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Para su tamaño, la habitación estaba escasamente amueblada. Había un caballete con su silla delante de la ventana del centro y una mesa en la esquina derecha, pegada a la pared, debajo de la ventana. Además de la silla a la que me había subido, junto a la mesa había otra de cuero liso tachonado con clavos de latón y un respaldo rematado con dos cabezas de león. En la pared opuesta, entre la silla y el caballete, había un armarito, que tenía los cajones cerrados y varios pinceles y una espátula con su hoja en forma de diamante encima, junto con algunas paletas limpias. Al lado del armario había una mesa de despacho sobre la que se amontonaban papeles y libros y grabados. Dos sillas más con cabezas de león torneadas en el respaldo estaban arrimadas a la pared junto a la puerta.

Era una habitación bien ordenada, libre del trasiego cotidiano. Te daba una sensación muy distinta de la que sentías en el resto de la casa, casi como si estuviera en otra vivienda. Con la puerta cerrada apenas se oirían los gritos de los niños, el tintineo de las llaves de Catharina y el arrastrar de nuestras escobas.

Agarré la escoba, el cubo de agua y el paño y me dispuse a limpiar. Empecé en la esquina donde estaba dispuesta la escena que estaba siendo pintada en el cuadro, de la que no debía mover nada en absoluto. Me puse de rodillas sobre la silla para limpiar la ventana que tanto me había costado abrir y la cortina amarilla que colgaba a un lado, en la esquina, tocándola suavemente a fin de no mover los pliegues. Los cristales estaban muy sucios y tendría que lavarlos con agua caliente, pero no estaba segura de que él quisiera que los limpiara. Tendría que preguntarle a Catharina.

Quité el polvo a las sillas y le di brillo a los clavos de latón y a las cabezas de león del respaldo. La mesa llevaba algún tiempo sin que la limpiaran como es debido. Alguien había pasado el plumero a los objetos puestos encima -una brocha de empolvarse, un cuenco de estaño, una carta, un jarrón de porcelana negro, un paño azul amontonado en una esquina y colgando de uno de los laterales-, pero había que levantarlos para que la mesa quedara realmente limpia. Como me había dicho mi madre, tendría que encontrar la forma de mover las cosas y volverlas a dejar exactamente como si no hubieran sido tocadas.

La carta estaba casi en la esquina de la mesa. Si ponía el pulgar en el filo inferior del papel y el índice en el derecho, formando un ángulo, y plantaba la mano sobre la mesa enganchando el meñique en el borde de ésta, podría mover la carta limpiar debajo y alrededor de donde estaba y volver a ponerla en el lugar que indicaba mi mano.

Enmarqué la carta con mis dedos y mantuve la respiración, luego la levanté, limpié y la volví a dejar donde estaba, todo ello en un rápido movimiento. No sabía muy bien por qué tenía que hacerlo deprisa. Me separé unos pasos de la mesa. Parecía que la carta había quedado en su sitio, aunque sólo él lo sabría.

Con todo, si ésta iba a ser mi prueba, mejor me daba prisa.

Medí con la mano la distancia entre la carta y la brocha de empolvar, luego puse varios dedos alrededor de ésta. La levanté, limpié, la volví a poner donde estaba y medí el espacio entre la brocha y el cuenco. Hice lo mismo con éste.

Así es como me las ingenié para limpiar sin que pareciera que había movido nada. Medía cada cosa en relación con los objetos que la rodeaban y el espacio entre ellos. Las cosas pequeñas no suponían ningún problema, pero los muebles resultaron más complicados: tuve que usar los pies, las rodillas y, a veces, los hombros y la barbilla en el caso de las sillas.

No sabía qué hacer con el paño azul desordenadamente amontonado sobre la mesa. Si lo movía era imposible que pudiera reproducir los mismos pliegues. Lo dejé de momento, esperando que durante uno o dos días no se diera cuenta, hasta que hubiera encontrado la manera de limpiarlo.

Con el resto de la habitación no tenía que poner tanto cuidado. Limpié el polvo y barrí y fregué -los suelos, las paredes, las ventanas, los muebles-, con la satisfacción que da meterle mano a una habitación que necesita una buena limpieza. En la esquina opuesta, frente a la mesa y la ventana, había una puerta que conducía al almacén, un espacio lleno de cuadros y lienzos, sillas, arcones, platos, calentadores de cama, un perchero y una estantería. También limpié allí dentro, colocando los objetos de modo que la habitación pareciera más ordenada.

Había estado evitando limpiar alrededor del caballete. No sabía por qué, pero me ponía nerviosa ver el lienzo que estaba puesto encima. Pero ya era lo único que me quedaba por hacer. Limpié el polvo de la silla colocada delante del caballete, luego empecé a quitárselo a éste mismo, intentando no mirar lo que había pintado en el lienzo.

Pero cuando vislumbré el satén amarillo, no tuve más remedio que pararme.

Todavía estaba mirando la pintura, cuando habló María Thins.

– No se ve algo así todos los días, ¿no?

No la había oído entrar. Apenas había atravesado el umbral y estaba ligeramente encorvada, vestida con un delicado vestido negro y cuello de encaje.

No supe qué contestar y no pude evitar volverme a mirar la pintura.

María Thins se rió.

– No eres la única que se olvida de sus buenos modales delante de sus cuadros, muchacha -se acercó y se quedó de pie a mi lado-. Sí, con éste no se las ha apañado mal. Es la esposa de Van Ruijven -reconocí el nombre del patrón que había mencionado mi padre-. No es guapa, pero él hace que lo parezca -añadió-. Alcanzará un buen precio.

Como fue el primer cuadro de él que vería, siempre lo recordé mejor que los otros, mejor incluso que aquellos que vi crecer desde el principio, desde la primera capa de preparación hasta los últimos retoques.

Una mujer estaba de pie delante de la mesa, vuelta hacia un espejo colgado en la pared, de modo que se la veía de perfil. Estaba vestida con una pelliza de rico satén amarillo ribeteada de armiño y llevaba en el cabello una cinta roja con cinco puntas, muy a la moda del momento. Una ventana la iluminaba por la izquierda y la luz le daba en la cara, trazando la delicada curva de su frente y su nariz. Se estaba abrochando un collar de perlas, las manos suspendidas en el aire sujetando los extremos. Detrás de ella, en la resplandeciente pared blanca, había un mapa antiguo; en el oscuro primer plano, la mesa con la carta, la brocha y el resto de los objetos que yo había limpiado un poco antes [2].

Deseé poder llevar aquella pelliza y aquel collar. Quería conocer al hombre que la había pintado así.

Me avergoncé de haberme mirado al espejo un rato antes.

María Thins parecía contenta mirando el cuadro a mi lado. Resultaba muy raro verlo con la escena reproducida en la pintura justo detrás. Ya conocía todos los objetos que había sobre la mesa por haberlos limpiado, y la relación que guardaban entre sí: la carta en la esquina, la brocha casualmente caída junto al cuenco de estaño, la tela azul amontonada a un lado, alrededor del jarrón de porcelana negro. Todo parecía exactamente igual, salvo que más limpio y más puro. Se reía de mi limpieza.

Entonces encontré una diferencia. Contuve la respiración.

– ¿Qué sucede, muchacha?

– En el cuadro, la silla que está junto a la mujer no tiene las cabezas de león torneadas en el respaldo.

– No. Antes había también un laúd sobre esa silla. Hace muchos cambios. No sólo pinta lo que ve, sino lo que le pega. Dime, muchacha, ¿crees que este cuadro está terminado?

La miré. Su pregunta debía de encerrar algún tipo de trampa, pero no me podía imaginar ningún cambio que pudiera mejorarlo.

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[2] “Woman With a Pearl Necklace”: archivo adjunto [2]