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Una noche de invierno en que la familia de Joseph se había sentado a cenar, habían oído un arañazo en la puerta. Su padre abrió y allí estaba Lisette. Encogida en el umbral, no dijo nada, se limitó a mirar fijamente a los niños sentados alrededor de la mesa. Su padre cerró la puerta y volvió a su sopa. «Una vez que empiezas…», había dicho.

«No siento sino la más profunda admiración y respeto por usted.»

Pero ¿qué sabía él de Sophie, después de todo? Tal vez le había hablado sin querer con severidad, pero ¿acaso ella no lo había provocado? Con esos aires caritativos que a duras penas podían ocultar su profunda indiferencia hacia ese niño, sus padres, el modo en que miles de personas vivían y morían.

Las calles estaban llenas de chicas como Lisette.

11

En el quai des Grands Augustins, un hombre vendía castañas asadas. El negocio andaba flojo: hacía tanto frío que nadie quería detenerse en su puesto.

La carta que Stephen sostenía tenía fecha del 9 de septiembre. Había llegado sin problemas dos semanas antes de Navidad.

Se dijo que había intentado ir. Había querido partir en marzo, en mayo.

George escribía que el final había sido repentino y sereno: «Cuando Hatty entró en la habitación de mamá por la mañana no pudo despertarla. Mandamos llamar a Belleville, pero no había nada que él pudiera hacer, y ella no volvió a recuperar el conocimiento».

Había querido ir.

No podía dejar de pensar en su pelo, que le llegaba hasta los muslos cuando lo llevaba sin trenzar. Él se sentaba en su regazo y ella dejaba que el pelo le cayera alrededor, una cortina dorada y ondulada que lo protegía. El lo acariciaba y el pelo brillaba bajo su mano, cerraba los ojos e inhalaba una tibia fragancia a carne. «Ella nunca se quejaba, de modo que no tenemos ni idea de cuánto sufrió.»

El padre de Stephen, John Fletcher, había sido un arquitecto de cierto renombre, único hijo de una antigua familia de Virginia conocida en toda la colonia por la solidez de sus inversiones y la excentricidad de sus ocupaciones: la arquitectura, por ejemplo. En su juventud poseyó un talento innegable, un encanto sin límites, un perfil clásico y una fortuna personal. La buena sociedad se aseguró de que las invitaciones que recibía de damas con hijas casaderas llenaran tres repisas de chimeneas y pasaran a una mesa de alas abatibles.

Un día un empresario llamado Edward Clay fue a ver al arquitecto con la intención de contratar sus servicios; Clay iba a casarse el año siguiente y deseaba empezar su vida de casado en una mansión diseñada por el hombre cuya estrella parecía resuelta a brillar más que el firmamento. Fletcher declinó la oferta; acababa de contratar a un secretario para rechazar encargos, y no tenía necesidad de los altos honorarios que Clay le había ofrecido como incentivo. Pero declinó encantadora y evasivamente, como era su estilo, porque detestaba no complacer; de modo que Clay se quedó con la impresión de que todavía era posible hacer cambiar de parecer al joven, y acometió tal tarea, insistiendo en que asistiera a una cena íntima para treinta organizada en honor de su futura esposa. Así fue como el arquitecto se encontró a sí mismo sentado a la derecha de una joven de diecisiete años con hilos de oro por cabellos. Ella le sonrió, y sus vidas dieron un viraje y colisionaron. A primera hora del siguiente día, Fletcher aceptaba la oferta de Clay. Después de lo cual fue necesario llamar a mademoiselle Caroline Gallier para informarle del hecho; y, antes de que ella volviera al sur con sus tíos, fue imprescindible solicitar su opinión sobre toda clase de urgencias arquitectónicas, desde las dimensiones de los salones octogonales hasta la selección de los materiales para los cimientos. El escándalo que inevitablemente siguió tuvo repercusiones en el comercio, la agricultura, la navegación y -cómo no- la arquitectura, y animó las sobremesas de dos continentes. John Fletcher y su esposa yacieron en su lecho envueltos en el brillante desorden de los cabellos de ella, riendo entre besos.

«Haced lo que os dicte vuestro corazón -aconsejaba ella años después a sus hijos cuando titubeaban entre varias opciones-. Haced lo que os dicte vuestro corazón y sed felices.»

Así, en lugar de regresar a casa Stephen había pasado el verano en Italia. En Toulouse, después de dos semanas deliciosas, Claire había expresado en alto sus escrúpulos; él se había dejado convencer. El virtuoso drama del amor al que había renunciado lo sostuvo a través de todo lo que siguió: frescos, ruiseñores, diarrea, campanarios, ópera, cardenales, rateros, mármol, limoneros, claroscuro, tumbas, vistas, malos entendidos, luz de la luna, quema-duras del sol, querubín, caseras, mortadela, cipreses, retrasos, alcantarillas, grutas, martirios, trípticos, terracota. Daba solitarios paseos a lo largo de viejos ríos y experimentaba con la melancolía.

Cuando volvió a París le esperaba la carta de su madre. Decía que lamentaba que hubiera cambiado de planes puesto que deseaba volverlo a ver. Ni una palabra de su enfermedad, por supuesto. Le decía que temía por su seguridad, que había perdido a su marido en una revolución y no quería perder a su hijo en otra.

Llevaba dos días muerta cuando él había leído la carta con una sonrisa y la había dejado a un lado. ¿La había contestado siquiera?

«Estamos perturbados por los alarmantes informes que nos llegan de los esclavos que se están rebelando en Saint-Domingue y esperamos fervientemente que los disturbios no lleguen hasta aquí.» Y más adelante: «¿Cuándo regresarás para hacerte cargo de la plantación?».

Él había querido ir. Arrojarse a los brazos de su madre, explicarles a todos que no podía hacer lo que esperaban de él, que sus ambiciones no eran los frágiles sueños de un niño, sino las resueltas intenciones de un hombre que no iba a dejarse disuadir. La semana anterior sin ir más lejos se había encontrado a sí mismo frente a la oficina de transporte, y de no haber sido porque llegaba tarde a una cita con Chalier para almorzar, habría preguntado por un camarote para el Año Nuevo.

El amor siempre era urgente. ¿Cómo podía haber creído posible posponerlo, dejarlo de lado en un estante y tomarlo de vez en cuando para quitarle el polvo?

Entre las grandes ideas redentoras que habían revolucionado su siglo estaba la creencia en que todo el mundo tenía derecho a la felicidad. La gente era en esencia buena, y todos, no solo una minoría privilegiada, tenían derecho a sacar provecho de la vida. Stephen creía sin duda en tales cosas. Piénsenlo bien antes de tacharlo de necio y equivocado.

La oscuridad había invadido la habitación a su espalda mientras el cielo invernal se teñía de rosa y malva sobre el Sena. Se apartó de la ventana, encendió velas y, sentándose a la mesa, empezó a escribir: «Amor mío, sé que acordamos que era mejor no volver a vernos».

1792

1

Aquel atardecer había habido una fiesta para celebrar que Marianne Linguet cumplía cuarenta y cinco años. Sentada ante el espejo, Claire se felicitó por haber evitado el color que había llevado la mitad de las mujeres invitadas a la fiesta, boue de París: no favorecía al color de su tez. En su lugar había escogido un vestido suelto de un delicado rosa champiñón. Cuando, cediendo a los ruegos de su anfitriona, se levantó para cantar, fue consciente de cómo la miraban los hombres y cómo observaban las mujeres a los hombres.

Bostezó, y deseó que la chica, que era nueva y lenta, se diera prisa y terminara de cepillarle el cabello.

Marianne había llevado unos pendientes de diamantes, regalo de su marido. «No hay mejor joya para una cara que envejece, querida… no es que la suya vaya a necesitar ornamento alguno cuando tenga dos veces mi edad.» ¿Era eso cierto? Claire examinó su reflejo, llevándose una mano a la mejilla. Últimamente le había parecido detectar…