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– Es cierto. Y para recordárnoslo, Stephen te ha enviado un regalo.

– La muerte de la tiranía -leyó Mathilde. Estudió el dibujo: Brutus a tiza, coronado con laurel y levantando una pata trasera sobre un cadáver cuyas facciones tenían un asombroso parecido con su cuñado.

– No se parece mucho a Brutus, ¿verdad?

– Tal vez no es lo bastante magnífico y severo.

– ¿Crees que Stephen ha cogido antipatía a Hubert por ser Hubert o porque está casado con Claire?

Sophie, que se había preguntado lo mismo, no respondió. Pero tras una breve lucha consigo misma, deslizó otra hoja de papel sobre la mesa.

– También ha enviado esto.

– Sophie, de memoria. Oh, Sophie, eres exactamente tú.

– Me ha hecho la nariz más pequeña y los ojos más grandes. -Pero Sophie se mordía el labio para no sonreír.

– Podría haberse esforzado un poco más con Brutus. Las orejas son completamente distintas. Pero el tuyo es lo bastante bueno para enmarcarlo.

– Por supuesto. -Sophie recogió el dibujo y lo enrolló-. Las mujeres poco agraciadas se ven obligadas a tener en un lugar destacado un retrato en el que salen mejor de lo que son en realidad.

– ¿No irás a tirarlo?

Ella negó con la cabeza.

– Pero, Matty… no hay necesidad de que… padre lo vea.

– No te preocupes -dijo su hermana con amabilidad-. No diré nada a Claire.

10

La mujer lo detuvo en una calle de Lacapelle, poniéndole una mano en la manga.

– Joseph. -La cara angular enmarcada en cabello castaño y ensortijado no carecía de atractivo. Pero no tenía la menor idea de quién era.

La vergüenza hizo reír a la mujer.

– No me reconoces. -Soltó una risita, llevándose a los labios unos dedos huesudos, de uñas cortas. Con ese gesto, los años se desvanecieron.

– Lisette Mounier.

Se quedaron sonriendo mientras la gente se desviaba bruscamente, suspirando o maldiciendo. Él retrocedió hasta un portal cercano y tiró de ella.

– Lisette Ricard. -Cuando él se quedó mirándola, añadió-: Paul no te ha dicho nada, veo. Le dije que te conocí hace mucho tiempo, antes de que te fueras a estudiar para médico.

– Sabía que estaba casado, por supuesto. -Joseph jugueteó con sus anteojos. Ella tenía un hueco en el lado izquierdo de la boca, donde le faltaba un diente. Ella siguió su mirada y se llevó una mano rápidamente a los labios. Él se apresuró a decir-: Tienes buen aspecto.

Y era cierto; estaba muy delgada, con la piel tirante, pero iba limpia y respetablemente vestida. En las orejas llevaba unos pequeños pendientes de oro y un bonito broche le sujetaba el chal. Ricard debía de haber sido un excelente partido para una joven como ella, cuyo padre era un techador alcohólico y mugriento, rápido con los puños si una mujer o un niño andaba cerca. Joseph le tenía miedo y cruzaba la calle o se metía en un callejón si lo veía acercarse.

Le preguntó por la familia.

– Mi madre vive con mi hermana, ¿te acuerdas de Marie?, en las afueras de la ciudad. El marido de Marie tiene un campo, les va bien. Los chicos… -Se encogió de hombros-. Hemos perdido el contacto. Guillaume está en la marina, creo.

– ¿Y tu padre?

– Murió poco después de que te fueras. Se cayó de un tejado. Debía de estar más borracho que de costumbre.

– Lo siento.

– Yo le odiaba -dijo ella con inesperada vehemencia. También había conservado esa forma de acalorarse sin previo aviso.

– ¿Cuánto tiempo llevas casada?

– Cinco años. Tengo dos hijas. Nuestro hijo murió.

Debía de tener dieciséis años escasos cuando se casó, prácticamente una niña. Sin embargo, tenía un aspecto ligeramente reseco que le hacía aparentar más años. Lo veía por todas partes en esas calles: el inconfundible sello del hambre, generaciones enteras.

– Supongo que tú has estado demasiado ocupado con tus libros para buscar una mujer.

– Algo parecido. -Él recordaba vividamente el beso que le había dado en la fría y húmeda habitación donde vivían los Mounier, mientras unos niños se revolcaban alrededor y ella trataba de revolver la sopa. ¿Tenía siete años? ¿Ocho?

– ¿Y ahora?

– No es que ahora abunde el interés femenino por un médico sin dinero y con poco porvenir.

– Oh, no lo sé -dijo ella muy seria-, las mujeres pueden ser muy tontas. -Luego se agitó y se toqueteó el chal-. Debo irme. Tengo una chica que nos echa una mano en la tienda y la casa, y se supone que tiene que vigilar a los niños, pero… -con un movimiento de la cabeza- ya sabes cómo son estas chicas. Tengo que hacer casi toda la compra personalmente, por miedo de lo que pueda traerme. El otro día le vendieron boñigas de caballo molidas como café… ¿te lo imaginas?

Su orgullo era patente: ¡tener a una chica de la que quejarse!

– Te ha ido bien, Lisette -dijo él-. Paul es un hombre excepcional.

Los ojos castaño claro de ella eran exactamente del mismo color que su cabello. Escudriñaron la cara de Joseph como tratando de descifrar un secreto grabado en ella. Puso su ligera mano en la de él como un pequeño y frío animal.

11

La portera entregó a Stephen su correo con una sonrisa en la que la insinuación y la zalamería pugnaban por imponerse.

– ¡Tanta correspondencia, monsieur! Monsieur ha trabajado sin descanso en las vacaciones.

Una vez en su estudio, se tendió en el diván sin quitarse las botas y se quedó dormido, rodeado de las cartas de Claire.

Le había pedido que le escribiera y ella así lo había hecho, casi a diario. Anne, su cuñada, seguía pachucha después de dar a luz a su cuarta hija, esperaba que estuviera disfrutando en Suiza, ¿se parecían a él sus primos?, estaba leyendo una novela ambientada en Persia, había habido una violenta tormenta, ¿a cuántas lecheras había conocido? En pocas palabras, notas encantadoras y vacías. Lo que quería decirle solo podía medirse por su cantidad. Y la tinta violeta que había elegido.

Su amigo Chalier irrumpió en la habitación, exigiéndole que le contara todas las «diabluras» que había hecho, luego lanzándose, sin más, a describir la Fiesta de la Federación que había señalado el primer aniversario de la toma de la Bastilla. Chalier, en calidad de guardia nacional, había jurado lealtad a la nación, sus leyes y el rey en una ceremonia organizada por Lafayette.

– ¡Qué multitud, Fletcher! Ciento cincuenta ciudadanos de todas las clases sociales, e innumerables mujeres. Vi a una duquesa en una carretilla de caoba empujada por sus hijas, a cual más hermosa, todas con guirnaldas de rosas. Lafayette montaba su corcel blanco. Levantamos el brazo derecho, así… -comprobando la pose en el espejo- y cuando el general hubo leído el juramento, todos gritamos: Je le jure! Todos al unísono: Je le jure! Nuestra compañía estaba tan cerca del pabellón real que podría haber arrancado las plumas de avestruz del sombrero de la reina. -Chalier apartó una pila de libros, miró detrás de una maceta de latón abollada en la que había plantada una higuera, abrió y cerró armarios-. ¿No tienes vino? ¿Dónde están tus modales?

– ¿Llovió todo el día, como dijeron los periódicos?

– Diluvió. Una conspiración aristocrática, eso está claro. Pero nada logró desmoralizarnos. Bailamos a la luz de las antorchas alrededor de la Bastilla hasta el amanecer. Me pasé borracho una semana por lo menos. -Chalier hablaba distraído. Había encontrado varias notas y las leía con interés: «Mlle. Thouars, rué de Petit-Pont, 23 bis, llenita, alta, ropajes para posar; Mlle. Coren-tin, passage du Maure, 6, joven m. guapa, de asombrosas proporciones».