– Debes de estar agotada -dijo Sophie-, después de todo lo que has pasado.
– ¡Agotada! -susurró la anciana-. Yo he tenido once hijos, y no dos a la vez como un animal, y siempre estaba de vuelta en los campos una hora después de dar a luz.
– Sí, pero yo no soy un feo espantapájaros con un marido inútil que recurre a la caridad para dar de comer a los mocosos que traigo al mundo año tras año. -En otro tono, Jeanne añadió-: Por favor, no se vaya aún, quisiera saber qué piensa de la tierra.
– Yo no entiendo de eso, pero estoy segura de que tus padres tenían buena intención cuando os compraron a ti y a Henri ese campo.
Un cacareo procedente de la chimenea.
– No, no. -Hizo señas a Sophie de que se acercara-. La tierra que era de los curas. ¿Cuándo nos darán la parte que nos toca?
– No creo que funcione así.
– ¿No? -Jeanne frunció el entrecejo-. Pero todo el mundo dice que el gobierno está quitando a la Iglesia las tierras para distribuirlas a la gente como nosotros. Eso es la Revolución, ¿no?
– Están vendiendo las propiedades y las tierras confiscadas a los mejores postores.
– Pero eso no es justo.
Sophie se encogió de hombros.
En cuanto se quedaron a solas, Jeanne se volvió hacia la andana.
– No me creo una palabra. Seguro que los Saint-Pierre están tratando también de hacerse con todo. No te puedes fiar de los aristócratas, lo sabe todo el mundo. Y mira esto, ¿quieres? -Había desenvuelto las monedas y las mordía una a una-. Esto es todo los que nos da, la muy tacaña… No me sorprendería que no valieran nada.
Su suegra escupió al fuego.
13
El viento y las lluvias moldeaban el otoño haciéndolo invierno cuando Joseph tomó una resolución: no olvidaría que era un hombre de ciencia. Los cumpleaños lo perturbaban, pidiéndole cuentas. El final de ese año amenazaba con sus cálculos y pronto haría dieciocho meses que había regresado a Castelnau.
Solo lo separaban dos estaciones de su primer cuarto de siglo. Tenía que hacer algo antes de que la juventud se le escurriera del todo de las manos. Uno creía tener la vida atrapada, pero un día abría los dedos y descubría que había estado aferrando el vacío.
En Montpellier había conocido la firmeza de propósito. Sus días habían estado enfocados hacia el futuro, que consistía en un conjunto de objetivos alcanzables: conocimientos asimilados, habilidades adquiridas, exámenes aprobados. De pronto todo se acabó y el presente lo abrumó en forma de exigencias, emergencias, síntomas que requerían su atención, toda su atención, inmediatamente, ya.
«Para aliviar el dolor…» Pero ¿por qué eso se había reducido a curar un brazo roto o tratar a ancianos con gota? De estudiante había soñado con descubrir una cura para la viruela o identificar los orígenes de la malaria. Un día volvería a la facultad para hablar ante hileras de caras vueltas hacia arriba, llenas de admiración. En sus libros de texto, una enfermedad llevaría su nombre: Síndrome de Morel, «así llamado porque fue el joven y brillante doctor Joseph Morel quien aisló la causa de este mal hasta entonces incurable y mortal. Morel a continuación desarrolló el tratamiento que ha permitido contener la enfermedad y salvar incontables vidas».
Sonrió al recordar las majaderías que había soltado entonces con sus amigos.
Rebañó el plato con un trozo de pan y apartó los platos vacíos. Tenía que recuperar ese sentido del futuro, intacto y sin una arruga, que esperaba a ser doblado en la forma que él quisiera.
Así, de manera natural, se volvió hacia el pasado. Volvería a ser estudiante y observaría, tomaría notas, analizaría, haría hipótesis.
Ahora, a no ser que lo reclamara un caso o lo esperaran en una reunión, se quedaba en casa después de cenar. En su habitación hacía frío. La leña era cara y de todos modos nunca había sabido lo que era una habitación bien caldeada. Con el abrigo sobre los hombros y sentado a la mesa, escribía, escribía sin parar, mientras el año tocaba a trompicones a su fin y la lluvia resbalaba por su ventana.
Estaba absorto en los malos olores.
Desde los primeros tiempos, una influyente escuela de pensamiento médico había sostenido que la enfermedad era consecuencia de un trastorno entre el hombre y su entorno. El mismo Hipócrates había instado a los médicos a estudiar el entorno en que se manifestaban las enfermedades. El estudiante de medicina debía estudiar el clima y las condiciones atmosféricas, la situación, el suelo, todas las características de una localidad dada que influían en sus enfermedades. No porque fuera posible modificar el ambiente: la tradición hipocrática tenía una visión fatalista del entorno, como un factor que había que tener en cuenta al diagnosticar casos individuales, no como algo susceptible en sí mismo de tratamiento.
En el siglo de Joseph – la Edad de los Remedios-, el centro de interés de la medicina se había trasladado de la etiología a la terapia, del estudio de las causas de la enfermedad a la búsqueda de curas. Los avances en la ciencia y la tecnología habían posibilitado influir en el ambiente. Por ejemplo, hacía tiempo se había observado la asociación entre los pantanos y la enfermedad, pero fue la ingeniería hidráulica del siglo XVIII la que hizo posible drenar las zonas pantanosas del país. Era posible tomar medidas. O eso le habían enseñado.
«Si un desconocido permanece más tiempo de la cuenta en lugares cenagosos, es seguro que caerá enfermo. La virulencia de las aguas estancadas se manifiesta en sus olores nocivos: un indicio claro de la presencia de miasmas portadores de enfermedades.
»Ha quedado demostrado que las emanaciones son producto de la materia vegetal y animal en putrefacción presente en los pantanos. Allí donde se han drenado tales lugares, se ha registrado el correspondiente descenso en fiebres intermitentes, índices de mortalidad e insalubridad general.»
Se sirvió el resto de vino.
«Si el aire viciado por la putrefacción es, de todas las causas de enfermedades, la más fatal, la purificación del mismo debería ser la primera de las preocupaciones del médico. Sin embargo, los terrenos cenagosos no son el único lugar donde pueden detectarse olores putrefactos. También en los ambientes urbanos el hedor es una indicación clara de que se trata de un entorno plagado de enfermedades.»
Se había prometido cambiar las cosas. Abandonaría el mundo habiéndolo mejorado.
«Anoto de paso varios de los medios con que las autoridades municipales podrían intentar remediar esta situación: la periódica recogida de la basura de nuestras calles y su eliminación, enterrándola o arrojándola al mar; la construcción de letrinas públicas; el traslado de las fábricas contaminantes y los pozos de residuos cuyos miasmas no lleguen a asentamientos humanos; o, cuando esto último no sea práctico, el tratamiento de tales lugares con medios químicos, como la aplicación de vinagres fuertes.»
Ya había enviado al ayuntamiento una carta expresando estas opiniones con cierto detalle, y ofreciéndose a asesorar la puesta en práctica de tales medidas de higiene pública en Castelnau. «La riqueza de un estado radica en la salud de sus ciudadanos», había concluido, bastante satisfecho con la fórmula. No había recibido respuesta.
– ¿Qué esperaba si no había nada en ella para Caussade? -dijo Ricard, a quien se había confiado.
Pero Joseph no se había dado por vencido. Se citó con su colega Ducroix, que dirigía el hospital municipaclass="underline" una institución atestada de gente y, en opinión de Joseph, totalmente antihigiénica, donde los enfermos y los moribundos se amontonaban indistintamente en las mismas salas para sofocarse mutuamente con sus hediondas emanaciones. Si lograba persuadir a Ducroix de que aprobara su propuesta, observaría sus efectos en los pacientes, tomaría cuidadosa nota de ellos y pondría por escrito sus hallazgos en un artículo para la Real Academia de Medicina.