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Cuando llegaron arriba, metieron el instrumento en el estudio bajo la supervisión de mi amo. Una vez que se fueron los hombres, llamó a Catharina y le dijo que subiera. María Thins siguió a su hija. Un momento después oímos la música de la espineta. Las niñas se sentaron en las escaleras, mientras que Tanneke y yo la escuchamos de pie en el pasillo.

– ¿Es mi señora la que toca o la tuya? -le pregunté a Tanneke. Me parecía tan poco probable que fuera ninguna de las dos que incluso se me ocurrió que tal vez era él quien tocaba y sólo quería a Catharina como público.

– Es la tuya. ¿Quién iba a ser si no? -me susurró Tanneke-. ¿Para qué iba a haberle dicho que subiera si no? Toca muy bien la señora joven. De niña tocaba mucho, pero su padre se quedó con la espineta cuando mi señora y él se separaron. ¿Nunca la has oído protestar por no poder permitirse un clavicordio?

– No -reflexioné un momento-. ¿Crees que la pintará a ella con Ruijven?

Tanneke debía de haber oído lo que decían en el mercado, pero no me había comentado nada.

– ¡Oh, no! El señor nunca la pinta. No es capaz de quedarse quieta.

Durante los días que siguieron, dispuso la mesa y unas sillas en la esquina donde iba a montar la escena y levantó la tapa de la espineta, que estaba pintada con un paisaje de rocas y árboles y cielo. Extendió un tapete en la mesa que estaba en primer plano y colocó la viola debajo.

Un día María Thins me llamó al Cuarto de la Crucifixión.

– A ver, muchacha, esta tarde vas a hacerme unos recados. Primero tienes que ir a la botica a por flor de saúco e hisopo. Franciscus tiene tos desde que ha vuelto el frío. Luego a María, la hilandera, a por un poco de lana, la suficiente para hacerle un cuello nuevo a Aleydis. ¿No te has dado cuenta de que se le está deshaciendo? -hizo una pausa como si estuviera calculando cuánto tiempo me llevaría ir de un sitio al otro-. Y finalmente te acercas a la casa de Jan Mayer y le preguntas que cuándo estará en Delft su hermano. Viven junto a la Torre Rietveld. Por allí cerca viven tus padres, ¿no? Si quieres, te puedes parar a hacerles una visita.

María Thins nunca me permitía ir a ver a mis padres aparte de los domingos. Entonces caí en la cuenta:

– ¿Viene hoy Van Ruijven, señora?

– Es mejor que no te vea -me contestó solemnemente-. Mejor que no estés en casa. Así si pregunta podremos decirle que has salido.

Me entraron ganas de echarme a reír. Van Ruijven nos tenía a todos -incluida María Thins- corriendo como conejos delante de los perros.

Mi madre se sorprendió al verme aquella tarde. Por suerte estaba una vecina de visita y no me pudo interrogar. Mi padre no pareció muy interesado. Había cambiado mucho desde que yo había dejado la casa, desde la muerte de Agnes. Ya no sentía tanta curiosidad por lo que sucedía en el mundo más allá de su calle, y ya casi nunca me preguntaba qué había por el mercado o por la Oude Langendijck. Sólo los cuadros seguían interesándole.

– Madre -le anuncié cuando nos sentamos frente al fuego-, mi amo va a comenzar el cuadro por el que usted me preguntaba. Van Ruijven ha ido hoy a posar. Todos los que van a figurar en él están allí ahora mismo.

Nuestra vecina, una mujer de ojos brillantes que disfrutaba mucho con los dimes y diretes del mercado, se me quedó mirando como si acabara de ponerle delante un capón asado. Mi madre frunció el ceño: sabía lo que estaba haciendo.

Ya está, pensé. Con esto se acabarán los rumores.

Esa noche mi amo no era el mismo. Le oí contestarle de malas maneras a María Thins en la cena, y luego salió y volvió oliendo a taberna. Estaba subiendo las escaleras para irme a la cama cuando llegó él. Me miró; tenía la cara enrojecida, cansada. Por su expresión no parecía enfadado, sino abrumado, como un hombre al ver toda la leña que ha de cortar o una lavandera ante el montón de la colada.

A la mañana siguiente, no había nada en el estudio que diera alguna indicación de lo que había sucedido el día anterior. Habían colocado dos sillas, una delante de la espineta y la otra de espaldas al pintor. Sobre la silla había un laúd, y un violín a la izquierda de la mesa. La viola seguía en la sombra, bajo la mesa. No era fácil adivinar por esta disposición cuánta gente iba a haber en el cuadro.

Más tarde Maertge me contó que Van Ruijven había venido con su hermana y una de sus hijas.

– ¿Cuántos años tiene su hija? -le pregunté, sin poder reprimir mi curiosidad.

– Creo que diecisiete.

Mi edad.

Unos días después volvieron. Maria Thins me envió a hacer más recados y me dijo que no regresara en toda la mañana. Me habría gustado recordarle que no podía quedarme en la calle cada día que vinieran a posar -el tiempo se estaba poniendo demasiado frío para andar por la calle y además había mucho que hacer-. Pero no dije nada. No podía explicarlo, pero sentía que no tardarían en cambiar las cosas, aunque no sabía en qué sentido.

No podía volver donde mis padres -pensarían que había sucedido algo malo y explicarles lo contrario les llevaría a creer que todavía estaban pasando cosas peores-. En su lugar fui a la fábrica donde estaba Frans de aprendiz. No había vuelto a verlo desde que me había interrogado sobre los objetos de valor que había en la casa. Sus preguntas habían terminado por enfadarme y no había hecho el más mínimo esfuerzo por visitarlo.

La mujer que estaba en la puerta no me reconoció. Cuando le dije que quería ver a Frans, se encogió de hombros y se echó a un lado, desapareciendo sin mostrarme el camino. Entré en un bajo barracón donde unos chicos de la edad de Frans estaban sentados en bancos corridos delante de unas mesas, pintando azulejos. Trabajaban con diseños muy simples, que nada tenían que ver con la elegancia de los de mi padre. Muchos ni siquiera pintaban las figuras principales, sino sólo las florituras que adornaban las esquinas, las hojas y otros ornamentos similares, dejando un blanco en el medio para que lo rellenara un maestro con más experiencia.

Cuando me vieron, dejaron escapar un coro de silbidos tan estridente que quise taparme los oídos. Me dirigí al chico que tenía más cerca y le pregunté por mi hermano. Se puso rojo y metió la cabeza entre los hombros. Aunque yo era una distracción agradable, ninguno respondió a mí pregunta.

Encontré otro edificio más pequeño y más caluroso, en el que se alojaba el horno. Frans estaba allí solo, sin camisa, chorreando de sudor y con una cara espantosa. Le habían salido músculos en el torso y en los brazos. Se estaba haciendo un hombre.

Los trapos que se había atado en los antebrazos y en las manos le hacían parecer torpe, pero cuando sacaba o metía en el horno los azulejos, manejaba las bandejas en las que iban dispuestos con gran destreza y daba la sensación de que no podía quemarse nunca. No me atreví a llamarlo por si se asustaba y dejaba caer una bandeja. Pero me vio antes de que yo hablara e inmediatamente dejó sobre una mesa la bandeja que tenía entre las manos.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Griet? ¿Les ha pasado algo malo a Madre o a Padre?

– No, no; están bien. Sólo he venido a hacerte una visita.

– ¡Oh! -Frans se quitó los trapos que le cubrían las manos, se limpió la cara con uno y bebió un buen trago de cerveza de la jarra que tenía al lado. Se arrimó a la pared y rodó los hombros, como hacen los hombres cuando terminan de descargar una barcaza para aflojar y estirar los músculos. Era la primera vez que le veía hacer ese gesto.

– ¿Todavía sigues trabajando en el horno? ¿No te han cambiado a otra cosa? Al esmaltado o a la pintura, como a esos chicos del otro barracón.

Frans se encogió de hombros.

– Pero si esos chicos tienen tu misma edad. ¿No deberías…? -no pude terminar la frase al ver la cara que ponía.

– Estoy castigado -dijo en voz baja.