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No serví la mesa de la familia en aquella comida, así que no lo vi. De vez en cuando oía su voz, por lo general unida a la de María Thins. Por su tono no cabía duda de que se llevaban bien.

Después de comer, Tanneke y yo recogimos y limpiamos los platos, luego fregamos los suelos de la cocina, del lavadero y de las despensas. Las paredes de la cocina y del lavadero estaban cubiertas de azulejos blancos, y el fogón era de azulejos de Delft azules y blancos, que tenían pintados pájaros en un lado y barcos y soldados respectivamente en los otros dos. Los examiné detenidamente, pero ninguno había sido pintado por mi padre.

El resto del día lo pasé planchando en el lavadero, sin descanso, salvo para alimentar el fuego, ir a buscar leña o salir un momento al patio para escapar del calor. Las niñas entraban y salían de la casa, jugando: unas veces venían a ver qué hacía yo o a atizar el fuego, otras para molestar a Tanneke, a la que encontraron dormida en la cocina, con el pequeño gateando a sus pies. No se sentían del todo a gusto conmigo, tal vez pensaban que iba a darles una bofetada. Cornelia me lanzaba miradas amenazadoras y no se quedaba mucho tiempo en el lavadero, pero Maertge y Lisbeth cogieron las ropas que había planchado y las guardaron en el armario de la Sala Grande, donde estaba durmiendo su madre.

– El último mes antes del parto se pasa la mayor parte del tiempo en la cama -me había confiado Tanneke-, recostada en las almohadas.

Después de comer, María Thins se había subido a sus habitaciones en el piso superior. Sin embargo, una vez en el transcurso de la tarde la oí en el pasillo y cuando levanté la vista estaba en la puerta del lavadero, observándome. No me dirigió la palabra, de modo que volví a mi plancha como si no estuviera allí. Pasado un momento, vi por el rabillo del ojo que movía afirmativamente la cabeza y luego se iba arrastrando los pies.

Él tenía un invitado arriba -oí subir a dos voces masculinas-. Más tarde, cuando las oí bajar, me asomé discretamente a la puerta del lavadero y los vi salir. El hombre que lo acompañaba era bastante grueso y llevaba una pluma en el sombrero.

Cuando oscureció encendimos las velas, y Tanneke y yo cenamos queso y cerveza con las niñas en el Cuarto de la Crucifixión, mientras que los otros cenaron lengua en la Sala Grande. Yo tuve buen cuidado de sentarme de espaldas al cuadro. Estaba tan agotada que apenas si podía pensar. En mi casa también trabajaba mucho, pero no era tan cansado como en una casa desconocida, donde todo era nuevo y siempre estaba tensa y seria. En casa podía reírme con mi madre o Agnes o Frans. Aquí no tenía a nadie con quien reírme.

Todavía no había bajado a la bodega, donde iba a dormir. Cogí una vela, pero localizada la cama, la almohada y la manta, estaba demasiado cansada para examinar mucho más. Dejando abierta la trampilla para que me entrara un poco de aire fresco, me descalcé, me quité la cofia, el delantal y el vestido, recé brevemente mis oraciones y me acosté. Estaba a punto de apagar la vela cuando reparé en el cuadro que estaba colgado a los pies de mi cama. Me incorporé, totalmente despabilada. Era otra representación de Cristo en la Cruz, más pequeña que la de arriba, pero todavía más inquietante. Cristo había echado la cabeza atrás, en un gesto de dolor, y María Magdalena tenía los ojos en blanco. Me metí en la cama cautelosamente, incapaz de apartar la vista de aquella escena. No podía imaginarme durmiendo en la misma habitación que aquella pintura. Quería descolgarla, pero no me atrevía. Finalmente, apagué la vela -no podía permitirme malgastar las velas en mi primer día en la casa-. Volví a tumbarme, con los ojos fijos en el sitio donde sabía que estaba colgado el cuadro.

Esa noche dormí mal, pese a lo cansada que estaba. Me desperté muchas veces, buscando el cuadro. Aunque no veía nada de lo que había en las paredes, tenía todos los detalles grabados en el cerebro. Por fin, cuando empezaba a clarear, la pintura volvió a aparecer ante mis ojos, y tuve la certeza de que la Virgen María me miraba desde allí.

Cuando me levanté a la mañana siguiente, intenté no mirar al cuadro y, en su lugar, me puse a examinar el contenido de la bodega a la pálida luz que entraba por el ventanuco de la despensa, situada encima. No había mucho que ver: varias sillas amontonadas y cubiertas con un tapiz, otras cuantas sillas rotas un espejo y dos cuadros más, bodegones ambos, apoyados contra la pared. ¿Se daría cuenta alguien si sustituía la Crucifixión por una de aquellas naturalezas muertas?

Cornelia sí se daría cuenta. Y se lo diría a su madre. No sabía lo que opinaba Catharina -o el resto de los miembros de la familia- de que yo fuera protestante. Era una sensación curiosa el ser de pronto consciente de ello. Nunca había estado en inferioridad numérica.

Di la espalda al cuadro y subí la escalerilla. Se oían las llaves de Catharina en la parte delantera de la casa y fui a buscarla. Se movía con lentitud, como si estuviera todavía medio dormida, pero se esforzó por aparecer erguida cuando me vio. Me condujo al piso superior, subiendo muy despacio las escaleras, agarrada con fuerza al pasamanos a fin de elevar el inmenso bulto de su cuerpo.

A la puerta del estudio, rebuscó entre su manojo de llaves y la abrió. La habitación estaba a oscuras, los postigos cerrados: sólo se distinguían algunas formas gracias a los rayitos de luz que se colaban por las rendijas. Olía a aceite de linaza; el penetrante olor a limpio de la linaza me recordó al de las ropas de mi padre cuando regresaba de la fábrica de azulejos por la noche. Olía a madera y a hierba recién cortada.

Catharina se quedó en el umbral. Yo no me atreví a entrar antes que ella. Pasado un incómodo momento, me ordenó:

– Abre los postigos, pues. No los de la ventana de la izquierda. Sólo los de la del centro y los de la más alejada. Y de los de la del centro sólo los de abajo.

Crucé la habitación, contorneando un caballete y una silla, hasta la ventana del centro. Abrí la parte inferior de la misma y luego los postigos. No miré el lienzo que había en el caballete, no mientras Catharina siguiera observándome desde el umbral.

Bajo la ventana de la derecha habían puesto una mesa, y en esa misma esquina había una silla arrimada a la pared. El respaldo y el asiento de la silla eran de cuero estampado con un dibujo de flores amarillas y hojas.

– No muevas nada de lo que hay en aquella esquina. Eso es lo que está pintando.

Ni siquiera de puntillas llegaba a las ventanas y los postigos superiores. Tendría que subirme a una silla, pero no quería hacerlo delante de ella. Me ponía nerviosa, esperando en el umbral a que hiciera algo mal.

Consideré qué hacer.

Fue el pequeño el que me salvó: empezó a berrear en el piso de abajo. Catharina balanceó el cuerpo. Se impacientó al verme vacilar y finalmente bajó a atender a Johannes.

Me subí rápidamente a la silla, abrí la ventana superior, me asomé y empujé los postigos. Miré para abajo y vi a Tanneke fregando las baldosas delante de la casa. No se percató, pero un gato que cruzaba sigiloso las baldosas húmedas detrás de ella se paró y levantó la cabeza.

Abrí la ventana y el postigo inferior y me bajé de la silla. Algo se movió frente a mí y me quedé paralizada en el sitio. El movimiento cesó. Era mi reflejo en un espejo que estaba colgado en la pared entre las dos ventanas. Me miré. La luz me iluminaba de frente toda la cara y, aunque tenía un gesto de ansiedad o de culpabilidad, mi cutis era resplandeciente. Me observé, sorprendida, y luego me alejé. Ahora que tenía un rato examiné la habitación. Era un espacio grande, cuadrado, pero no tan largo como la Sala Grande de abajo. Con las ventanas abiertas era luminoso y aireado; tenía las paredes encaladas y el suelo de baldosas grises y blancas, formando las oscuras un dibujo de cruces cuadradas. Un zócalo de azulejos de Delft pintados con cupidos protegía la pared de nuestras bayetas húmedas cuando fregábamos el suelo. No eran de la fábrica donde había trabajado mí padre.