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Era heredero de una de las grandes familias sureñas de la noblesse de robe, la nobleza judicial, distinta de la militar. Pero si había nacido bien arropado en el privilegio aristocrático, la vida lo había instruido sobre la endeblez de tal envoltura. Los problemas de su familia habían empezado con el padre de Jean-Baptiste, que a los veintidós años había renunciado a la Toulouse que lo había visto nacer por el brillo de la capital. Por supuesto, era un joven rico, ambicioso, de notable brillantez. Las provincias se le habían quedado pequeñas como un traje raído.

Tenía contactos sociales, en el séquito real, y legales, en los tribunales supremos del soberano. Así fue como obtuvo una sinecura menor -Guardián de Esto y lo Otro Reales- en el Versalles de Luis XV, y también un cargo en el tribunal de apelación de París. Un año después contraía matrimonio con la hija del presidente del tribunal. Su futuro se desplegaba ante él cual alfombra de oro.

Entonces descubrió dos cosas de sí mismo: tenía afición y talento, o eso creía, para el juego, y estaba enamorado, desesperada e irreversiblemente, de una mujer que no era su esposa. Acudía de noche a las mesas de juego con una bolsita de oro en cada mano, y se marchaba silbando al amanecer con los bolsillos vacíos. Le parecía necesario gastar cada vez más en Versalles, para estar cerca de la belleza de cabello castaño que sostenía en su regordeta mano su corazón, como un tembloroso pájaro cantor. En las ocasiones en que la suerte lo acompañaba le compraba esmeraldas, que era lo que ella más amaba en el mundo.

Su hijo asociaba París con ruidos (su madre llorando y tosiendo, voces enojadas) y Versalles con olores (su padre tenía una serie de pequeñas habitaciones mal ventiladas cerca de los aposentos privados reales). Jean-Baptiste vivía para los veranos que pasaba con los padres de su padre en su hacienda de Montsignac, en Gascuña; días largos, irreflexivos, solitarios, jugando en bosques y senderos llenos de flores. Había perros, prados, viñedos, trinos de pájaros, la verde extensión del río. Era el preferido de su abuela, el orgullo de su abuelo. Allí no había ninguna madre con los ojos enrojecidos farfullando detrás de un pañuelo, ni ningún padre con la cara colorada gritando que tenía que hacerse, que la tierra tenía que ser vendida y que, de todos modos, solo era una medida provisional. Ningún niño de expresión severa se mofaba de él -sus picos picoteando, pee, pee, pee- a causa de que el padre de Jean-Baptiste solo fuese un magistrado de provincias con ínfulas y no un verdadero cortesano (a diferencia del padre del niño) ni un comandante militar (a diferencia del padre del niño), y estaba terriblemente endeudado (al igual que el padre del niño, pero eso no es lo mismo cuando se es cortesano y comandante militar).

Su madre llegó tosiendo a una muerte prematura. Su padre lloró de remordimientos, estrechando a su hijo contra su pecho. A través del abrazo, el hijo vio a su padre coger un brazalete de piedras rojas y verdes del tocador de la fallecida y metérselo en el bolsillo.

Un rumor, apenas un murmullo, había empezado a circular en relación con un juez cuyo fallo podía comprarse. El soborno de por sí estaba a la orden del día; el escándalo radicaba en que trascendiera. El presidente del tribunal creyó oportuno que su yerno renunciara a la judicatura para dedicarse enteramente a sus deberes reales. Naturalmente, la resolución del presidente era inapelable.

El muchacho aguantó la década que siguió. París era un lugar triste y vacío. Estudiaba mucho -tenía el hábito de la erudición adquirido sin esfuerzo por los niños solitarios-, y su disciplina se vio respaldada por una mente muy aguda: por lo menos en eso su padre no le había fallado. Tan pronto le fuera posible, emprendería el viaje en sentido contrario, dando la espalda a la capital para matricularse en la escuela de derecho de Toulouse.

El año que Jean-Baptiste leyó a Rousseau fue el año que murió su padre. La mujer de cabello castaño, viuda durante los pasados dieciocho meses, había aceptado la petición de mano de un lejano y adinerado primo, desdeñando así definitivamente a su antiguo amante. Decían que Saint-Pierre había muerto de pena, solo en su maloliente cuartucho del gélido palacio.

El hijo hizo lo que pudo, con ayuda del dinero de su madre. Las deudas absorbieron su herencia y se hincharon, cada día nuevos acreedores presentaban sus pagarés con las iniciales de su padre garabateadas. Él se alegraba de pagar, se alegraba de poder redimir la bancarrota moral de su infancia. Se veía a sí mismo como un honnête homme, un hombre honrado. A una edad temprana había decidido ser la antítesis del cortesano adulador, el marido infiel, el juez que acepta sobornos y roba a los muertos. Cedió haciendas hipotecadas con la mayor despreocupación; Montsignac, que todavía pertenecía a su abuelo, estaba a salvo y era la única parcela de su patrimonio que le importaba.

Optó por vestir ropas sencillas y ligeramente gastadas que jamás habrían sido toleradas en Versalles. Se sentía bastante orgulloso de ser un negado para el baile.

De manera casi natural apareció un cargo en el parlement de Toulouse para el brillante estudiante de derecho. Saint-Pierre se dijo que lo había obtenido con su propio esfuerzo, aunque sabía muy bien que su linaje había pesado otro tanto en su contratación para el tribunal supremo, donde su abuelo había renunciado a su puesto en favor de su nieto. Lo esencial, razonó Jean-Baptiste, era que él se tomara en serio su trabajo y juzgara los casos que le llegaban con imparcialidad, asegurándose cuidadosamente de utilizar su cargo en favor de la gente corriente y mostrándose escrupuloso en su rechazo de los privilegios.

Porque de ese modo se está condicionado por las influencias a las que más se opondría.

Pero tal vez el lector se haya forjado una impresión equivocada de Saint-Pierre. No era ningún mojigato. Tenía la risa fácil, encontraba el lado absurdo de la mayoría de las cosas y tenía una manera de expresarse ligeramente maliciosa. Como los buenos gascones, conocía los placeres de la mesa. Sereno como un juez, dice el refrán, y Saint-Pierre se preocupaba de estarlo, pese a su debilidad por el armagnac y los vinos de Burdeos. Pero la comida era una fuente de inofensivo placer. Chupeteaba los pequeños huesos de los hortelanos asados, se relamía sobre cacerolas de sabrosas salchichas de Toulouse, devoraba patés, soufflés, tortillas, tartas de limón, ostras de Marennes, mirlos corsos, manitas de cerdo rellenas de pistachos, filet mignon con trufas, esos quesos pequeños y redondos de cabra envueltos en ceniza de leña. Tenía especial debilidad por el foie gras de hígado de perdiz de patas rojas. Se permitía pequeñas sutilezas gastronómicas, como insistir en que nunca se debía destripar la becada, sino colgarla por las patas hasta que las plumas caían y las entrañas se licuaban y goteaban del pico.

Si siempre había sido alto, ahora había engordado. Eso también era motivo de orgullo; en Versalles se cuidaba la figura.

La joven con quien se casó era de una familia, aunque perfectamente respetable, ni rica ni bien relacionada; no podía decirse que su matrimonio hubiera sido inspirado por la codicia, el esnobismo o el anhelo de ascender. Claro que a nadie se le ocurrió mirar más allá del motivo evidente de su elección: Marguerite, la novia de dieciocho años, hacía que las cabezas se volvieran a su paso. Junto con la habitual cubertería, mantelería y mobiliario, trajo consigo un séquito de desilusionados solteros que merodeaban afligidos alrededor de la casa, importunándola a ella con sus miradas y asegurándole a Saint-Pierre que era un «tipo con suerte».

Sin embargo la joven, que podía haber escogido entre todo Toulouse, estaba enamorada de su marido, que la hacía reír; y el joven que a menudo despertaba con la cara húmeda después de soñar con su madre llorando, estaba profundamente enamorado de su mujer. Los matrimonios por amor, unidos por el afecto antes que por el deber o la ganancia material, estaban a la mode, y los Saint-Pierre, con sus dos encantadoras hijitas, eran el mismísimo modelo de felicidad doméstica.