba sentado junto a otro hombre a la puerta de una de las tabernas de la plaza, con una jarra de cerveza frente a él. Enzarzado en la conversación, no reparó en mi presencia cuando me paré sin decir palabra junto a su mesa. Fue su compañero quien levantó la vista y le dio un codazo.

– Me gustaría hablar contigo un momento -dije rápidamente sin darle a Pieter ni siquiera la posibilidad de parecer sorprendido.

Su compañero se levantó inmediatamente de un salto, dejándome la banqueta.

– ¿Damos una vuelta? -le sugerí señalando la plaza.

– Claro, claro -dijo Pieter. Le hizo una seña a su amigo y me siguió al otro lado de la calle. Por su expresión no era fácil saber si se alegraba de verme o todo lo contrario.

– ¿Qué tal han estado hoy las subastas? -pregunté torpemente. Nunca se me habían dado bien las conversaciones insustanciales.

Pieter se encogió de hombros. Me tomó por el codo a fin de dirigir mis pasos por detrás de un pila de estiércol y luego me soltó.

Yo me di por vencida.

– Andan hablando de mí en el mercado -dije bruscamente.

– Siempre se corren rumores sobre todo el mundo en un momento u otro.

– No es verdad lo que se dice. No voy a estar en un cuadro al lado de Van Ruijven.

– Me ha dicho mi padre que le gustas a Van Ruijven.

– Pero eso no significa que vaya a aparecer en un cuadro con él.

– Es muy poderoso.

– Tienes que creerme, Pieter.

– Es muy poderoso -repitió-, y tú no eres más que una criada. ¿Quién crees que ganará esta partida?

– Piensas que voy a ser igual que la criada del vestido

– Sólo si bebes de su vino -Pieter me miró cara a cara.

– Mi amo no quiere pintarme con Van Ruijven -dije de mala gana pasado un momento. Hubiera preferido no nombrarlo.

– Eso está bien. Y yo tampoco quiero que te pinte él.

Cerré los ojos y no dije nada. El olor animal tan cercano empezaba a marearme.

– Te estás dejando pillar donde no debes, Griet -dijo Pieter en un tono más amable-. Su mundo no es el tuyo.

Abrí los ojos y di un paso atrás.

– Vine a contarte que todos esos rumores son falsos, no a que me acusaras de nada. Ahora me arrepiento de haberme preocupado por ti.

– No te arrepientas. De veras te creo -suspiró-. Pero no tienes mucho poder para cambiar las cosas. Seguro que te das cuenta de eso, ¿no?

Al no contestar yo, añadió:

– ¿Crees de verdad que podrías negarte si tu amo quisiera pintar un cuadro contigo y Van Ruijven de modelos?

Era una pregunta que me había hecho a mí misma y para la que no había encontrado respuesta.

– Gracias por recordarme lo desesperado de mi situación -le respondí provocadoramente.

– A mi lado no lo sería. Tendríamos nuestro propio negocio, el dinero que ganáramos sería para nosotros, gobernaríamos nuestras propias vidas. ¿No te gustaría algo así?

Lo miré, sus brillantes ojos azules, sus rizos rubios, su entusiasmo. Era una locura incluso dudarlo.

– No he venido aquí a hablar de esto. Todavía soy demasiado joven -utilicé la vieja excusa. Algún día sería demasiado mayor para seguir utilizándola.

– Nunca sé lo que estás pensando, Griet -insistió él-. Eres tan reservada, tan callada, nunca dices nada. Pero hay algo dentro de ti. Lo veo a veces, escondido detrás de tus ojos.

Me alisé la cofia, comprobando que no se me quedaba ningún mechón fuera.

– Lo único que quería decir es que no hay ningún cuadro -afirmé, pasando por alto lo que él había dicho-. Me lo ha prometido Maria Thins. Pero no se lo digas a nadie. Si te hablan de mí en el mercado no digas nada. No intentes defenderme; tus palabras podrían llegar a oídos de Van Ruijven y terminarían volviéndose en tu contra.

Pieter asintió bajando la cabeza y empujó con el pie una paja sucia.

No siempre será razonable. Un día perderá la paciencia.

Para recompensar su sensatez, le dejé que me condujera a un estrecho pasaje que salía del Campo de la Feria y que recorriera mí cuerpo, deteniéndose y tomando entre sus manos mis redondeces. Intenté abandonarme y sentir placer, pero el olor a excrementos animales me seguía mareando

Al margen de lo que le hubiera dicho a Pieter el hijo, yo misma no las tenía todas conmigo de que María Thins cumpliera su promesa de intentar que no saliera en el cuadro Era una mujer impresionante, astuta para los negocios, segura del lugar que ocupaba, pero no era Van Ruijven. No veía cómo iban a poder negarle lo que les pedía. Había querido un cuadro de su mujer mirando de frente al pintor, y mi amo se lo había pintado. Había querido un cuadro de la criada vestida de rojo y lo había conseguido. Si me quería a mí en un cuadro, no había ninguna razón para que no me tuviera.

Un día, tres hombres que yo no conocía trajeron una espineta en un carro. Un muchacho los seguía con una viola de gamba que era más grande que él. No pertenecían a Van Ruijven los instrumentos, sino a un conocido suyo amante de la música. Toda la casa se congregó en el pasillo para ver cómo se apañaban los hombres con la espineta escaleras arriba. Cornelia estaba parada justo al pie de la escalera; si se les soltara, el instrumento caería directamente sobre ella. Me dieron ganas de acercarme y sacarla de allí, y sin duda lo habría hecho de tratarse de una de las otras niñas. Pero me quedé donde estaba. Fue Catharina la que finalmente le insistió para que se cambiara a un sitio menos peligroso.