Mi madre también se barruntaba algo, aunque no sabía qué A veces no podía mirarla a los ojos. Cuando lo hacía veía un rompecabezas de rabia contenida, de curiosidad, de dolor. Estaba intentando comprender qué le pasaba me había acostumbrado al olor de la linaza. Incluso tenía una botellita al lado de la cama. Por la mañana, cuando me vestía la ponía junto a la ventana para admirar su color, que era parecido al zumo de limón con una gota amarillo de barita.
Ahora llevo ese color, me habría gustado decirles. Me está pintando con ese color.
Pero en lugar de ello, para apartar de la cabeza de mi padre aquel olor, le describí el otro cuadro en el que estaba trabajando mi amo [7].
– Una mujer está sentada delante de una espineta, tocando. Lleva un corpiño amarillo y negro -el mismo que llevaba la hija del panadero en su cuadro-, una falda de satén blanca y cintas también blancas en el pelo. De pie, junto a la curva de la espineta, hay otra mujer cantando con una partitura en la mano. Va vestida con una túnica verde ribeteada de piel sobre un vestido azul. Entre las mujeres hay un hombre sentado de espaldas a nosotros…
– Van Ruijven -interrumpió mi padre.
– Sí, Van Ruijven. Sólo se le ve la espalda, el cabello y una mano sobre el mástil del laúd.
– Lo toca muy mal -añadió mi padre, impaciente.
– Muy mal. Por eso está de espaldas: para que no veamos que ni siquiera sabe agarrar el laúd.
Mi padre se rió, recuperado su buen humor. Oír que un rico era torpe para otras cosas, como la música, por ejemplo, era siempre de su agrado.
No siempre resultaba así de sencillo ponerlo contento. Los domingos sola con mis padres se habían convertido en tal suplicio que casi me alegraba cuando Pieter se quedaba a comer con nosotros. Pieter debía de notar las miradas de preocupación que me lanzaba mi madre, las tristes apostillas de mi padre, los incómodos silencios, tan extraños entre una hija y sus padres. Nunca hizo ningún comentario al respecto, ni pestañeó ni se quedó mudo. En lugar de ello, bromeaba con mi padre, encomiaba a mi madre y me sonreía.
Pieter no me preguntó por qué olía a linaza. No parecía preocuparle que estuviera ocultando algo. Había decidido confiar en mí.
Era un buen hombre.
Pero no podía evitar mirar si tenía las uñas manchadas de sangre.
Debería ponerlas a remojo en agua con sal, pensaba yo. Un día se lo diré.
Era un buen hombre, pero empezaba a impacientarse. Aunque él no decía nada, algunos domingos, en el callejón del canal Rietveld, sentía la impaciencia en sus manos. Me agarraba los muslos con más fuerza de la necesaria, me estrechaba de tal forma que quedaba como encolada a su entrepierna y sentía el bulto de su sexo incluso bajo todas las capas de ropa. Hacía tanto frío que nunca llegábamos a tocarnos directamente en la piel, sólo las texturas y las rugosidades de la lana, los toscos contornos de nuestros miembros.
Las caricias de Pieter no me repelían siempre. A veces, si miraba al cielo por encima de su hombro y veía en las nubes otros colores además del blanco, o pensaba en moler el blanco de plomo o el masicote, sentía un temblor en los pechos y en el vientre y me pegaba a su cuerpo. Siempre le agradaba que respondiera de este modo. No reparaba en que evitaba mirarle a la cara y a las manos.
Aquel domingo del aceite de linaza en el que mis padres es estaban tan tristes y desconcertados, Pieter me llevó luego al callejón. Allí empezó a estrujarme los pechos y a tirarme de los pezones por encima del vestido. Entonces se paró de pronto, me miró con ojos maliciosos y me acarició los hombros y la base del cuello. Antes de que pudiera detenerlo, sus dedos estaban bajo mi cofia, enredados en mis cabellos.
Yo me agarré la cofia con ambas manos.
– ¡No!
Pieter me sonrió; tenía los ojos vidriosos, como si hubiera estado demasiado tiempo mirando al sol. Se las apañó para soltarme un mechón de pelo y se lo enroscó entre los dedos
– Algún día, Griet, lo veré todo. No siempre vas a ser secreto para mí -dejó caer la mano bajo la curva de vientre y se apretó contra mí-. El mes que viene cumples dieciocho años. Hablaré con tu padre entonces.
Yo di un paso atrás; me sentía como si estuviera en una habitación oscura y sofocante; me resultaba difícil respirar.
– Todavía soy demasiado joven. Demasiado joven para eso.
Pieter se encogió de hombros.
– No todos esperan a ser mayores. Y tu familia me necesita.
Era la primera vez que se refería a la pobreza de mi familia y a su dependencia de él, su dependencia que era también mi dependencia. Por eso aceptaban contentos la carne que él les llevaba de regalo y me hacían irme con él al callejón los domingos.
Puse cara de pocos amigos. No me gustaba que me recordara el poder que tenía sobre nosotros.
Pieter se dio cuenta de que había dicho una inconveniencia. Para congraciarse conmigo, volvió a remeter el mechón de pelo bajo mi cofia.
– Te haré feliz, Griet -dijo-. Claro que lo haré.
Después de que él se fuera, me quedé un rato caminando a orillas del canal, pese al frío que hacía. Habían roto el hielo para que pudieran pasar las embarcaciones, pero se había vuelto a formar una fina capa en la superficie. De niños, Frans, Agnes y yo la rompíamos tirando piedras hasta que no quedaba una sola astilla de hielo flotando sobre el agua. Parecía que había pasado mucho tiempo desde entonces.
Un mes antes me había dicho que subiera al estudio.
– Estaré en el desván -anuncié aquella tarde a quienes estaban conmigo en la habitación.
Tanneke no levantó la vista de la costura.
– Pon un poco de leña en el fuego antes de salir -me ordenó.
Las niñas estaban haciendo ganchillo dirigidas por Maertge y María Thins. Lisbeth tenía paciencia y agilidad en los dedos y su labor era bastante buena, pero Aleydis era demasiado joven para manipular el delicado ganchillo, y Cornelia demasiado impaciente. El gato estaba echado a los pies de Cornelia, delante del hogar, y de vez en cuando la niña se agachaba y meneaba una hebra para que el animalito jugara con ella. Probablemente esperaba que el gato terminara por clavar las uñas en su labor y se la destrozara.
Tras echar la leña en el fuego, rodeé a Johannes, que estaba jugando con una peonza sobre las gélidas baldosas de la cocina. En el momento que yo salía, la tiró con tal fuerza que cayó directamente en el fuego. El crío se echó a llorar, mientras Cornelia se retorcía de risa y Maertge intentaba rescatar el juguete del fuego con unas tenazas.
– ¡A callar! Vais a despertar a Catharina y a Franciscus -les reprendió María Thins. Pero no la escuchaban.
Salí sin que me vieran, aliviada de dejar atrás todo aquel barullo y sin importarme el frío que pudiera hacer en el estudio.
La puerta del estudio estaba cerrada. Cuando me acerqué, apreté los labios, me atusé las cejas y me pasé los dedos por las mejillas, hasta la barbilla, como si estuviera palpando la firmeza de una manzana. Vacilé ante la pesada puerta y luego llamé suavemente. No hubo respuesta, aunque sabía que él tenía que estar dentro: me estaba esperando.
Era el primer día del año. Hacía casi un mes que había preparado el lienzo para mi retrato, pero no había hecho nada más desde entonces -ni perfiles rojizos para indicar las formas ni falsos colores ni colores tapados ni zonas resaltadas-. Sólo el blanco amarillento del lienzo. Lo veía todas las mañanas al limpiar el estudio.
Llamé más fuerte.
Cuando abrió la puerta, tenía el ceño fruncido y no me miró de frente.
– No hace falta que llames, Griet, sólo tienes que entrar sin hacer ruido -dijo, volviéndose y dirigiéndose al caballete, donde el lienzo blanco esperaba preparado a que le añadieran los colores.
Cerré la puerta suavemente tras de mí, acallando el ruido de los niños en el piso de abajo, y avancé hasta el centro de la habitación. Estaba sorprendentemente tranquila, ahora que por fin parecía que había llegado el momento.