Выбрать главу

Hay que repetir el proceso cientos, si no miles de veces, para tener alguna posibilidad de producir la rosa que solo florece en la imaginación.

Como puede verse, el final de la primavera es un momento crucial para los cultivadores de rosas. Por eso se entiende que Sophie trabajara hasta tarde con tijeras, pinceles y bolsas de muselina. Que estuviera muerta de cansancio pero que durmiera mal, con las rosas irrumpiendo en una confusión de sueños.

6

Quiere a sus hijas, pero sin ellas los días transcurren mansamente: la navegación no requiere esfuerzo en aguas tranquilas. Hace todas las comidas en su estudio, contiguo a su dormitorio. Su vieja bata marrón, la que Marguerite le bordó con soles amarillos el primer año de casados, le cae alrededor en sedosos pliegues. Come tanto como le place, sin que Sophie esté mirando su plato con el entrecejo fruncido, bajo las órdenes del necio de Ducroix.

Piensa en Sophie. Teme que esté adquiriendo manías de solterona. Debería dedicar algo de tiempo a buscarle marido. Debería escribir a Claire, pedirle consejo, conseguir su ayuda.

En lugar de ello, da paseos por los verdes senderos de verano. Ha desempolvado para tales excursiones su antiguo sombrero de fieltro negro, única reliquia de sus tiempos en los tribunales de Toulouse. El ala ancha, donde las polillas se han dado un festín, está tan agujereada que parece un encaje. Deja pasar el aire, que sopla ligeramente alrededor de su cara.

Al otro lado del pueblo hay un campo que no parece distinto de los que lo rodean. Sin embargo, es el favorito de las alondras. Su canto sale a raudales del cielo azul, día tras día, solo en ese lugar.

Por la noche, el silencio lo envuelve como un ala. Cuando llega el sueño, él se acurruca en su blandura.

Una lechuza llama desde el haya que hay junto a la ventana y él despierta sobresaltado. Advierte que se ha salpicado una de las mangas con el jugo de la carne. Este creciente deseo de soledad que lo lleva a no cumplir con viejos amigos, con antiguos colegas, con sus hijas; la dificultad con que finge interesarse en los asuntos del mundo, ¿cuándo empezaron? ¿A la muerte de su mujer? ¿Cuando Claire se marchó a Toulouse? ¿Cuándo se casó con ese necio insoportable?

Lo han elegido para la nueva judicatura, pero incluso su trabajo, antes una pasión, ya no llama precisamente su atención. Recuerda que creía que la ley existía para civilizar a los hombres. Y lo sigue creyendo, solo que no consigue que le importe mucho.

Es consciente de su afición a los pequeños rituales, a los mimos que dedica a su persona. Me estoy haciendo viejo, piensa horrorizado. Y durante un largo minuto tiene verdadera dificultad para respirar.

Pero ¿es posible, cuando el pasado le olfatea los talones, cuando la niñez le hace compañía como su sombra? El corro de niños lo sujeta en un oscuro pasillo de mármol, clavándole sus huesudos dedos en los brazos. Todavía se sabe de memoria el catecismo para los cortesanos con que lo atormentaban mientras le apretaban una fría navaja contra el cuello: «¿Cuántas clases de nobleza hay?». Y él tenía que responder: dos, la nobleza de espada y la nobleza de toga. «¿Cuál es la más reconocida?» La de espada, porque solo se adquiere después de arriesgar la vida muchas veces…

El reloj de la repisa de la chimenea da la hora. Pronto Jacques llegará con su digestif y algo que comer, algo… pequeño y delicioso.

Segrega saliva anticipadamente.

Se inclina una vez más sobre sus libros y papeles. Cuando la puerta se abre, dice:

– ¿Sabías que antaño las grandes aves se servían enteras, con todas sus plumas? Para los grandes banquetes era habitual arrancar la piel del ave sin rasgarla, tarea endiabladamente peliaguda, diría yo. Se asaba el ave a fuego lento y, una vez hecha, volvía a envolverse en su piel y se llevaba a la mesa. Me cuesta creer que eso mejorara el sabor ya dudoso, imagino, de los cisnes, cigüeñas y garzas.

– Repugnantes criaturas grandes. ¿Por qué querrían comerlas pudiendo saborear un bonito y delicioso zorzal?

– Eres un producto ejemplar de nuestros tiempos, Jacques. Hasta hace un par de siglos que las grandes aves de rapiña no cayeron en desgracia y la gente empezó a comer becadas, currucas, zorzales, alondras y hortelanos. En mi opinión, la sustitución de las aves grandes y decorativas por las pequeñas y sabrosas señala el cambio de la preocupación de nuestros antepasados por el aspecto de un plato a nuestra preocupación por su sabor.

– Berthe se toma muchas molestias con la masa. No creo que le gustara oírle decir lo contrario.

– Ya lo creo, ya lo creo; los crujientes esfuerzos de Berthe son deliciosos. Pero ella no añade colorantes incomestibles como lapislázuli en polvo u hojas de estaño, y cuánto mejor. Eso es lo que habría hecho su bisabuela, con el único objeto de conseguir un plato visualmente asombroso. Hoy día discriminamos entre la salsa marrón y la blanca o entre las grosellas rojas y las verdes porque apreciamos por encima de todo su distinto sabor, y el placer visual que puedan proporcionarnos es una consideración secundaria. Me atrevería a sugerir que la importancia que hoy se da al gusto en un sentido literal corre parejo con nuestros debates sobre arte y literatura en la creciente preocupación por el buen o mal gusto en lo figurativo. Escucha esto…

Revuelve entre el desorden de su escritorio, da la vuelta a un pisapapeles de latón, esparce un fajo de papeles, encuentra el volumen que busca…

– Aquí tienes a Voltaire: «Del mismo modo que el mal gusto en el sentido físico consiste en recrearse únicamente en un exceso de condimentos o en condimentos demasiado fuertes, el mal gusto en las artes está en recrearse únicamente en el ornamento afectado y no responder a la belleza natural». -Satisfecho, levanta la mirada hacia Jacques-. ¿Qué te parece?

– No veo cómo puede saber eso acerca de la bisabuela de Berthe cuando la abandonaron en el porche de la iglesia del pueblo siendo un bebé… Me lo dijo ella misma.

Por un instante, Saint-Pierre se queda atónito. Luego ríe y cierra el libro.

– Los historiadores se olvidan de lo que interesa a la gente -dice-, por eso la mayor parte de la historia es un tostón.

Por toda respuesta, Jacques deja en el escritorio un plato con un dibujo rosa y dorado, un superviviente de la vajilla de Sévres.

– Blancmange -anuncia-, Blancmange blanca con salsa de frambuesas roja.

Saint-Pierre se inclina hacia delante.

Se lleva a los labios una temblorosa cucharada.

Abre la boca.

Cierra los ojos.

7

El chico que hacía recados a Joseph le trajo la noticia de que Luzac había sido elegido alcalde y Ricard tenía un cargo en el ayuntamiento. Después de días lloviznando, la combinación de la buena noticia y el sol de junio fue irresistible. Por una vez, la sala de espera estaba vacía. ¿Por qué no?, pensó, y cerró con llave la puerta antes de cambiar de opinión.

Se sentía alegre y lleno de buena voluntad; exactamente igual que aquella ocasión en que había salido a dar una vuelta en barca en lugar de quedarse estudiando para un examen. ¿Cómo se llamaba ese estudiante suizo con la mancha de nacimiento roja en el cuello que se había caído al agua y después casi murió de fiebres?

Un gato rayado que dormitaba en un muro al sol ronroneó cuando le hizo cosquillas en las orejas. Pensaba en una chica que olía a violetas y cebollas, cómo había apagado de un soplo la vela de su mesilla de noche. Silbó de forma poco melodiosa y un canario en un balcón le devolvió el silbido.

La charcutería de Ricard estaba en una de las pocas calles respetables de Lacapelle, un vecindario donde vivían y hacían compras los artesanos y comerciantes. Joseph pasó por delante de una ferretería y una confitería, ambas cerradas porque era mediodía, descanso que duraba hasta las tres y media. Dos niñas, con vestidos idénticos, jugaban con un aro en la calle. En sus miembros sólidos y el color de su tez y su pelo no vio rastro de Lisette; aunque tal vez los cabellos color zanahoria de la más pequeña tenían tendencia a ensortijarse. Les sonrió y ellas se quedaron mirándole con los ojos azul mate de su padre. La charcutería también seguía cerrada. Pero la joven sentada en el escalón, vigilando con apatía a las niñas mientras desvainaba guisantes en un cuenco de esmalte azul, le aseguró que la familia hacía rato que había terminado de comer y fue a buscar a su señora. Fue Ricard, sin embargo, quien apareció en el callejón cubierto que corría paralelo a la tienda, llenando el estrecho espacio con sus anchos hombros. Recibió la enhorabuena de Joseph con una amplia sonrisa e insistiendo en que pasara y brindara por la ocasión.