– Deme el mejor costillar que tenga -le pedí, decidida a ignorarlo.
– ¿Vais a celebrar algo? -Pieter el padre nunca dejaba un tema a medias, insistía hasta que lo agotaba.
No contesté. Me limité a esperar a que terminara de atenderme, entonces eché la carne en la cesta y me volví para irme.
– ¿Es de verdad tu cumpleaños, Griet? -me susurró Maertge cuando salíamos de la Lonja.
– Sí.
– ¿Cuántos años cumples?
– Dieciocho.
– ¿Por qué es tan importante cumplir dieciocho años?
– No lo es. No tienes que hacerle caso. Le gusta decir estas tonterías.
Maertge no pareció convencida. Ni yo tampoco. Las palabras de Pieter el padre habían removido algo en mi cabeza.
Trabajé toda la mañana en la colada, aclarando e hirviendo la ropa. Sentada junto al barreño de agua humeante, muchas cosas revoloteaban en mi mente. Me preguntaba por dónde andaría Frans y si mis padres ya sabrían que se había ido de Delft. Me preguntaba qué habría querido decir Pieter el padre antes con sus palabras y dónde estaría Pieter el hijo. Pensé en la noche que lo llevé al callejón. Pensé en mi retrato y me pregunté cuándo estaría terminado y qué pasaría conmigo entonces. Durante todo este tiempo, el lóbulo de la oreja no dejó de dolerme, de darme agudas punzadas cada vez que movía la cabeza.
Fue María Thins quien vino a buscarme.
– Deja ahí la ropa, muchacha -la oí decir detrás de mí-. Quiere que subas -estaba parada en el umbral y agitaba algo que llevaba en la mano.
Yo me puse de pie, confusa.
– ¿Ahora, señora?
– Sí, ahora. No te andes con remilgos conmigo, muchacha. Ya sabes por qué. Catharina ha salido esta mañana y no suele hacerlo a menudo en las semanas próximas al parto. Extiende la mano.
Me sequé una en el delantal y la extendí. María Thins depositó en la palma de mi mano un par de pendientes de perla.
– Súbelos arriba contigo. Rápido.
Me quedé paralizada. Tenía en la mano dos perlas del tamaño de dos avellanas, en forma de gota. Tenían un gris plateado, incluso a la luz natural, salvo en un punto que tenían una intensa luminosidad blanca. Ya había sentido el tacto de las perlas con anterioridad, cuando había subido el collar para la mujer de Van Ruijven y la había ayudado a ponérselo o lo había dejado sobre la mesa. Pero nunca las había tocado para ponérmelas yo misma.
– Vamos, muchacha -me gruñó impaciente María Thins-. Catharina podría volver antes de lo que dijo.
Salí dando tumbos al pasillo, dejando la colada sin retorcer. Subí las escaleras a la vista de Tanneke, que estaba acarreando agua del canal, y de Aleydis y Cornelia, que jugaban a las canicas en el pasillo. Todas se quedaron mirándome.
– ¿Adónde vas? -preguntó Aleydis, sus ojos grises brillantes de curiosidad.
– Al desván -contesté en voz baja.
– ¿Podemos subir contigo? -dijo Cornelia en tono provocador.
– No.
– Niñas, quitaos de en medio -Tanneke las empujó al pasar; tenía cara de enfado.
La puerta del estudio estaba entornada. Entré, apretando los labios y el estómago retorcido. Cerré la puerta tras de mí.
Me estaba esperando. Yo extendí la mano y dejé caer los pendientes en la palma de la suya.
Me sonrió.
– Vete a poner las telas en la cabeza.
Me cambié la cofia en el almacén. No vino a ver mis cabellos sueltos. Cuando volví eché un vistazo al cuadro de La alcahueta. El hombre sonreía a la joven como si estuviera apretando las peras en el mercado para ver si estaban maduras. Me dio un escalofrío.
Había agarrado un pendiente por el broche. Se reflejaba en aquel minúsculo panel de blanco refulgente toda la luz que entraba por la ventana.
– Aquí tienes, Griet -me alargó la perla.
– ¡Griet, Griet! ¡Ha venido alguien a verte! -gritó Maertge desde el pie de la escalera.
Yo me acerqué a la ventana. Él se puso a mi lado y los dos nos asomamos.
Pieter el hijo estaba parado en medio de la calle con los brazos cruzados. Miró arriba y nos vio juntos en la ventana.
– Baja, Griet -me llamó-. Quiero hablar contigo -parecía que nada pudiera hacerle mover del sitio.
Yo me aparté de la ventana.
– Lo siento, señor -dije en voz baja-. No tardaré nada.
Me apresuré al almacén, me quité los paños de la cabeza y me puse la cofia. No se volvió de la ventana cuando yo atravesé el estudio camino de la puerta.
Las niñas estaban sentadas en fila en el banco, mirando abiertamente a Pieter, que también las miraba a ellas.
– Vamos ahí a la vuelta -susurré, dirigiéndome hacia Molenpoort.
Pieter no me siguió, sino que permaneció inmóvil, los brazos cruzados.
– ¿Qué tenías puesto allá arriba? -me preguntó-. En la cabeza.
Yo me detuve y me volví. La cofia.
– No; era azul y amarillo.
Cinco pares de ojos nos observaban: las niñas sentadas en el banco, él desde la ventana. Entonces apareció Tanneke en el umbral, y con ella fueron seis.
– Por favor, Pieter -le dije entre dientes-. Alejémonos un poco.
– Lo que tengo que decir puede decirse delante de todo el mundo. No tengo nada que ocultar -movió la cabeza y sus rizos rubios le cayeron por encima de las orejas.
Me di cuenta de que no iba a poder callarlo. Diría lo que yo temía que dijera delante de todo el mundo.
Pieter no levantó la voz, pero todos oyeron sus palabras.
– He hablado con tu padre esta mañana, y ha dado su consentimiento para que nos casemos ahora que has cumplido dieciocho. Puedes despedirte y venirte conmigo. Hoy.
Sentí que la cara me ardía; no podría decir sí de ira o de vergüenza. Todos esperaban que yo dijera algo.
Respiré profundamente.
– Éste no es el lugar para hablar de esas cosas -contesté en tono severo-. Estas cosas no se hablan así, en plena calle. Te has equivocado al venir aquí.
No esperé su respuesta, aunque cuando giré para volver dentro, parecía sorprendido.
– ¡Griet! -gritó.
Yo entré, empujando a Tanneke al pasar, quien dijo algo, pero tan bajo que no podía estar segura de haberla oído bien:
– ¡Puta!
Subí corriendo al estudio. Él seguía junto a la ventana cuando yo cerré la puerta.
– Lo siento, señor -dije-. Enseguida me cambio la cofia.
No se volvió.
– Sigue ahí -dijo.
Cuando salí del almacén, atravesé la habitación hasta la ventana, pero no me acerqué demasiado en caso de que Pieter me viera otra vez con los paños azul y amarillo en la cabeza.
Mí amo ya no miraba a la calle, sino a la torre de la Iglesia Nueva. Yo eché un vistazo. Pieter se había ido. Ocupé mi lugar en la silla con leones tallados en el respaldo y esperé.
Cuando por fin se volvió a mirarme, parecía que se había puesto una máscara delante de los ojos. Ahora sí que me era imposible saber qué estaba pensando.
– Así que nos dejas -dijo.
– ¡Oh, señor! No lo sé. No haga caso de palabras dichas así, en la calle.
– ¿Te casarás con él?
– Por favor, señor, no me pregunte por él.
– No. Tal vez no debo hacerlo. Empecemos, pues.
Se volvió al armario que tenía detrás de él, agarró uno de los pendientes y me lo pasó.
– Quiero que me lo ponga usted -no se me habría ocurrido pensar que pudiera llegar a ser tan descarada.
Ni él tampoco. Levantó las cejas y abrió la boca para decir algo, pero no le salieron las palabras.
Se acercó a mi silla. Se me agarrotó la mandíbula, pero conseguí mantener la cabeza en su sitio. Se agachó y tocó suavemente el lóbulo de mi oreja.
Yo jadeé, como si hubiera estado conteniendo la respiración bajo el agua.
Frotó el lóbulo inflamado entre el pulgar y el índice y luego lo estiró. Con la otra mano introdujo el pendiente en el agujero y lo empujó. Me sacudió un dolor ardiente y se me llenaron los ojos de lágrimas.