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Sophie pensó en un día no muy distinto de ese, el aire azul y el olor a espino, y su madre trajinando en la cocina, preparando la comida porque Berthe llegaba con retraso del mercado. Había que desplumar un pollo. Sophie estaba de pie en el fregadero, pelando cebollas. En el otro extremo de la casa, Claire entonaba la escala musical.

Pero signor Bertelli dijo que yo era la que tenía la voz más dulce, protestó Sophie, también me acuerdo de eso. Claire no me habló en una semana. Sí, pero ¿a quién ha cogido él por la cintura y tratado de besar detrás de la puerta del salón? A ti no, se dijo Sophie.

Luego llegó el terrible verano en que nació Matty y murió su madre. Saint-Pierre se echaba la culpa de ambas cosas, y no se podía contar con él. Con los ojos enrojecidos las niñas iban de una a otra habitación oscura. De la noche a la mañana la casa había perdido su olor a lecho de enfermo. La carta de la madrina de Claire, una viuda adinerada y sin hijos, permaneció sin abrir días enteros; Claire rompió por fin el sello y le contestó enseguida diciendo que llegaría a Toulouse dentro de quince días. A los catorce años, Sophie heredó un jardín, una colección de recetas, un bebé con cólico.

Yo no pedí ser la responsable, pensó, sus puntadas cada vez más rebeldes, nunca quise ser sensata.

Luego, porque había heredado el escrupuloso hábito de su padre de sopesar las distintas posibilidades, admitió: bueno, tal vez sí lo hice. En cierto modo. Tal vez me alegraba que me escogieran para lo que fuera, hasta para pelar cebollas. Una conclusión que tan pronto como la formuló le resultó terriblemente familiar como una verdad sabida desde siempre.

Su mente huyó en busca de consuelo.

Cuando Marguerite estaba en su primera fase de entusiasmo por todo lo relacionado con los jardines y seguía dándose por hecho que siempre habría dinero, había pedido que le enviaran de París los últimos libros y publicaciones que tuvieran que ver con sus proyectos. Entre ellos había obras serias de botánica que se proponía leer. Pero estaban llenas de frases desalentadoras, aun en frances: «Estas fibras, sin embargo, nunca se entrecruzan, y, aun cuando se juntan, no forman nudos, sino una anastomosis entre unas y otras; de ahí esta estructura semejante a una red, tan distinta de una red de verdad».

No mucho después de la muerte de su madre, Sophie había encontrado en el dormitorio de esta los viejos volúmenes amontonados sobre un escritorio, con casi todas las páginas por cortar. Como seguía desconsolada, todo lo relacionado con su madre le era querido. Abrió un libro y empezó a leer.

Hay que reconocer que los motivos que la hicieron volver a esas publicaciones los meses que siguieron no siempre fueron sentimentales ni enteramente científicos. Ciertos pasajes del gran Linneo, por ejemplo, tenían que provocar forzosamente sensaciones perturbadoras si bien no desagradables: «Cierto día, hacia el mediodía, al ver el estigma totalmente húmedo, retiré con unas finas tenazas una antera y la froté ligeramente sobre una de las partes extendidas de los estigmas. La espiga de flores permaneció ocho o diez días, y en la flor de la que había retirado previamente la antera se formó un fruto…». O la obra de Joseph Gottlieb Kólreuter, profesor de historia natural en la Universidad de Karls-ruhe: «Los nudosos estigmas de color rojo oscuro, que hasta entonces se habían mantenido bastante secos, empezaron desde sus largas, delgadas y puntiagudas papilas a secretar la humedad femenina y adquirieron un brillo, como si los hubieran cubierto de barniz o empapado de fino aceite».

Con el tiempo Sophie acumuló una considerable cantidad de conocimientos botánicos. En esta, como en las demás ciencias, su siglo había hecho avances importantes. La sexualidad de las plantas había sido reivindicada, al igual que el papel que desempeñaban los insectos en la polinización (atribuida anteriormente al viento). Los botánicos de toda Europa habían llevado a cabo numerosos experimentos de polinización artificial e hibridación de las plantas para llegar a tales conclusiones. Naturalmente, eso no impidió que sus hallazgos recibieran ataques. Los moralistas argüyeron que escribir sobre la promiscuidad de las flores era fomentar la depravación. Más dolorosas fueron las acusaciones de colegas científicos cuestionando la validez de los experimentos. Kólreuter bufaba de cólera contra los «escépticos contumaces» que tan prontamente sostenían, contra lo que veían con sus propios ojos, que el luminoso mediodía era la oscura medianoche. Pero el escepticismo es esencial a la investigación científica, en la que está en juego el conocimiento en sí. Los jardineros, atentos por encima de todo a los resultados prácticos, no estaban tan interesados en lo que los experimentos de los botánicos habían demostrado como en lo que tenían que ofrecer.

Sophie advirtió que el profesor Kólreuter, al visitar los jardines de otras personas de Westfalia en primavera con un fino pincel que utilizaba para trasladar polen de una planta a otra, efectuó varios cruces exitosos entre especies de clavelinas chinas. Al cruzar una flor doble con una sencilla, observó que los cruces resultantes presentaban por lo general múltiples pétalos; lo que significaba no solo que era posible trasladar características de unas especies a otras, sino también que ciertas características, como la duplicidad, eran más fuertes que otras. Ese germen de pensamiento genético reapareció en otros experimentos en los que el profesor estudiaba el efecto de cruzar flores de distintos colores. El rojo cruzado con el blanco producía un morado pálido, el blanco cruzado con el morado daba un tono blanquecino veteado de violeta, el amarillo y el rojo cruzados resultaban en un intenso amarillo anaranjado.

A través de todos sus experimentos, el profesor Kólreuter detectó un grado de irregularidad mucho mayor en las plantas híbridas que en las originadas de forma natural. Esa era una forma académica de decir que no había modo de saber qué iba a resultar. Por otra parte, el profesor Richard Bradley, de la Universidad de Cambridge, al narrar sus incursiones en la polinización manual de los tulipanes, concluyó con esta emocionante promesa: «Una persona curiosa podría, basándose en estos conocimientos, producir variedades de plantas de las que no se ha oído hablar aún».

¿Soy lo bastante curiosa?, se preguntó Sophie, analizando sus secretos. ¿Y si no estoy a la altura de semejante irregularidad?

Pero ¿qué tenía que perder?

Porque de lo contrario solo había esa interminable costura, y el pensamiento insoportable que acechaba los bordes de sus días: ¿será siempre así mi vida?

4

Avergonzado, confesó no tener las veinticuatro livres que costaba la cuota anual del club. Cobraba cincuenta sous por visita a domicilio, el precio de dos libras de carne de vaca o de cinco misas. Ricard le ofreció enseguida el dinero, rechazando con un ademán los reparos de Joseph. En su opinión, dijo, las cuotas de socio eran ridículamente altas, «concebidas para excluir a los franceses corrientes».

Los Amigos de la Constitución, como se llamaban a sí mismos los Patriotas, se reunían una vez a la semana en casa de su presidente, Étienne Luzac, un hombrecillo rechoncho de andares saltarines que, desde la desaparición del imperio Nicolet, dirigía la mayor parte del negocio textil de Castelnau. Dos lacayos -sin librea, para manifestar el rechazo de Luzac a los distintivos de la servidumbre personal- servían copas y refrescos a los doscientos hombres reunidos en la enorme sala de recepción: ricos comerciantes, abogados, banqueros, dos magistrados, un marqués que había renunciado a su título y ahora daba palmaditas en la espalda al recién llegado al tiempo que le encajaba una escarapela tricolor en el ojal. Por todas partes se veía el uniforme de la Guardia Nacionaclass="underline" tirante sobre la alta tripa de Luzac, amoldándose a los elegantes miembros del ex marqués.

Era asimismo de notar, dada la eminente compañía, la deferencia con que todo el mundo trataba a Ricard. Después de presentar a Joseph a un joven moreno de facciones angulosas, el carnicero se movió de un corro a otro; su mole le hacía fácilmente reconocible en la sala. Cuando le enseñaron un fajo de papeles, asintió en señal de aprobación. Unos hombres, cuya indumentaria y maneras indicaban que estaban por encima de él socialmente, parecían estar pidiéndole su opinión; Ricard se encogió de hombros, dijo algo que hizo reír a sus interlocutores y siguió andando.