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– Nosotros también contamos entre los pobres -dijo Mathilde a Joseph-. Más que nunca ahora, que los tribunales se han declarado en vacaciones indefinidas y los magistrados se ven obligados a vivir de sus fortunas. Como mi padre no tiene ninguna, pronto estaremos comiendo exclusivamente patatas. No me quejaré. Mostraré alegre fortaleza ante la adversidad.

– Confío en que podamos ahorrárnoslo. -Pero la expresión de Saint-Pierre era sombría.

– El viejo sistema será reemplazado por jueces y tribunales que habrán sido elegidos por votación -dijo Joseph-. Será más justo. La justicia no debe estar corrupta… -Y se apresuró a añadir-: Naturalmente, no era mi intención…

Saint-Pierre restó importancia al comentario con un ademán.

– Tiene toda la razón. Hace un siglo que los tribunales están pidiendo una reforma.

– El tiempo no ha vuelto a ser el mismo desde que esa gente empezó a hacer cosas con cometas durante las tormentas de rayos.-Jacques salió de la habitación indignado, acompañado de un estruendo de platos que no presagiaba nada bueno.

– Se está volviendo imposible -comentó Claire a Sophie-. Tú no lo notas porque te has acostumbrado.

– ¿Se presentará a las elecciones, señor?

A Joseph no le pasó por alto el «señor». Pero ¿qué podía esperarse de un forastero? El mismo había sido incapaz de dirigirse a Saint-Pierre como ciudadano, de modo que no lo había llamado de ninguna manera. Últimamente había estas pequeñas dudas, pequeños obstáculos alrededor de los cuales discurría la conversación.

– No tengo elección. Dicen que recuperaremos el poder adquisitivo de nuestros sueldos deduciéndolos de nuestros impuestos, pero… -Saint-Pierre se encogió de hombros-. Mientras tanto, preferiría no poner a prueba la fortaleza de Mathilde.

En el centro de la mesa había un recipiente lleno de rosas. Stephen arrancó una, torciendo el arreglo y esparciendo pétalos.

– Son sorprendentes los colores que hay en una sola flor. Fíjense… rosa oscuro teñido de burdeos y morado. Y en el centro un tono más pálido. ¿Cómo se llama, Sophie?

– Rosa burgundica. Pero la llamamos rosa de San Francisco.

– Afortunado san Francisco. ¿Qué hay que hacer para ser inmortalizado en una rosa, lo sabe? ¿Requiere ser amable con los animales? ¿Hasta con Brutus?

– Ser amable con las cultivadoras de rosas sería lo más práctico.

– De modo que es su favor, Sophie, el que debo ganar. ¿Qué me pediría?

– Oh -respondió ella alegremente-, lo habitual. Una aguja de oro de un pajar, una hoja del árbol que crece en la cima de una montaña de cristal, un puente que vaya hasta la luna. Solo lo imposible.

– En tal caso, tengo alguna posibilidad. ¿Acaso no es ese el cometido de los artistas y los revolucionarios, la búsqueda de lo imposible? -Y, con un elegante ademán, Stephen le ofreció la rosa.

Ella giró la flor entre los dedos y acabó poniéndosela en su escote de encaje. Mantuvo la cabeza baja. Saltaba a la vista su satisfacción. Si pudiera estrangularlo, pensó Joseph. Cuánto me gustaría verle adquirir ese tono rosa oscuro teñido de burdeos. Y morado.

¿Por qué hasta las mujeres más excelentes…?

– La verdad, Sophie -dijo Claire-, ese tono de rosa desentona con tu vestido.

8

Iba a salir para Burdeos a primera hora del día siguiente. Hasta entonces habían hablado mucho de arte -es decir, él había hablado y ella escuchado- y se habían mirado a los ojos. Habían leído en alto Pablo y Virginia, una novela que los dos adoraban. En una ocasión, sus manos se habían rozado. Era precisa una aclaración, pensó Stephen. Él creía en el escrutinio y expresión de los sentimientos, ¿cómo si no podía alcanzarse la sinceridad? Por eso había invitado a Claire a pasear por el jardín antes de cenar. Como de costumbre, ella había accedido; como de costumbre, a él le había faltado el coraje. Habló de arte. Le aseguró que tan pronto regresara a París se dedicaría exclusivamente a su retrato.

– Pero después de Burdeos le espera su excursión por Suiza. Pasarán meses antes de que lo tenga listo.

– No me llevará tanto, con todos los bocetos. Aunque a duras penas hacen justicia. -Por encima del patio colgaban grupos de rosas blancas y alborotadas, fantasmales a la media luz. Al alargar a la vez la mano, se rozaron. Ella apartó la suya enseguida.

– Lo echaré de menos.

Stephen tuvo que inclinar la cabeza para oírla. En el lado del cuello tenía un lunar de nacimiento que él anhelaba besar.

– Pensaré en usted cada día -prometió.

Ella sopló las rosas. Los pétalos flotaron alrededor de ellos.

– Eso dice. Pero le distraerán las lecheras de ojos azules y rizos dorados. -Había muchas referencias de ese estilo (bromeando, poniendo a prueba) a las otras mujeres que se cruzaran en su camino.

– Eso espero. -Su pronta aquiescencia a las aventuras que ella inventaba era imprescindible para la carga eléctrica que había entre ambos-. Tengo entendido que los establos de las vacas son perfectos para los escarceos.

Ella se echó a reír, pero se apartó cuando él trató de verle la cara.

– Entretanto yo estaré en Blois -dijo-, donde habrá varios niños, muchos perros, oraciones antes del desayuno y mucho tiempo dedicado a exclamar adonde vamos a ir a parar. -Entonces fue capaz de mirarlo.

Este es el momento en que debería terminar todo, pensó él. Ahora, mientras todo sigue siendo posible. En lugar de ello, dijo:

– Sé que no tengo derecho a preguntar…

Pero, por supuesto, ella quería que lo hiciera.

9

La caligrafía de Stephen, muy espaciada e innovadoramente puntuada, serpenteaba sobre dos hojas de papel.

– Solo ha escrito por una cara. -Mathilde nunca había visto semejante despilfarro-. Supongo que eso denota un artístico desprecio hacia las preocupaciones mundanas.

– Denota que es rico -dijo Sophie.

Él les informaba de que las posadas de Suiza eran extremadamente limpias y la comida extremadamente mala. Tenía dificultades para entender lo que le decía la gente. Las montañas eran todo cuanto había osado esperar: «Cada día me despierto sintiéndome muy pequeño ante la Naturaleza en su más sublime manifestación: una magnífica y severa doncella». Había nadado en sus lagos, encajados cual joyas azules en estrechos valles, con sus aguas «heladas pero intensamente estimulantes. Siento mi alma purificada, como un niño puesto en un mundo recién creado».

– Leeré este último trozo a Jacques -dijo Mathilde-. Sigue protestando por la cantidad de agua caliente que Stephen le hacía traer. Dice que es antinatural que alguien se bañe tres veces a la semana, por mucho que venga de un lugar donde los salvajes caminan haciendo el pino.

– Creo que se ha confundido de salvajes.

– ¿Crees que viajaremos algún día? Rinaldi dice que en la palma de mi mano está escrito un largo viaje por mar. Espero que tenga razón; me muero por ver el océano. Y hacerme tatuar el brazo como él, para demostrar que he estado en el Pacífico. No puedo decir que me tiente Suiza… toda esa gente sintiéndose sublime en sus lagos.

– Tal vez vayamos un día a París. Si no se tardara siete días en un coche de cuatro caballos, piensa en el gasto. Y padre pondría mala cara en cuanto se lo insinuáramos, y no pronosticaría más que mal tiempo y bajeza moral.

– ¿Qué me dices de la victoria de las virtudes republicanas? -A Mathilde le encantaba leer los periódicos. El fárrago de noticias locales y extranjeras, ensayos, canciones (letra y música), adivinanzas, enigmas, reseñas, escándalos, insinuaciones y debates casaba muy bien con sus gustos eclécticos.