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– Temía que tuvieran que arrancárselos, como a Berthe. Sophie le dio lavanda y clavo, pero ella dijo que el dolor era terrible, de modo que fue a que se los arrancaran todos a la feria de Michaelmas. Confiamos en que su carácter mejore en primavera.

– Hojas de roble en agua de lluvia -dijo Rinaldi-, ese es el remedio para el dolor de muelas. O sangre de dragón y mirra… un remedio que se utilizaba mucho en Oriente con asombrosos resultados. Da la casualidad que tengo aquí…

– No te molestes -se apresuró a decir Sophie. Si abriera ese fardo en presencia de Matty y…

Él la miró con reproche.

– El caballero de Poitiers compró un frasco. -Hizo una pausa para dejar que surtiera efecto ese recordatorio de que tenía motivos para estarle agradecida; la conciencia de Sophie era un instrumento sensible que Rinaldi hacía tiempo dominaba-. Además, estas cosas son educativas. También tengo una encantadora tacita, de la más fina porcelana, con un retrato del general Lafayette. O un trapo de cocina con la Declaración de los Derechos Humanos estampada.

– No creo que necesitemos una encantadora tacita. O más trapos de cocina.

Pero Mathilde ya estaba peleándose con las hebillas del fardo y Rinaldi se levantó.

– Algún que otro objeto patriótico podría ser útil algún día en una casa como esta.

– ¿De veras?

Él se encogió de hombros.

– Yo me cuido de llevar todo el tiempo la escarapela tricolor en el sombrero. -Con un elegante ademán, desenrolló un lazo magenta y lo enrolló con ternura alrededor de la cabeza de Mathilde-. Un regalo para mi pequeña dama, per la piú bella, un regalo de Rinaldi.

Le gustaba su hermana. Pero adoraba a Mathilde. Y ahora Sophie se sentiría obligada a comprarle algo de su fardo.

2

Jacques informó a Joseph que Saint-Pierre se encontraba en Castelnau -tal como él había esperado- y Sophie en el jardín.

– Ha salido a su madre, a quien siempre se le dieron bien las flores, aunque es una lástima que no sea ni la mitad de hermosa.

La puerta del patio se hallaba abierta. Ella estaba de pie, contemplando el cielo. Él arrastró las botas y carraspeó para no sobresaltarla.

Ella abrió los ojos y le sonrió.

– Creía que nunca acabaría el invierno.

El viento del este perseguía jirones de nubes por el pálido cielo. Pero el sol brillaba con firmeza y allí, cerca del muro, el calor que se había acumulado podría haberse confundido con mayo si no fuera por el olor a hierba y hojas, el olor verde húmedo de principios de primavera.

Él se desabrochó su chaqueta nueva, amarillo limón.

– ¿Ha caído enfermo alguien del pueblo?

– No, no exactamente, quiero decir… -Se ajustó los anteojos-. Pasaba por aquí -mintió- y se me ocurrió ir a ver al viejo Laval, al que tanto le ha costado quitarse esa tos…

– Le oí el otro día maldecir a voz en cuello a su nieta porque su sopa sabía a orina de vaca. Me pareció sano.

– Ya veo, sí, por supuesto, ahora está totalmente recuperado, ni rastro de la tos, ya no. -Desesperado, señaló la planta más cercana-. Estas flores… ¿cómo se llaman?

Ella arrancó una espiga de color malva y se la ofreció. Él la olió.

– ¿Espliego?

Ella asintió, riendo.

– Conozco las rojas del patio -dijo él-. Geranios. La gente las pone en los alféizares de las ventanas.

– ¿Tiene alguna ventana a la que le dé el sol?

Él tuvo que pensar.

– Es posible.

– Podría plantarle un esqueje en una maceta.

– ¿Lo haría?

– Por supuesto. Uno escarlata, si quiere. O rosas y blancos, como los que tiene Berthe detrás de la casa.

– Mis favoritos son los de color escarlata -aseguró él, que nunca se había parado a pensarlo.

– No lo olvidaré.

– Nunca he… ¿Y si se me muere?

A punto de decir: «No es uno de sus pacientes», Sophie se contuvo. Había algo abrumadamente serio en esos anteojos.

– Los geranios son muy resistentes -lo tranquilizó. Al reparar en su chaleco que era evidentemente nuevo, y el fular rígido del almidón y de un azul deslumbrante, pensó que la gente siempre necesitaría médicos, porque siempre necesitaría esperanza… o la ilusión de esta.

– ¿Entramos? -preguntó ella-. Debe de tener sed…

Él meneó los hombros, disfrutando de su amabilidad.

– Prefiero quedarme aquí. -Y añadió, con mucho atrevimiento-: Con usted.

Los pájaros picoteaban la tierra húmeda, y los rosales echaban sus primeras hojas tiernas. ¿Cuándo había conocido una felicidad tan grande? Lo único que acudió a su mente fue cierta ocasión en que la disección del brazo izquierdo de un cadáver había ido particularmente bien y la carne se había separado limpiamente bajo el bisturí, pero no le pareció muy apropiada.

Una corriente de aire trajo del huerto un puñado de flores blancas que se arremolinaron. Un pétalo húmedo se pegó a la nuca de Sophie. Podría alargar una mano y retirar, con mucha delicadeza, ese pétalo, y ella no se enteraría de que la había tocado, pensó.

Sobre sus cabezas, unos pajarillos marrones armaban bullicio.

– Un granjero me dijo que si entras en un cobertizo de noche con una linterna bajo el abrigo, tapando parcialmente la luz, los gorriones vuelan hacia ella y se te posan en los hombros. Dijo que podías atraparlos a docenas, que es lo que necesitarías para preparar un plato.

– No me gustan mucho las aves, ninguna ave, ni siquiera las que parecen existir solo para ser comidas, como los gansos. Hay algo en las patas de un ave muerta… Y las pequeñas, cuando piensas en su trino y en cómo cae la luz en su plumaje… No es muy distinto de comer flores -dijo Sophie-, y ya puede imaginar lo que diría la gente si sorprendieran a alguien haciendo eso.

– Cuando era estudiante, mis amigos me hicieron un pastel de carne de gato para mi cumpleaños y hasta que no me lo hube comido me estuvieron diciendo que era conejo.

– ¿Y…?

– No sabía nada mal… no muy distinto del conejo, de hecho. Le he tomado el gusto y ahora siempre como gato en mi cumpleaños.

Ella lo miró de reojo.

– Y los domingos un plato de chuletas de perro. -Él levantaba la barbilla al reír. Los gorriones se desperdigaron hacia los rincones más apartados del jardín.

– ¿Se ha encontrado alguna vez preguntándose por el día de su muerte? -preguntó ella-. Es extraño, los meses pasan y nada señala cuál será el último día.

Joseph sabía que los aldeanos apreciaban a Sophie y la compadecían porque no tenía marido. Pero, como había dicho una mujer, no era culpa de los hombres que fuera más alta que la mayoría de ellos y tuviera esa forma tan peculiar de expresarse.

Estaban llegando a la puerta que había en el seto de brezo.

– ¿Qué hay al otro lado?

– Solo unos parterres donde cultivo rosas para venderlas. Y el parque, árboles y demás. -Ella miró alrededor-. Si quiere puedo ir a buscar su geranio ahora, no tardo nada.

Pero era demasiado tarde. Él ya había abierto la puerta y caminaba a través de hileras de pequeños y esqueléticos arbustos. La tierra oscura descendía hasta otro seto; más allá, una franja de prado se abría al vasto y engañoso cielo azul pálido; al final estaban los abedules y el río.

– No hay nada que ver, como puede comprobar -dijo Sophie a su lado. Frunciendo el entrecejo, y sosteniéndose ya sobre un pie ya sobre el otro, como una de esas aves grises que se veían acechando la orilla del río.

Él se había agachado para examinar un retazo de color en la planta más próxima; dos hebras de algodón, una morada y otra malva, se retorcían alrededor de un tallo. También en el arbusto siguiente, y en el siguiente, y el siguiente.

– Los rosales blancos son populares porque crecen con fuerza en los muros que miran al norte. Pero tengo suerte si vendo más de dos docenas al año. -Sophie permanecía junto a la puerta, con una mano en el pestillo.