– Tanneke -dije en voz baja-, ¿hasta ahora hacías tú todo esto? ¿La comida y la limpieza y la colada de toda la casa?
Había escogido las palabras apropiadas.
– Y también algo de la compra -Tanneke parecía orgullosa de su propia diligencia-. El ama joven hace la mayor parte, claro, pero cuando está embarazada no soporta la carne y el pescado crudos. Y eso es frecuente -añadió en un susurro-. Tú te encargarás de ir a la Lonja de la carne y a los puestos del pescado. Ésa será otra de tus tareas.
Y dicho esto me dejó con la colada. Conmigo éramos ahora diez en la casa, uno de ellos una criatura de pañales que manchaba más que el resto. Hacía colada todos los días; el agua y el jabón me agrietaban las manos, el vapor me abrasaba la cara, me dolía la espalda de levantar el peso de la ropa húmeda y tenía los brazos llenos de quemaduras de la plancha. Pero era nueva y joven y, por consiguiente, me daban las tareas más pesadas.
Tenía que poner la colada a remojo un día entero antes de lavarla. En la despensa encontré dos jarras de estaño y un hervidor de cobre. Cogí las jarras y recorrí el largo pasillo hasta la puerta principal.
Las niñas estaban sentadas en el banco. Ahora era Lisbeth la que hacía las pompas, mientras que Maertge daba de comer al pequeño Johannes pan mojado en leche. Cornelia y Aleydis intentaban coger las pompas. Cuando aparecí en el umbral, todas dejaron de hacer lo que estaban haciendo y me miraron expectantes.
– Eres la nueva criada -afirmó la niña pelirroja clara.
– Sí, Cornelia.
Cornelia cogió un guijarro y lo echó al canal, al otro lado de la calle. Tenía el brazo lleno de arañazos de arriba abajo; debía de haber estado molestando al gato de la casa.
– ¿Dónde vas a dormir? -preguntó Maertge, limpiándose los dedos pringosos en el delantal.
– En la bodega.
– Nos gusta mucho bajar a la bodega -dijo Cornelia-. Vamos a jugar allí ahora.
Se abalanzó dentro de la casa, pero no llegó muy lejos. Cuando vio que nadie la había seguido, volvió a salir con cara de enfado.
– Aleydis -dije, extendiendo la mano hacia la más pequeña-, ¿me enseñas dónde puedo coger agua del canal?
Me dio la mano y levantó la vista hacia mí. Sus ojos parecían dos brillantes monedas de plata. Cruzamos la calle, con Cornelia y Lisbeth detrás. Aleydis me llevó a unas escaleras que bajaban hasta el agua. Mientras la mirábamos desde arriba, apreté su mano con fuerza, como había hecho años antes con Frans y Agnes siempre que estábamos cerca del agua.
– Alejaos de la orilla -les ordené. Y Aleydis obedeció y dio un paso atrás. Pero Cornelia bajó las escaleras pegada a mí.
– ¿Me vas a ayudar a acarrear el agua, Cornelia? Porque si no, ya puedes volver junto a tus hermanas.
Me miró, y entonces hizo lo peor que podía hacer. Si se hubiera enfurruñado o hubiera gritado, sabría que la había conquistado. Pero se echó a reír.
Yo me acerqué y le di una bofetada. Se le puso la cara roja, pero no lloró. Subió corriendo las escaleras. Aleydis y Lisbeth me miraban solemnes.
Tuve entonces la sensación de que sería igual con su madre, salvo que a ella no le podría dar una bofetada.
Llené las jarras y las llevé a la cima de la escalera. Cornelia había desaparecido. Maertge seguía sentada en el mismo sitio con Johannes. Llevé una de las jarras a la cocina, donde encendí el fuego, llené el hervidor de cobre y lo puse a calentar.
Cuando volví a salir, Cornelia estaba de nuevo fuera, todavía con la cara encendida. Las niñas jugaban con una peonza sobre las baldosas grises y blancas. Ninguna de ellas me miró.
La jarra que había dejado allí llena había desaparecido. Miré al canal y la vi flotando, volcada, fuera de mi alcance desde las escaleras.
– Menudo bicho eres -murmuré para mis adentros.
Miré a mi alrededor en busca de un palo con el que pescar la jarra, pero no encontré nada. Entonces llené la otra y la llevé dentro, volviendo la cara hacia otro lado paga que las niñas no vieran mi disgusto. Dejé la jarra al lado del hervidor y volví a salir, esta vez con una escoba.
Cornelia estaba tirando piedras a la jarra, probablemente con la idea de hundirla.
– Te daré otra bofetada si no paras de hacer eso.
– Se lo voy a decir a nuestra madre. Las criadas no pueden pegarnos -Cornelia tiró otra piedra.
– ¿Quieres que le diga a tu abuela lo que has hecho?
Una expresión de temor cruzó el rostro de Cornelia. Tiró las piedras que tenía en la mano.
Una barcaza avanzaba por el canal desde el Ayuntamiento. El hombre que la llevaba era. el mismo que había visto aquella mañana: había dejado su cargamento de ladrillos y ahora la barcaza no iba tan hundida en el agua. Sonrió al verme.
Yo me sonrojé.
– Por favor, señor -empecé-, ¿me podría ayudar a rescatar esa jarra?
– Así que ahora que quieres algo de mí te dignas mirarme. ¡Qué cambio!
Cornelia me miraba con curiosidad. Yo tragué saliva.
– No puedo alcanzarla desde aquí. ¿No podría usted…?
El hombre sacó medio cuerpo fuera de la barca y pescó la jarra, la vació y me la alargó. Yo bajé corriendo los escalones y la cogí.
– Gracias. Le estoy muy agradecida.
Él no la soltó.
– ¿Eso es todo lo que me das a cambio? ¿Ni siquiera un beso? -se acercó y me agarró de la manga. Yo me solté de un tirón y le arrebaté la jarra.
– Otro día -dije con el tono más alegre que pude. Nunca se me dieron bien las conversaciones de este tipo. Él se rió.
– Pues desde ahora cada vez que pase por aquí miraré a ver si hay alguna jarra en el agua, ¿no, jovencita? -le guiñó un ojo a Cornelia-. Jarras y besos -agarró la pértiga y, hundiéndola en el agua, se alejó.
Al subir las escaleras, de vuelta a la calle, me pareció ver movimiento en la ventana del medio del primer piso, la de su estudio. La observé, pero no vi nada salvo el reflejo del cielo.
Catharina volvió cuando yo estaba recogiendo la ropa seca en el patio. Primero oí el entrechocar de sus llaves en el pasillo. Le colgaban en un gran manojo justo debajo de la cintura y le daban en la cadera. Aunque a mí me pareció que debía de ser una incomodidad, ella las llevaba con mucho orgullo. Luego la oí en la cocina, dándole órdenes a Tanneke y al chico que le había traído la compra desde el mercado. Les hablaba a ambos en un tono desabrido.
Yo seguí descolgando y doblando las sábanas, las servilletas, las fundas de almohada, los manteles, las camisas, los camisones, los delantales, los pañuelos, los cuellos y las cofias. Todo ello había sido tendido de mala manera, sin estirar como es debido, y algunas prendas estaban todavía húmedas en algunas partes. Tampoco las habían sacudido antes de tenderlas, así qué también estaban muy arrugadas. Tendría que pasarme el día planchando para dejarlas presentables.
Catharina apareció en la puerta, cansada y acalorada, aunque el sol todavía no estaba del todo alto. Por debajo del vestido azul le asomaba, no sin cierto desarreglo, una blusa, y el delantal verde que llevaba encima ya estaba arrugado. Su pelo rubio parecía aún más rizado de lo que solía tenerlo, especialmente dado que no llevaba cofia que se lo alisara. Los rizos luchaban con las peinetas que sujetaban el moño.
Parecía necesitada de sentarse un rato junto al canal, dónde la visión del agua la refrescara y la calmara.
Yo no estaba muy segura de cómo debía comportarme con ella: era la primera vez que estaba de criada y en nuestra casa nunca había habido sirvientas, ni tampoco en nuestra calle. Nadie podía pagarlas. Puse la ropa que estaba doblando en una cesta y la saludé con una inclinación de cabeza.