Desde la fachada principal se veía la Iglesia Nueva, justo al otro lado del canal. Una extraña vista para una familia católica, pensé. Una iglesia en la que ni siquiera entrarían.
– Con que eres la nueva sirvienta -oí decir a alguien a mi espalda.
La mujer parada en el umbral tenía una cara ancha, picada con las marcas dejadas por alguna enfermedad. Su nariz parecía un bulbo irregular y sus gruesos labios se apretaban formando una boca pequeña. Los ojos eran azul claro, como si hubieran cogido un trozo de cielo. Llevaba un vestido de color pardo sobre una blusa blanca, una cofia firmemente anudada alrededor de la cabeza y un delantal que no estaba tan limpio como el mío. No se movió de donde estaba, bloqueando la puerta, de modo que Maertge y Cornelia tuvieron que empujarla a un lado para pasar, y me miró con los brazos cruzados, como si estuviera esperando un reto.
Ya se siente amenazada por mí, pensé. Si la dejo me avasallará.
– Me llamo Griet -dije, mirándola de frente-. Soy la nueva sirvienta.
La mujer se echó un poco a un lado.
– Entonces lo mejor es que entres ya -dijo, pasado un momento, y retrocedió hacia el oscuro interior, dejando libre el paso.
Yo crucé el umbral.
Lo que se me quedó grabado para siempre al entrar por primera vez en el zaguán fueron los cuadros. Traspasado el umbral me paré, agarrando con fuerza mi hatillo, y miré a mi alrededor. Ya había visto pinturas antes, pero nunca tantas en una sola habitación. Conté hasta once. El cuadro más grande representaba a dos hombres, casi desnudos, luchando. No reconocí la escena bíblica y pensé que sería un tema católico. Otros cuadros representaban cosas más conocidas: montones de fruta, paisajes, barcos en el mar, retratos. Parecían de pintores distintos. Me pregunté cuáles habría pintado mi nuevo amo. Ninguno era lo que yo había esperado de él.
Más tarde me enteré de que eran todos de otros pintores; él raramente se quedaba con cuadros suyos terminados. Además de artista era marchante, y había cuadros colgados en todas las habitaciones de la casa, incluso en donde dormía yo. En total había mas de cincuenta, aunque el número variaba conforme negociaba con ellos o los vendía.
– Venga, no te quedes embobada mirando.
La mujer avanzó ligera por un largo pasillo que recorría todo un lateral de la casa, hasta la parte trasera de ésta. La seguí y ella giró bruscamente a la izquierda y entró en una habitación conmigo detrás. En la pared frente a la puerta colgaba una pintura más grande que yo. Era un Cristo en la Cruz, rodeado por la Virgen María, María Magdalena y San Juan. Intenté no mirarlo, pero su tamaño y el tema representado me impresionaron vivamente. «Los católicos no son diferentes a nosotros», me había dicho mi padre. Pero nosotros no teníamos pinturas como ésta en nuestras casas ni en nuestras iglesias ni en ninguna parte. Ahora tendría que ver esta pintura todos los días.
Siempre me referiría a esa habitación como el Cuarto de la Crucifixión. Y nunca me sentí a gusto en él.
Tanto me había impresionado el cuadro que hasta que no habló, no reparé en la mujer sentada en una de las esquinas del cuarto.
– Bien, muchacha -dijo-, parece que estás viendo algo nuevo para ti.
Estaba cómodamente sentada, fumando una pipa. Tenía los dientes marrones y los dedos manchados de tinta. El resto de su persona era impecable: su vestido negro, su cuello de encaje, su cofia blanca bien tiesa. Aunque había cierta severidad en su cara surcada de arrugas, sus ojos castaños parecían divertidos.
Tenía el aspecto de esas ancianas que piensan sobrevivirnos a todos.
Es la madre de Catharina, pensé de pronto. No se trataba sólo de que el color de sus ojos fuera el mismo, ni de que los rizos de pelo gris se le escaparan de la cofia de la misma forma que a su hija. Tenía las maneras de quien está acostumbrada a cuidar de alguien menos capacitado que ella, de cuidar a Catharina. Entendí por qué había sido llevada a su presencia en lugar de a la de su hija.
Aunque fingió que apenas se fijaba en mí, su mirada era atenta. Cuando entrecerró los ojos me di cuenta de que me había adivinado el pensamiento. Volví la cabeza pensando que la cofia me ocultaría la cara.
María Thins chupó su pipa y ahogó una risita.
– Está bien, muchacha. Aquí has de guardarte para ti lo que pienses. Vas a trabajar para mi hija. Ahora no está. Ha salido a la compra. Tanneke te enseñará la casa y te explicará cuáles son tus tareas.
Yo asentí con un movimiento de cabeza.
– Sí, señora.
Tanneke, que había permanecido de pie a un lado de la anciana, me dio un pequeño empellón al pasar, y yo la seguí con los ojos de María Thins clavados en mi espalda. Volví a oír la risita.
Tanneke me llevó primero a la parte de atrás de la casa, donde estaban la cocina, el lavadero y las dos despensas. Del lavadero se salía a un pequeño patio lleno de ropa blanca tendida.
– Para empezar, hay que planchar todo esto -dijo Tanneke.
Yo no dije nada, aunque me pareció que la colada todavía no había sido puesta a clarear al sol del mediodía. Luego me condujo de nuevo adentro y me señaló un agujero en el suelo de una de las despensas, con una escalera de mano apoyada dentro.
– Ahí dormirás tú -me anunció-. Deja tus cosas, más tarde te acomodas.
Yo dejé caer mi hatillo de mala gana en aquel agujero oscuro, pensando en las piedras que Agnes y Frans y yo habíamos tirado a las aguas del canal para descubrir monstruos. Mis pertenencias cayeron con un ruido sordo en el suelo de tierra. Me sentí como un manzano que pierde sus frutos.
Seguí a Tanneke de vuelta por el pasillo, al que se abrían todas las habitaciones, muchas más habitaciones que en nuestra casa. Al lado del Cuarto de la Crucifixión, donde se sentaba María Thins, hacia el frente de la casa, había un cuarto de menor tamaño con camas y sillas pequeñitas, orinales y una mesa sobre la que se acumulaban cacharros, palmatorias, apagavelas y ropa, todo revuelto.
– Aquí es donde duermen las niñas -masculló Tanneke, tal vez avergonzada por el desorden.
Giró de nuevo y abrió una puerta que daba a una gran habitación, donde entraba un raudal de luz por las ventanas de la fachada e inundaba el suelo de baldosas rojas y grises.
– La Sala Grande -susurró-. Aquí duermen el señor y la señora.
Sobre el lecho pendían cortinas de seda verde. Había otros muebles en la estancia: un gran armario taraceado con ébano y una mesa de madera clara arrimada a las ventanas con varias sillas de cuero de estilo español a su alrededor. Pero de nuevo lo que realmente me impresionó fueron los cuadros. En esta habitación había más que en ninguna otra. Los conté en voz baja y salieron diecinueve. La mayoría eran retratos -parecían miembros de ambas familias-. Pero también había un cuadro de la Virgen y otro de los Reyes Magos adorando al Niño Jesús. Los miré incómoda.
– Y ahora, arriba.
Tanneke subió delante de mí las empinadas escaleras y se llevó un dedo a los labios. Subí haciendo el menor ruido posible. Al llegar arriba miré a mi alrededor y vi una puerta cerrada. Tras ella había un silencio que supe que era suyo.
Me quedé quieta, con los ojos fijos en aquella puerta, sin atreverme a moverme por miedo a que se abriera y saliera él.
Tanneke se inclinó hacia mí y me susurró al oído:
– Te encargarás de limpiar ahí dentro, la señora joven te lo explicará más tarde. Y esas habitaciones -señaló las puertas que daban a la parte de atrás de la casa- son las habitaciones de mi ama. Sólo yo entro a limpiarlas.
Volvimos a bajar. Cuando estuvimos de vuelta en el lavadero, Tanneke dijo:
– Te encargarás de lavar la ropa de la casa -señaló hacia una inmensa pila de ropa sucia, se veía que se les habían ido amontonando las coladas. Tendría que vérmelas y deseármelas para ponerme al día con el lavado y el planchado-. Hay una cisterna en la cocina, pero lo mejor es que el agua de lavar vayas a buscarla al canal, en esta parte de la ciudad va bastante limpia.