Un día, cuando estaba en mi silla, posando, dijo él de pronto:
– Esto será del agrado de Van Ruijven, pero no del mío.
Yo no sabía qué decir. No podía ayudarlo sin haber visto el cuadro.
– ¿Puedo ver el cuadro, señor?
Me miró curioso.
– A lo mejor puedo ayudarlo -añadí, y luego deseé no haberlo dicho. Temía haberme vuelto demasiado atrevida.
– Está bien -dijo él pasado un momento.
Yo me puse de pie y me quedé detrás de él. Él no se volvió, sino que permaneció sentado muy quieto. Sentí su respiración pausada y uniforme.
El cuadro no se parecía a ninguno de los otros. Sólo se me veía a mí, mi cabeza v mis hombros, sin mesas ni cortinas ni ventanas ni brochas que suavizaran o distrajeran la atención. Me había pintado con los ojos muy, abiertos, la cara directamente iluminada de frente, pero el lateral izquierdo en la sombra. Iba vestida de azul y amarillo y marrón. El paño que llevaba enrollado a la cabeza hacía que pareciera otra Griet, una Griet de otra ciudad o incluso de otro país. El fondo era negro, lo que contribuía a que se me viera más sola, aunque estaba claramente mirando a alguien. Parecía que estaba esperando algo que no creía que fuera a suceder nunca.
Tenía razón: el cuadro iba a satisfacer a Van Ruijven, pero le faltaba algo.
Lo supe antes que él. Cuando me di cuenta de lo que le hacía falta -ese punto brillante que había empleado para atraer al ojo en los otros cuadros-, me dio un escalofrío. Con esto lo terminará, pensé.
Y tenía razón.
Esta vez no intenté ayudarlo como había hecho con el cuadro de la esposa de Van Ruijven leyendo la carta. No bajé subrepticiamente al estudio a hacer cambios -como colocar de otra forma la silla en la que me sentaba o abrir más los postigos-. No me envolví de otra forma las telas azul y amarilla ni oculté la parte superior de mi camisola. No apreté los labios para ponerlos más encarnados ni me mordí los carrillos. No dejé preparados colores que él no me había pedido, pero que yo pensaba que tal vez podría utilizar.
Sencillamente seguí posando para él y molí y lavé los colores que me pidió.
Terminaría dándose cuenta por sí solo.
Le llevó más tiempo de lo que yo había supuesto. Posé dos veces más antes de que él se percatara de lo que le faltaba a la pintura. Las dos veces puso cara de desagrado mientras pintaba y me despidió enseguida.
Yo esperé.
La propia Catharina me dio la respuesta. Una tarde, Maertge y yo estábamos limpiando zapatos en el lavadero mientras las otras niñas estaban en la Sala Grande mirando a su madre vestirse para un bautizo. Oí a Aleydis y a Lisbeth dar grititos y supe que Catharina había sacado las perlas, pues a las niñas les encantaban.
Entonces oí sus pasos en el pasillo, silencio, luego voces sofocadas. Un momento después me llamó:
– Griet, tráele a mi mujer un vaso de vino.
Puse la jarra blanca y dos vasos en una bandeja, por si él decidía unirse a ella, y los llevé a la Sala Grande. Al entrar me tropecé con Cornelia, que estaba parada en la puerta. Conseguí agarrar la jarra, y los vasos se entrechocaron contra mi pecho sin llegar a romperse. Cornelia me lanzó una afectada sonrisa y se quitó de en medio.
Catharina estaba sentada a la mesa donde tenía su brocha y tarro de polvos, sus peinetas y su joyero. Se había puesto las perlas y el vestido de seda verde, que le habían arreglado para que le cupiera el vientre. Yo puse una copa a su lado y le serví el vino.
– ¿Quiere que le sirva a usted también una copa de vino, señor? -pregunté, levantando la cabeza.
Estaba arrimado al armario que rodeaba la cama, aplastando las cortinas de seda, que, reparé yo entonces por primera vez, estaban hechas de la misma tela que el vestido de Catharina. Su vista pasó de mí a Catharina y de nuevo a mí. Había puesto su cara de pintor.
– ¡Estás tonta! ¡Me has manchado de vino el vestido! -Catharina se alejó de la mesa y se pasó la mano por el vientre. Le habían caído unas gotas de vino tinto.
– Lo siento, señora. Voy a buscar un paño húmedo para frotarlo.
– ¡Déjalo! ¡Déjalo! Me pone nerviosa verte a mi alrededor. Vete ya.
Yo lo miré de reojo mientras recogía la bandeja. Tenía los ojos clavados en los pendientes de perla de su esposa. Cuando ella se volvió para empolvarse la cara, el pendiente se balanceó y reflejó el sol que entraba por la ventana. Esto hizo que todos la miráramos a la cara, y despedía el mismo brillo que sus ojos.
– Tengo que subir al estudio un momento -le dijo a Catharina-. Enseguida vuelvo.
Ya está, pensé. Ya ha encontrado lo que estaba buscando. Cuando al día siguiente por la tarde me pidió que subiera al estudio, no me entró la excitación que me entraba cuando sabía que iba a posar. Por primera vez, lo temí. Aquella mañana, la colada me pareció especialmente pesada y empapada y mis manos sin la fuerza necesaria para retorcerla. Me movía pesarosa entre el lavadero y el patio y me senté a descansar más de una vez. María Thins me sorprendió sentada cuando entró a buscar una sartén de las de cobre.
– ¿Qué te pasa, muchacha? ¿Estás enferma? -me preguntó.
Yo me puse de pie de un salto.
– No, señora. Sólo un poco cansada.
– ¿Cansada, eh? No es propio de una criada estar cansada, y menos aún por la mañana -me miró como si no me creyera.
Yo hundí las manos en el agua fría y saqué una blusa de Catharina.
– ¿No quiere que le haga ningún recado esta tarde, señora?
– ¿Recados? ¿Esta tarde? No creo. No me parece que sea lo más adecuado para alguien que está cansado -entrecerró los ojos-. ¿No te ha pasado nada, verdad, muchacha? No te habrá agarrado Van Ruijven estando sola, ¿no?
– No, señora.
En realidad sí lo había hecho, pero yo me las había apañado para apartarlo.
– ¿Te ha descubierto alguien arriba? -me preguntó María Thins en voz baja, levantando la barbilla para indicar al estudio.
– No, señora.
Por un instante me asaltó la tentación de decirle lo del pendiente. Pero en lugar de ello, dije:
– He comido algo que me ha sentado mal. Eso es todo.
María Thins se encogió de hombros y se fue. Seguía sin creerme, pero había decidido que no importaba.
Esa tarde subí pesadamente las escaleras y me detuve delante de la puerta del estudio. No iba a ser como las otras veces que había posado. Me iba a pedir algo, y yo estaba en deuda con él.
Abrí la puerta. Estaba sentado frente al caballete, estudiando la punta de un pincel. Cuando levantó la vista y me miró, vi en su cara algo que nunca había visto. Estaba nervioso.
Eso fue lo que me infundió valor para decir lo que dije. Di unos pasos hasta quedarme junto a mi silla y puse una mano en uno de los leones que remataban el respaldo.
– Señor -empecé a decir, apretando el duro y frío león torneado-. No puedo hacerlo.
– ¿Hacer qué, Griet? -parecía sinceramente sorprendido.
– Lo que me va a pedir que haga. No puedo ponérmelos. Las criadas no llevan perlas.
Me miró durante un buen rato y luego movió varias veces la cabeza de un lado a otro.
– Qué impredecible eres. Siempre me sorprendes.
Pasé los dedos por la nariz y el hocico del león, hasta la melena, suave y nudosa. Sus ojos seguían mis dedos.
– Tú sabes que el cuadro lo requiere -dijo en un murmullo-, necesita la luz que reflejan las perlas. Si no, no estará acabado.
Claro que lo sabía. No había pasado mucho tiempo mirando el cuadro -se me hacía muy raro verme allí-, pero enseguida había sabido que necesitaba la perla del pendiente. Sin ésta, sólo estaban mis ojos, mi boca, la banda de mi camisa, el oscuro espacio detrás de mi oreja, cada cosa por su lado. El pendiente lo uniría todo. Completaría la pintura.