– Aceite de clavo -dijo por fin, al tiempo que dejaba escapar un suspiro-. Frótate la zona con un poquito y déjalo actuar unos minutos. El efecto no dura mucho.
– ¿Me podría dar un poco, por favor?
– ¿Y quién lo va a pagar? ¿Tu amo? Es muy caro. Hay que traerlo de muy lejos -en su voz se mezclaban la censura y la curiosidad.
– Yo lo pagaré. Sólo quiero un poco.
Saqué una bolsita del delantal y conté los preciosos stuivers sobre el mostrador. Una botellita minúscula de aceite de clavo me costó el equivalente a dos días de trabajo. Le había pedido a Tanneke dinero prestado, jurándole que se lo devolvería cuando cobrara el domingo siguiente.
Ese domingo, cuando le entregué a mi madre mi sueldo reducido le dije que había tenido que pagar un espejo que había roto.
– Te costará más de dos jornales restituirlo. ¿Qué estabas haciendo? ¿Mirándote? Esto te pasa por descuidada -me regañó.
– Sí -asentí-. He sido muy descuidada.
Esperé hasta tarde, cuando estuve segura de que todos dormían. Aunque normalmente no subía nadie al estudio después de que quedara cerrado con llave, seguía temiendo que alguien me sorprendiera con la aguja y el aceite de clavo delante del espejo. Escuché con la oreja pegada a la puerta del estudio. Se oía ir y venir por el pasillo a Catharina. Le costaba dormirse: estaba demasiado abultada para encontrar una postura cómoda en la cama. Luego oí una voz infantil, de niña, intentando hablar bajo, pero incapaz de amortiguar su brillante timbre. Cornelia estaba con su madre. No oí lo que hablaban y como estaba encerrada en el estudio, no podía asomarme a escondidas a lo alto de la escalera a escuchar mejor.
María Thins también se movía por sus habitaciones, contiguas al almacén. Todo el mundo parecía inquieto en la casa aquella noche, lo que hizo que yo también me pusiera nerviosa. Me obligué a sentarme a esperar en la silla con los leones tallados en el respaldo. No tenía sueño. Nunca había estado más despierta.
Finalmente, Catharina y Cornelia volvieron a la cama, y María Thins dejó de hurgar en el cuarto de al lado. Permanecí sentada hasta que la casa se quedó en silencio total. Era más fácil estar allí sentada que hacer lo que tenía que hacer. Cuando ya no pude retrasarlo más, me puse en pie y en primer lugar eché una ojeada al cuadro. Lo único que veía ahora era un gran vacío en el sitio donde debía ir el pendiente, un vacío que yo tenía que llenar.
Cogí la vela, busqué el espejo en el almacén y subí a mi desván. Coloqué el espejo sobre la mesa de moler los colores y lo apoyé en la pared, con la vela al lado. Saqué la cajita de las agujas y, escogiendo la más fina, la puse en la llama de la vela. Entonces abrí el frasquito de aceite de clavo, esperando que oliera fatal, a hojas podridas o a moho, como suelen hacerlo las medicinas. Pero en lugar de ello tenía un olor extraño y dulzón, como cuando se dejan al sol los pastelillos de miel. Venía de un lugar lejano, un lugar que Frans visitaría tal vez un día en sus viajes. Vertí unas gotas en un paño y froté con él mi lóbulo izquierdo. El boticario tenía razón, cuando me lo toqué unos minutos después lo sentí dormido, como si hubiera salido al relente sin envolverme una toquilla alrededor de las orejas.
Cogí la aguja que había puesto a quemar y dejé que la punta pasara del rojo incandescente a un naranja pálido y finalmente al negro. Cuando me incliné hacia el espejo, me miré un instante. A la luz de la vela se me veían los ojos empañados, brillantes de miedo.
Hazlo rápido, pensé. Retrasarlo no sirve de nada.
En un único movimiento estiré el lóbulo y atravesé la carne con la aguja.
Justo antes de desvanecerme pensé: siempre había deseado llevar perlas en las orejas.
Cada noche me limpiaba la oreja y pasaba una aguja ligeramente más gruesa por el agujero, para que éste no se cerrara. No me dolió en demasía hasta que el lóbulo se infectó y empezó a hincharse. Entonces, por mucho aceite de clavo que me pusiera, mis ojos se llenaban de lágrimas cuando me pasaba la aguja. No sabía cómo iba a hacer para ponerme el pendiente sin volverme a desmayar.
Menos mal que llevaba la cofia por encima de las orejas y nadie se dio cuenta de lo inflamado que tenía el lóbulo. Me dolía cuando estaba inclinada sobre la colada humeante, cuando estaba moliendo los colores, cuando estaba sentada en la iglesia con Pieter y mis padres.
Me dolía a rabiar la mañana que me pilló Van Ruijven en el patio tendiendo sábanas e intentó retirarme la camisola por debajo de los hombros para dejar mis pechos al descubierto.
– No deberías resistirte, muchacha -murmuró cuando yo intenté desasirme-. Disfrutarás más si no te resistes. Y además ya sabes que te poseeré igual cuando llegue a mis manos ese cuadro -me empujó contra el muro y bajó los labios a la altura de mi pecho, al tiempo que trataba de liberarlo del vestido.
– ¡Tanneke! -grité desesperada, esperando en vano que hubiera regresado de un recado que había ido a hacer a la panadería.
– ¿Qué estáis haciendo?
Cornelia nos miraba desde el umbral de la puerta del patio. Nunca hubiera pensado que me iba a poner tan contenta verla.
Van Ruijven levantó la cabeza y se apartó de mí.
– Estamos jugando, querida -contestó, riéndose-. Un jueguecito al que también jugarás tú cuando seas mayor.
Se alisó la capa y, pasando a su lado, entró en la casa.
No fui capaz de mirar a Cornelia. Me remetí la camisola y me ajusté el vestido con manos temblorosas. Cuando por fin levanté la vista se había ido.
La mañana de mi decimoctavo cumpleaños me levanté y limpié el estudio como siempre. El cuadro del concierto estaba terminado; en unos días vendría Van Ruijven a verlo y a llevárselo. Aunque ya no era necesario, seguí limpiando con sumo cuidado el rincón donde estaba montada la escena pintada, quitándole el polvo a la espineta, a la viola, al laúd, frotando el tapete con un paño húmedo, abrillantando la madera de las sillas, fregando las baldosas grises y blancas.
Este cuadro no me gustaba tanto como los otros suyos. Aunque se suponía que valía más por tener tres figuras, yo prefería las pinturas de mujeres solas: eran más puras, menos complicadas. Descubrí que no me gustaba mirar mucho rato seguido el cuadro del concierto ni tratar de comprender qué estaban pensando los retratados en él.
Sentía curiosidad por saber qué pintaría a continuación. Cuando bajé, puse el agua a calentar en el fuego y le pregunté a Tanneke qué quería que le trajera de la carnicería. Estaba barriendo los escalones y baldosas de delante de la casa.
– Un costillar de vaca -me contestó, descansando su peso en la escoba-. ¿Por qué no algo rico? -se frotó la parte baja de la espalda, quejumbrosa-. Puede hacerme olvidar mis dolores.
– ¿Te ha vuelto el dolor de espalda? -intenté sonar simpática, pero a Tanneke siempre le dolía la espalda. Las criadas siempre tenían mal la espalda. Así era la vida para ellas.
Maertge vino conmigo a la Lonja de la Carne y me gustó que lo hiciera: desde aquella noche en el callejón me daba vergüenza estar sola con Pieter el hijo. No estaba segura de cómo me iba a tratar. Si Maertge estaba conmigo, sin embargo, tendría que tener cuidado con lo que decía o hacía.
Pieter el hijo no estaba en el puesto; sólo estaba el padre, que me sonrió.
– ¡Ah! ¡La del cumpleaños! -exclamó-. Hoy es un día importante para ti.
Maertge me miró sorprendida. No había dicho nada de mi cumpleaños a la familia; no había ninguna razón para hacerlo.
– ¡Si no pasa nada! -contesté bruscamente.
– Pues no es eso lo que dice mi hijo. Ahora no está; ha ido a un recado. Tenía que ver a alguien -Pieter el padre me guiñó un ojo. Se me heló la sangre en las venas. Estaba diciendo algo sin decirlo, algo que se suponía que yo debía entender.