– Me he preguntado muchas veces de quién fue la idea.
– Apenas era un cachorro. Rinaldi lo oyó gemir en el bosque. Preguntamos por los pueblos y pusimos letreros por Castelnau, pero nadie se presentó para reclamarlo.
– Qué raro.
Ella se apoyó contra las rodillas de Stephen y sonrió.
– ¿Sigues loco por Claire? Supongo que debes de estarlo o no habrías venido.
Él rió y le tiró de un mechón.
Lo cierto era que había estado a punto de quedarse en París. Había tenido un enorme atelier orientado al norte y con vistas al Sena, donde se presentaba toda clase de gente para decirle cosas agradables sobre su obra e invitarle a cenar, a conciertos o al teatro. En un café del Palais Royal había una joven de hoyuelos, ojos azules y carácter afable que le complacía. Los castaños habían florecido en los parques y a lo largo de las avenidas. En la Asamblease estaban decidiendo grandes cuestiones; en cada esquina un chico vendía periódicos, gritando hasta desgañitarse. Él trasnochaba bebiendo, charlando y discutiendo; al volver andando a casa una fría mañana de mayo había visto el sol elevarse por encima de Notre Dame. Había descubierto un sastre excelente y adquirido una nueva chaqueta a juego con el color de sus ojos. En el obligatorio peregrinaje a Ermenonville, a sesenta y cinco kilómetros de París, todos los componentes de su grupo habían llorado de emoción ante la tumba de Rousseau. Todos sus amigos le habían insistido en que pasara el verano en sus fincas. Hasta le habían ofrecido una cuarta parte de una cantante particularmente atractiva. Él había rehusado, por supuesto; el amor debía intercambiarse libremente, no podía comprarse ni venderse. Claro que todo era parte de la brillante aventura en la que se había embarcado su vida.
Una docena de veces se había propuesto escribir alegando un encargo urgente, una repentina pero persistente indisposición.
Pero al despertar una tarde lluviosa, hizo el voto de vivir de manera distinta, sin distracciones, consagrado a su obra. Recordó la paz de Montsignac, el río que corría más allá del jardín, las habitaciones llenas de luz. Pensó en dibujar los bosques, las meriendas en los prados, imaginó a las hermanas riendo juntas y las sonrisas que tendrían para él.
Y cuando volvió a ver a Claire, se dijo que todas las demás -las jóvenes de los cafés, las modelos que frecuentaban su estudio, las elegantes e ingeniosas damas que bromeaban con él en los salones- solo habían sido maneras agradables de pasar el rato.
Hay semanas en que rayas, manchas y hasta trozos enteros de cielo azul inducen a salir de casa sin abrigo, de modo que el viento, al soplar por una esquina, se mete por el cuello y uno se da cuenta de que el sol, que hace un minuto brillaba con firmeza, ha sido engullido entero por las nubes; pero luego, sin previo aviso, llega el verano y se nota la diferencia.
Brutus, feliz y saciado, se revolcó a los pies de Mathilde dejando a la vista su barriga espantosamente moteada.
– Tripa de rana -canturreó ella en voz baja, con infinita ternura-, huevas de perro.
7
El almuerzo consistió en sopa de ajo y hierbas, riñones de vaca con cebolla frita, fricando de pato, una fuente de alcachofas marinadas, guisantes, un pequeño solomillo asado rociado de tuétano derretido y con una guarnición de tubérculos, ensalada de achicoria y lengua de buey. El postre -tarta de limón, galletas, cerezas, fresas y compota de ciruela- aguardaba en el aparador.
– ¡Mirad esas zanahorias! -exclamó Mathilde-. ¡Y los nabos! Los han cortado en forma de flores y estrellas, de algo que podría haber sido un barco o un sombrero.
– Berthe pensó que atraerían al forastero de temperamento artístico -dijo Jacques.
– ¡Qué delicia! Transmita mi más sincero agradecimiento a Berthe.
– Cuando yo era joven -comentó Saint-Pierre- estaba de moda servir el pollo al estilo murciélago. Se trataba de atar el ave con las alas estiradas sobre el estómago y las patas dobladas debajo, y a continuación golpearlo hasta romper los huesos grandes. Se servía a la parrilla con una salsa de hierbas.
– ¿Es cierto que en el Nuevo Mundo cada día comen patatas? -Claire arrugó la nariz-. No me las imagino imponiéndose en Francia, por mucho que digan que su sabor es comparable al de las trufas y las castañas.
– ¡Pero si son deliciosas, correctamente preparadas con mantequilla y sal! Y dicen que nutritivas. ¿No es cierto, Morel?
– Si el ciudadano Parmentier es de fiar, así es. -Sentado a la derecha de Sophie, a Joseph le costaba no distraerse con el escote de su vestido-. De cualquier modo, él defiende la patata como pienso para animales. Y como cultivo barato y que llena adecuadamente el estómago de los pobres.
– Bueno, supongo que ellos comerán cualquier cosa.
– No tan de buena gana como imaginas. En Borgoña se ha extendido el rumor de que las patatas producen lepra, de modo que nadie se atreve a plantarlas. Cuando la superstición revuelve el puchero, el apetito no siempre es la mejor salsa.
– Cuando sea mayor no pienso comer más que verdura.
– «Con leche, huevos, ensalada, queso, pan moreno y vino corriente me doy por suficientemente agasajado» -citó Stephen-. De modo que, en cuestiones dietéticas, eres una rousseauniana ortodoxa.
– Esto no tiene nada que ver con él y su nauseabundo Emilio. Es cruel comer animales… Uno hubiera creído que cualquiera lo ve. Pero Sophie se niega a hacerme caso. Reprime a menudo la libre expresión de mi naturaleza.
– ¿Coincide usted con Rousseau en que los hombres que comen carne son más proclives a la violencia que los que la evitan? -Sophie iba peinada de manera distinta, los tirabuzones le caían con suavidad alrededor de la cara. Él se había cortado el pelo muy corto y se lo había peinado hacia delante al nuevo estilo revolucionario. ¿Lo había notado ella?
– Bueno, en lo que se refiere a las pruebas científicas… Pero, como recordarán, para apoyar su afirmación cita la barbarie de los ingleses locos por el roast beef… un argumento bastante contundente, ¿no les parece?
Con las risas de los comensales, la opresión que Joseph sentía en el pecho disminuyó. ¿Qué importaba si su mejor abrigo tenía las mangas gastadas? Se ajustó los anteojos, sintiéndose cada vez más osado.
– Tal vez la preferencia de Rousseau por la dieta vegetariana sea una metáfora inconsciente de su creencia en que la desigualdad que existe en nuestra sociedad permite a los ricos canibalizar a los pobres.
En el silencio que siguió, Sophie ladeó la cabeza y miró a Joseph. Lo miró de verdad, como si lo viera por primera vez, pensó él, notando que se ruborizaba. Ella desvió la cara.
– Un tema fascinante, la conexión entre el cambio social y las modas culinarias. -Saint-Pierre se limpió la boca con una servilleta-. Hace doscientos o trescientos años en este país, las especias orientales como el jengibre, la pimienta de malagueta, la galanga y demás, se utilizaban a diario en las cocinas aristocráticas. Luego, el siglo pasado, nuestros cocineros empezaron a criticar los platos con especias que se seguían sirviendo en el resto de Europa. Nuestras hierbas autóctonas hicieron furor. Ahora comemos comida sazonada con perifollo, tomillo, estragón, cebollinas, albahaca… hierbas tan accesibles al campesino como a su señor. Se podría sostener que cuando disminuyen las diferencias entre la cocina de los pobres y la de los ricos, es inevitable una revolución.
– Mi padre está escribiendo un tratado sobre la historia de la cocina francesa -explicó Sophie. En uno de los ojos, el izquierdo, tenía una mota dorada en su iris marrón oscuro. Y en mitad de la frente, una pequeña arruga vertical. A Joseph esas imperfecciones se le antojaban una clase superior de perfección. Volvió a apurar su copa.
– Últimamente he estado pensando en los pasteles de carne. ¿Por qué han caído en desgracia? En la Edad Media se cubría todo de masa. En los banquetes, los grandes trozos de carne siempre se servían dentro de una costra de masa, y en la mesa de un pobre todo acababa convertido en pasteclass="underline" los lirones, los tejones.