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El hombre moreno, un impresor llamado Mercier, no perdió tiempo en interrogar a Joseph. ¿Cuánto hacía que conocía a Ricard? ¿Dónde le había conocido? ¿Por qué quería unirse a los Patriotas? ¿Conocía a alguien más allí? ¿Cuánto hacía que vivía en Castelnau? ¿Qué opinión le merecía Luzac? Los ojos negros y entrecerrados del impresor recorrían la habitación constantemente. La única información personal que ofreció fue que hacía años que conocía a Ricard, mirando a Joseph fijamente como para grabárselo en la memoria. Poco después, llamó a un conocido que se hallaba en el otro extremo de la sala y se acercó a saludarlo. Joseph se quedó donde estaba, no muy lejos de la puerta, donde los lacayos eran fácilmente interceptados.

Se abrió la reunión. La formalidad de la misma fue otra sorpresa para Joseph, quien puso las manos en las rechonchas del ciudadano Luzac y juró lealtad a la Nación, la Ley y al Rey. Prometió hacer todo lo que estuviera en su poder para defender la Constitución aprobada por la Asamblea Nacional y aceptada por Su Majestad. Luzac habló de la importancia que tenía el que se reunieran todos los que buscaban la razón y la justicia, y rogó a Joseph que permaneciera alerta en todo momento en nombre de la libertad, la igualdad y los derechos del hombre. Hubo aclamaciones. La cara de Luzac brillaba de sudor, emoción y por el excelente vino que servían sus lacayos.

Las actas de la reunión anterior fueron leídas en alto por Ricard, que era uno de los dos secretarios del club. Otro miembro resumió la correspondencia recibida en el transcurso de la semana, la mayoría de clubes revolucionarios de otras ciudades. Un banquero que acababa de regresar de la capital informó de la reunión a que había asistido en un convento jacobino abandonado de la rué Saint-Honoré; su pedante informe sobre la rutinaria discusión en la oficina central de París fue recibido con silenciosa reverencia.

Se invitó a los asistentes a hacer preguntas.

Joseph se armó de coraje y preguntó si no podía reducirse la cuota de socio para acoger a aquellos que amaban la razón y la justicia y cuyos recursos eran limitados. Luzac se tiró de sus charreteras amarillas y replicó que esa cuestión ya había sido discutida y descartada en una reunión previa.

– Nuestros gastos son considerables, ciudadano, tan considerables como tendrá ocasión de apreciar. Mantener relaciones con nuestros hermanos de todo el país es necesario pero costoso. Y estamos suscritos a por lo menos dieciséis periódicos solo de París.

– ¿Por qué? -preguntó Joseph, y vio a Ricard disimular una sonrisa.

Fue el ex marqués quien respondió, mientras Luzac, ceñudo, tamborileaba con los dedos en sus muslos.

– Información, estimado hermano, información. El primer deber de un ciudadano es mantenerse informado. Los periódicos de París nos mantienen al corriente de los acontecimientos que tienen lugar en la capital, en especial de las deliberaciones de la Asamblea. En cuanto a la prensa reaccionaria, es esencial para ponernos en guardia frente a las estrategias contrarrevolucionarias. Una valiosísima ventana abierta a la mente del viejo Caussade, ¿no lo comprende?

Joseph lo comprendía, pero persistió. Si no era posible reducir la cuota anual, ¿por qué no la hacían mensual? Discusión, reparos. Finalmente quedó decidido por votación no unánime que las cuotas serían mensuales.

Joseph miró a Ricard en busca de reconocimiento, pero este ya estaba de pie con su propia propuesta: se necesitaban voluntarios para leer en alto y explicar los periódicos y panfletos seleccionados a los trabajadores analfabetos de la ciudad, «llevando la Revolución al pueblo». Esta vez la aprobación fue general. Ricard sonrió y se sentó.

Un hombre que estaba de pie no muy lejos de Joseph tomó la palabra. Propuso que se permitiera a las mujeres hacerse miembros. Las ciudadanas habían desempeñado un papel significativo en la Revolución; no necesitaba recordar a sus hermanos a las mujeres del mercado que habían marchado sobre Versalles el pasado octubre. Las mujeres estaban a cargo de los niños, desempeñaban un papel decisivo en la inculcación de los ideales patrióticos en los ciudadanos del futuro. Además, ya habían llegado noticias de París de clubes que admitían mujeres, como la Sociedad Fraterna de Patriotas de Ambos Sexos; desde un punto de vista práctico, ¿no corrían los Amigos de la Constitución el riesgo de ceder terreno a organizaciones rivales si seguían cerrando las puertas de entrada a las mujeres?

Joseph asentía -los argumentos le parecían de sentido común, irrefutables- al tiempo que advertía que estaba agradablemente achispado.

La voz de Ricard hendió la algarabía.

– Si la Sociedad Fraternal desea admitir mujeres, es muy libre de hacerlo. Pero una cosa es un club y otra muy distinta una colección de faldas. Dejemos que hagan frufrú en otra parte.

Entre carcajadas, la propuesta fue derrotada por abrumadora mayoría.

Al cierre de la reunión formal, los lacayos volvieron a la sala. Más vino. Canciones. Más vino.

Ricard estaba allí, haciéndole señas.

Se marchaban cuando el ex marqués se subió de un salto a una mesa y dirigió el coro:

Ah! Ça ira! Ça ira! Ça ira!

Les aristocrates, on les pendra!

Las estrellas cruzan a medio galope los cielos negros aterciopelados. Le llega la música de las esferas.

Canta con ella: Ah! Ça ira! Ça ira! Ça ira!

Ricard lo tranquiliza.

– Calma, calma.

Una niebla baja se ha levantado sobre el río y empieza a deslizarse por encima del parapeto hasta la calle. Están sentados en lo alto de las escaleras. Sus pies y espinillas han desaparecido, envueltos en la niebla. Él los señala a Ricard, riendo. Este asiente, sigue llenando su pipa.

Al cabo de un rato las cosas se apaciguan.

Joseph bosteza ruidosamente.

– ¡El dolor de cabeza que le espera mañana, doctor! Tiene suerte de que Luzac tenga un gusto tan impecable en vino o el pronóstico sería peor.

Lo dice alegremente, pero Joseph cree detectar desaprobación. Repara en que su compañero parece totalmente sobrio. Aunque con esa mole por cuerpo, Ricard podría beber más que nadie sin que se le notara en absoluto. ¿Hay algún carnicero delgado?, se pregunta. Recordando la carne prieta, los densos huesos.

– Me alegra que se haya sentido tan a gusto en el club. También puede resultarle útil, ¿sabe? Cuando nuestros amigos burgueses se sientan indispuestos, o a sus mujeres les dé por criticar a sus médicos, puede que se planteen mandarle llamar.

– Puede. -Él más bien lo duda.

– Me he encargado de elogiarle profesionalmente cuando he podido…

– Es muy amable de su parte -dice él, conmovido.

– … de modo que, en futuras ocasiones, sería aconsejable mantener la cabeza despejada. -La cazoleta de la pipa brilla al cobrar vida-. Un médico aficionado a la bebida no puede decirse que inspire confianza.

Él abre la boca para protestar. Pero Ricard se le adelanta, poniéndose de pie y ofreciéndole una mano para ayudarle a levantarse.

– Es tarde. Necesita dormir. Y yo tengo que estar en pie a las cinco.

En el puente, el carnicero le estrecha la mano y la sostiene entre las suyas.

– Muy hábil de su parte proponer una cuota mensual. Bien jugado, amigo mío.

El vaga entre las sombras hasta que en la otra orilla aparece la lucecita naranja. Luego levanta una mano que sabe que Ricard no puede ver.