– Me llamaba, señor.
– Sí. Ponte ahí -señaló hacia el rincón donde había pintado a las otras mujeres. La mesa que estaba utilizando para el cuadro del concierto estaba todavía allí, pero había quitado los instrumentos musicales. Me dio un papel escrito.
– Lee esto -dijo.
Yo desdoblé el papel y bajé la cabeza, preocupada de que descubriera que estaba fingiendo que sabía leer una caligrafía desconocida.
El papel estaba en blanco.
Levanté la cabeza para decírselo, pero me detuve. Con él, por lo general, era mejor no decir nada. Volví a agachar la cabeza sobre el papel.
– Inténtalo con esto, a ver -me sugirió, dándome un libro. La encuadernación de cuero estaba muy gastada y el lomo roto por varios sitios. Lo abrí al azar y contemplé una página. No reconocí ninguna palabra.
Me hizo sentar, luego me dijo que me pusiera de pie y lo mirara, siempre con el libro abierto entre las manos. Me quitó el libro y me dio la jarra blanca con tapa de peltre y me dijo que hiciera como si estuviera sirviendo un vaso de vino. Me pidió que me pusiera frente a la ventana y simplemente mirara a la calle. Parecía perplejo todo el tiempo, como si alguien le hubiera contado una historia y no se acordara del final.
– Es la ropa -musitó-. Ése es el problema.
Comprendí a qué se refería. Me estaba haciendo hacer el tipo de cosas que haría una dama, pero yo iba vestida con ropas de sirvienta. Pensé en la pelliza amarilla y el corpiño amarillo y negro y me pregunté cuál me diría que me pusiera. En lugar de ilusionarme, la idea de vestirme con aquellas prendas me fastidiaba. No sólo era que iba a resultar imposible ocultarle a Catharina que me ponía su ropa. No me sentía a gusto agarrando cartas y libros, sirviendo el vino, haciendo cosas que nunca hacía. Por mucho que me apeteciera sentir la suave piel de la pelliza envolviéndome el cuello estaba claro que ésa no era la ropa que yo solía llevar.
– Señor -dije finalmente-, o tal vez debería pintarme haciendo otras cosas. Las cosas que hacen las criadas.
– ¿Y qué hacen las criadas? -me preguntó suavemente, cruzándose de brazos y levantando las cejas.
Tuve que esperar un instante antes de contestar. Me temblaba la barbilla. Se me vino a la cabeza la imagen de Pieter y yo en el callejón y tragué saliva.
– Coser -repuse-. Fregar y barrer el suelo. Acarrear el agua. Lavar las sábanas. Cortar el pan. Limpiar las ventanas.
– ¿Quieres que te pinte con la escoba en la mano?
– No soy yo la que tiene que decidir estas cosas. No es mío el cuadro.
Frunció el ceño.
– No, no es tuyo -sonó como si estuviera hablando para sí.
– No quiero que me pinte con la escoba -dije esto sin saber lo que iba a decir,
– No, no. Tienes razón, Griet. No te pintaría con una escoba en la mano.
– Pero no puedo ponerme la ropa de su esposa. Se hizo un largo silencio.
– No, supongo que no -dijo-. Pero tampoco te pintaré de criada.
– ¿De qué, entonces, señor?
– Te pintaré como te vi la primera vez, Griet. Como tú misma.
Colocó una silla al lado del caballete, mirando a la ventana del centro, y yo me senté en ella. Supe que ése era mi sitio. Iba a buscar la pose en la que me había colocado un mes antes, cuando decidió pintarme.
– Mira por la ventana -dijo.
Yo miré hacia el gris invernal al otro lado de la ventana y, recordando cuando había posado en lugar de la hija del panadero, no intenté ver nada en especial, sino dejar que mis pensamientos se acallaran. No era cosa fácil, porque estaba pensando en él y en que estaba sentada frente a él.
La campana de la Iglesia Nueva sonó dos veces.
– Ahora vuelve la cabeza lentamente hacia mí. No, los hombros no. Mantén el cuerpo mirando hacia la ventana. Mueve sólo la cabeza. Despacio, despacio. Quieta ahí. Un poco más, de modo que…, quieta. Ahora no te muevas. Me quedé quieta.
Al principio no podía mirarlo a los ojos. Cuando lo hice tuve la sensación de estar sentada junto a un fuego que lanzara de pronto una llamarada. En lugar de mirarlo a los ojos, estudié su barbilla firme, sus finos labios.
– No me estás mirando, Griet.
Me forcé a mirarlo. De nuevo sentí una quemazón, pero lo soporté. Él quería que lo hiciera.
Enseguida empezó a resultarme más fácil. Me miraba como si no me estuviera viendo, como si viera otra persona u otra cosa, como si estuviera mirando un cuadro.
Está mirando a la luz que me da en la cara, pensé, no a mi cara. Ésa es la diferencia.
Era como si yo no estuviera allí. Cuando me percaté de esto, pude relajarme un poco. De la misma forma que él no me veía, yo no lo veía a él. Dejé vagar mis pensamientos y por mi cabeza pasaron la liebre estofada que habíamos tenido para comer, el cuello de encaje que me había dado Lisbeth, una historia que me había contado Pieter el hijo el día anterior. Tras esto me quedé con la mente en blanco. Él se levantó dos veces a cambiar la posición de uno de los postigos. Y se dirigió varias veces al armarito y eligió diferentes pinceles y colores. Yo observaba sus movimientos como si estuviera parada en la calle, viendo por una ventana el interior de una casa.
La campana de la iglesia sonó tres veces. Pestañeé. No me había dado cuenta de que había pasado tanto tiempo. Era como si me hubiera quedado embelesada.
Lo miré: tenía los ojos clavados en mí. Me observaba. Una ola de calor me recorrió el cuerpo al encontrarse nuestras miradas. Pero no aparté los ojos hasta que él, carraspeando, miró a otro lado.
– Esto será todo por hoy, Griet. Tienes un poco de marfil para moler esperándote arriba.
Yo asentí sin palabras y salí de la habitación, mi corazón palpitante. Me estaba pintando.
– Retírate la cofia de la cara -me dijo un día.
– ¿De la cara, señor? -repetí estúpidamente, y lo lamenté enseguida.
Él prefería que no dijera nada y que hiciera lo que me decía. Sí hablaba, debía decir algo que mereciera la pena. No me respondió. Yo levanté por encima de la mejilla el lado de la cofia que veía él. La punta, endurecida con patata al plancharla, me rozó el cuello.
– Más -dijo-. Quiero ver la línea de la mejilla.
Yo vacilé y la retiré un poco más. Sus ojos recorrieron mi mejilla.
– Destápate la oreja.
No quería hacerlo. No tenía elección.
Me palpé para asegurarme de que no se me había soltado el pelo, me metí detrás de la oreja un mechoncito rebelde y retiré la cofia, dejando el lóbulo al descubierto. Por su cara pareció que iba a suspirar, aunque no emitió sonido alguno. Yo reprimí el sonido que quería escapárseme de la garganta.
– La cofia -dijo-. Quítate la cofia.
– No puedo, señor.
– ¿No?
– No me pida que lo haga, por favor, señor -dejé caer el lateral de la cofia, de modo que volviera a taparme la mejilla y la oreja. Miré al suelo, á las baldosas grises y blancas que se alejaban de mí, definidas y rectas.
– ¿No quieres descubrirte la cabeza?
– No.
– Pero no quieres que te pinte de criada, con la escoba y la cofia, ni tampoco con el satén, las pieles y el peinado de una dama.
No respondí. No podía enseñarle mis cabellos. Yo no era de esas que se destapaban la cabeza.
Se cambió de postura en la silla y luego se puso de pie. Lo oí entrar en el almacén. Cuando volvió, llevaba un montón de prendas de tela entre las manos y las dejó caer en mi regazo.
– Está bien, Griet, mira a ver lo que puedes hacer con esto. Busca una forma de envolverte la cabeza de modo que no parezcas una criada ni tampoco una dama.
No podía distinguir si estaba enfadado o divertido. Salió de la habitación cerrando la puerta tras él.
Yo examiné el contenido del montón. Había tres cofias, las tres demasiado finas para mí y demasiado pequeñas para cubrirme enteramente la cabeza. Había trozos de tela, restos de los vestidos y chaquetas que se había hecho Catharina, en tonos amarillos y marrones, azules y grises.