Hastiado desdén; esa era la actitud que madame la marquesa trataba de adoptar ante la revolución.
– También ha habido manifestaciones en Castelnau. Los fabricantes de pelucas protestan porque se les ha arrebatado su forma de ganarse la vida desde que el pelo natural se ha convertido en un signo de patriotismo.
– El protagonista de una obra de teatro que vimos llevaba el pelo muy corto y peinado sobre la frente en un flequillo.
– ¿Qué tal le quedaba?
– Fatal. Se parecía a uno de esos horribles bustos romanos. No te creerías las modas, Sophie. Trajes rectos y blancos. Zapatos atados con lazos rojo, blanco y azul en lugar de las hebillas de plata. Supongo que solo es cuestión de tiempo el que los veamos en provincias.
– Bueno, no debe de haber sido muy doloroso marcharse de allí.
– Claro que siempre tienes cerca a gente divertida. -Claire cogió su bordado y frunció el entrecejo sobre las alas añil de una mariposa. Creaba sus propios diseños, desdeñando los que se vendían dibujados ya sobre raso. Los insectos eran su especialidad: pesadas abejas, peludas orugas. A los once años había pedido empezar a coser su trousseau.
Sophie bebía té a sorbos. Al cabo de un rato, dijo:
– ¿Ha tenido padre noticias de Stephen?
– No.
Por separado, contemplaron los efectos de unos ojos azul verdosos, una sonrisa indolente.
Sophie estaba resuelta a no perder la serenidad.
– ¿Has visto a Stephen, entonces?
– Sí, los De la Motte organizaron una recepción en su honor. Louis de la Motte combatió en la guerra norteamericana con el padre de Stephen… -Claire dejó la aguja y miró a su hermana a los ojos-. Quiere hacerme un retrato.
Sophie miró la pared de encima de la chimenea, dominada por un retrato de Claire y Hubert -ella sentada, él con una mano posesiva en su hombro- sobre un fondo de árboles, colinas y ciervos: la finca de Lupiac, de Hubert, extrañamente dotada a medio fondo de varias columnas rotas que sugerían un templo griego en ruinas.
– Oh, sí, sí. -Claire restó importancia al retrato con un ademán-. Pero ese será totalmente distinto: Stephen está a favor del nuevo estilo natural, al aire libre pero sin posar, no artificial. Va a ser totalmente natural, ¿comprendes? Y también le gustaría hacerme un estudio estilo Rafael o… o… uno de esos italianos, con Olivier.
– ¿Una Madona con hijo?
– Exacto. Está rechazando encargos de todo París, ¿sabes? Está muy solicitado… -Sophie no dijo nada-… así que es un gran cumplido. Tiene contactos con la Asamblea, gracias a sus primos, y es probable que le encarguen un cuadro para conmemorar el aniversario de la toma de la Bastilla o el juramento del Juego de la Pelota, no estoy segura. Tendrá que suavizar su estilo para adecuarse al gusto oficial, que es terriblemente conservador. Tiene pensado hacer una gran obra alegórica…
– ¿El triunfo de la libertad, tal vez?
– Exacto. -Luego tuvo el detalle de reírse; después de todo, era hermana de Sophie-. Te estás burlando de mí, para variar. Pero es cierto que tiene mucho talento, todo el mundo lo dice, y quiere pintarme en Montsignac, en tu jardín. Va a escribir a padre para preguntarle si puede pasar el mes de junio con nosotros.
En invierno, hasta en el más pequeño de los tres salones de Claire había corrientes de aire. Una doncella que había entrado para recoger la bandeja recibió instrucciones de atizar el fuego.
– ¿No te parece una idea espléndida?
Sophie miró la estrecha espalda de la joven arrodillada ante las llamas. Así es todo en la vida de Claire, pensó, todo puede arreglarse.
– Estoy segura de que padre accederá -dijo, respondiendo la pregunta no formulada.
– Sé por qué titubeas, Sophie. Pero él se ha ofrecido, con mucha delicadeza, por supuesto, a pagar por el alojamiento. Comprende… en fin, la situación. En este sentido no hay que preocuparse.
– Es un alivio saberlo.
– Te preocupas demasiado. Stephen también lo ha notado.
Han hablado de mí, pensó. Eso era espantoso.
– Esa pequeña arruga entre tus ojos se hace más profunda por momentos. Debo enseñarte la nueva crema de albaricoque que me compré en París, todo el mundo cree ciegamente en ella. Y tengo unos encajes y un par de guantes de noche para ti.
Ella hizo un esfuerzo.
– ¿Ningún traje recto y blanco? ¿Ni siquiera una faja tricolor?
– Dios nos libre. Por cierto, debemos repasar tu vestuario y escoger un vestido para mañana por la noche. Estamos invitadas a comer en casa de los Linguet. Estará el hermano de Marianne, el teniente… ella lo ha mencionado especialmente. Se quedó prendado de ti el año pasado, ¿te acuerdas?
Dios nos libre, pensó Sophie.
2
La primavera llegó, y le recordó lo solo que estaba. Los médicos con consulta fija, como Ducroix, podían permitirse escoger a sus pacientes; él no. El invierno lo había visto recorrer penosamente las embarradas calles hasta las granjas y aldeas de la periferia (no podía permitirse tener un caballo, aunque alquilaba uno de los establos cuando se trataba de un caso urgente) o cruzar el puente hasta Lacapelle, donde no podían ser muy exigentes con sus médicos. Recorría una y otra vez el conocido plano de sus calles, los sucios callejones y las exiguas casas donde la enfermedad se acurrucaba entre los pobres como un amante, compartiendo su lecho, aferrándolos mientras dormían. Había allí un olor característico, un dulzón y persistente hedor compuesto de río, sopa de col, tinte, excremento, alquitrán, serrín, sudor, el barro dejado atrás por la indefectible riada anual. Al desnudarse por la noche, lo imaginaba adherido a su ropa y olía las prendas que se había quitado, asqueado solo a medias. El olor de su niñez, esperando siempre para reclamarlo. Cada día cruzaba el puente y volvía a entrar en su dominio.
Tenía alquilada una habitación en el segundo piso de la viuda de un cerrajero. Habría sido más práctico haberse alojado al otro lado del río, en Lacapelle, donde ejercía de médico. Pero allí no dormiría.
Conforme los días se hacían más largos y el tiempo más benigno, la soledad lo sacaba de su estrecha habitación por las noches y lo llevaba hasta los confines de la ciudad, donde los jardines se fundían con los campos, y el mundo se extendía ante él en una oscuridad insondable. A menudo lo acosaban prostitutas durante esas excursiones. Pero le asustaban las infecciones de las que sabía eran portadoras y se apresuraba a dar media vuelta antes de que el deseo pudiera más que el miedo.
Había hecho dos visitas a Montsignac. En ambas ocasiones ella no había estado. De todos modos, parecía imposible desde el principio. Por empobrecidos y afables que fueran los Saint-Pierre, no dejaban de ser los Saint-Pierre.
Tomó la costumbre de detenerse en las tabernas que medraban en las afueras de la ciudad, locales bulliciosos frecuentados por tenderos y artesanos -carniceros, panaderos, fabricantes de velas y palmatorias- así como por unos cuantos porteros, criados y jornaleros. Lo saludaban con la cabeza, le invitaban a beber con ellos o lo dejaban tranquilo si lo prefería; su conversación pasaba por encima de él envolviéndolo, calmando su desazón.
Esa primavera solo se hablaba de las recientes elecciones municipales en las que el vicomte de Caussade había salido nombrado alcalde, junto con un consejo formado por aristócratas, administradores de élite y clérigos de rango superior. Lacapelle había votado por los revolucionarios; pero el resto de Castelnau, o al menos la parte de su población masculina que tenía derecho a voto, había preferido las promesas del vizconde de empleo para todos, fin de la carestía de alimentos y eliminación de los indeseables; en pocas palabras, la restauración del orden establecido.
Joseph tenía veintitrés años. Leía latín y griego, había estudiado matemáticas, física y química. Comprendía los más sutiles matices de la obra innovadora de Lavoisier sobre la combustión y su relación con la respiración. Habría podido decir el número de huesos de una mano humana. Practicaba la percusión de pecho, una moderna técnica de diagnóstico desarrollada en Viena, donde se había observado que un pecho sano producía un ruido como de tambor cuando se le daban golpecitos con el dedo, mientras que un ruido amortiguado o agudo delataba la presencia de una enfermedad pulmonar.