– Yo también lo creo -dijo Ricard con calma-. Pero tú tienes buen ojo para la gente. Y en realidad estaba pensando en su familia.
– ¿Sophie? ¿Mathilde? Son… niñas -dijo desconcertado. Luego comprendió-: ¿Monferrant?
– Encontraron cartas suyas entre los papeles de Caussade. ¿Le has oído hablar alguna vez de nuestro ex alcalde?
– No le conozco… solo a su mujer. -Se quitó los anteojos, los miró como si no los reconociera y volvió a ponérselos-. Me dio la impresión de que ella no le tenía mucho afecto. ¿Son cartas comprometedoras?
– No particularmente. Expresiones de apoyo, promesas de ayuda… lo de siempre. -Una vez más, la voz de Ricard se había vuelto suave y acariciadora-. Pero nos conviene que tengas trato con la gente de Montsignac… para que nos informes de todo lo que tengamos que saber.
Se oyeron pasos en el pasillo. Las hijas de Ricard entraron trotando, la mayor con un gatito blanco y sedoso en las manos. Las siguió el impresor apuesto y moreno del club.
– Papá, hay un hombre -dijo la más pequeña.
Mercier saludó a Joseph con una inclinación de la cabeza y entregó a Ricard el periódico de formato grande que traía.
– ¿Se han enterado? -Sus ojos negros mordían-. El ciudadano Capet y su prostituta austríaca han sido arrestados en Varennes, tratando de huir del país.
La niña mayor se plantó frente a Joseph y dejó el gatito en su regazo.
– Me llamo Julie y este es Azúcar.
Unas garras diminutas se clavaron en los muslos de Joseph y el gatito se balanceó en sus rodillas, asustado.
8
Finales de octubre y el cielo nacarado de primera hora de la mañana.
Sophie procuraba andar por el centro del sendero, esquivando el rocío que seguía aferrado a la larga hierba. Tenía la mente ocupada en parte por el recado que se disponía a hacer, en parte por el vestido verde y amarillo que llevaba por segunda vez. Se lo había dado Clarie, que había decidido que el color no le favorecía; siempre se encargaba los vestidos con generosos dobladillos que podían alargarse para Sophie. Pero ¿este no dejaba ver las botas demasiado? ¿Era demasiado tarde para acortarlo para Mathilde?
El sendero se curvaba hacia la izquierda y la torre de la iglesia apareció ante ella. En primer plano, un caballo gris pacía en la zanja verde. Cerca, un hombre desplomado en la húmeda hierba.
– ¿Doctor Morel?
Él se puso de pie como si no recordara muy bien cómo hacerlo. Ella advirtió que no se había afeitado y que tenía el cabello mojado, y se le ocurrió que tal vez estaba borracho. El sol, que salió detrás de una nube, puso la parte superior de sus orejas de un tono naranja rosado.
– Félix Morin ha muerto -dijo.
– ¿Félix? Pero si yo iba a su casa -dijo ella, como si eso lo hiciera imposible.
Él miró la cesta que ella sostenía.
– Puede ahorrarse el jabón… ¿o era una botella de brandy? Lo que sea, ya no lo necesitará.
Ella no le había creído capaz de ser tan brusco. Sus modales, así como la noticia, la impresionaron tanto que soltó una perogrullada.
– Pasan cosas tan horribles…
Él se quedó mirándole las botas. Preguntó con brusquedad:
– ¿Me acompaña? -Y dio media vuelta antes de que Sophie pudiera responder.
Ella dejó la cesta detrás del seto y corrió tras él; lo alcanzó cuando se adentraba en un sendero que cruzaba los campos marrones y pelados. Por unos instantes anduvieron en silencio, Sophie esforzándose por seguirle el ritmo, mientras las puntas de sus botas se ennegrecían por la hierba.
Rodearon un grupo de jóvenes robles y salieron a la soleada falda de una colina, donde el sendero corría paralelo a una estrecha cañada verde oscuro. Como un río de hierba, pensó ella, deteniéndose para recuperar el aliento.
Él se detuvo cuando ella lo hizo.
– Casi no hay una casa en Lacapelle donde no haya muerto un niño en las pasadas semanas. Con el primer frío aparece la fiebre y se propaga como el fuego. Los he visto morir noche tras noche. Félix fue a visitar a sus primos de la ciudad y volvió con tos. Hace dos días se quejó de dolor de garganta. Su padre me llamó anoche… esta madrugada. En cuanto vi al niño supe que llegaba demasiado tarde. Toda la parte posterior de la garganta era como terciopelo blanco. La enfermedad había invadido la laringe. De todos modos, tensé la piel de encima de la tráquea, tenía que intentarlo. Pero me temblaba demasiado la mano para hacer la incisión. Él dejó de respirar. Su padre maldijo y me gritó que salvara a su hijo. De modo que efectué un corte en la tráquea del niño e inserté el tubo. Le alivió un poco, durante un par de horas. Pero las falsas membranas siguieron formándose, cada vez más profundas, hasta donde no llegaba el tubo. De pronto se atragantó y murió. Saqué el tubo y salí. El cielo empezaba a palidecer. Recorrí la calle hasta el pozo y metí la cabeza en un cubo de agua. Cuando volví, Morin estaba sentado en una silla con el niño en su regazo. La lámpara seguía encendida.
Se quitó los anteojos y Sophie vio sus grandes ojos grises, del color del río en invierno.
– Tenía seis años. -Se cubrió la cara con las manos.
Ella le cogió los anteojos, se los limpió con la manga y dijo con toda la ternura de que fue capaz:
– Está agotado. Tiene que dormir y comer algo. Por favor, venga a casa conmigo.
Él dejó caer las manos. Luego se acercó un paso más a ella. No puede ser… Debo de estar imaginándolo… me está mirando como si… Sophie se apresuró a decir:
– Los Morin tienen más hijos, y Agnes todavía es joven, tendrán otros. Es terrible pero pasará, ya lo verá. -Se refería a su angustia, así como a todo lo demás.
Él le arrebató los anteojos y se los puso bruscamente. La mañana se llenó al instante de espeso e implacable vidrio.
– Eso es muy típico de los de su clase -dijo-. Supongo que le conviene creer que en el fondo a los pobres nos les importan mucho sus hijos. Les tranquiliza la conciencia respecto a las condiciones en que viven… y mueren.
– No he dicho eso -protestó ella-. No creí… pero no era mi intención… No…
Ese vestido… qué color tan vil. Como pus, pensó Joseph. Pasó por su lado sin decir palabra y regresó, a paso rápido, al pueblo.
9
Su mirada amarilla nunca se aparta del rostro de ella. Con la cabeza ladeada, escucha con atención.
– «¡Cuánto habéis cambiado vos, y solo vos, en estos dos meses! -entona Mathilde-. ¡Dónde están vuestra languidez, vuestro disgusto, vuestra expresión de desaliento! Las Gracias han vuelto a ocupar sus puestos; todos vuestros encantos os han sido devueltos; la rosa recién abierta no está más fresca y radiante…», etcétera… Este trozo es bueno: «¡Oh, cuan infinitamente más amable os mostrabais cuando no erais tan hermosa! ¡Cuánto echo de menos esa lastimosa palidez, precioso aval de la felicidad del amante, y detesto esa briosa salud que habéis recuperado a expensas de mi reposo!».
El libro se le resbala del regazo y cae en la alfombra. Brutus se acerca despacio, meneando la cola. Ella recoge el libro y sigue leyendo, y él se sube de un salto a sus rodillas.
– «¡Cuánto detesto esa briosa salud!» -dice ella, rascándole detrás de las orejas.
El perro le lame la barbilla.
– «Esos ojos brillantes, esa tez radiante…» Pero ahora tienes que bajarte… -Brutus se acurruca rápidamente en su regazo-. ¡Abajo he dicho!
Él suspira y cierra los ojos.
– «Estoy cansado de sufrir en vano…» -Ella cambia de postura, como si fuera a ponerse en pie.