– ¿No deberíamos estar tejiendo ropa interior para nuestros soldados? -pregunta Isabelle.
– Cualquier prenda tejida por mí constituiría un acto antipatriótico.
– Dicen que solo es cuestión de tiempo antes de que Prusia acuda en auxilio de los austríacos. -Isabelle mira a Sophie desde debajo de su sombrilla-. ¿Te alegrarás si los monárquicos ganan la guerra y todo vuelve a ser como antes?
– Nada puede volver a ser como antes -dice Sophie-. De todos modos, hay muchas cosas que no han cambiado… Ahora muere de hambre casi tanta gente como en el ochenta y nueve.
– Ni la Asamblea puede decidir las cosechas.
– Pero podría controlar la distribución del grano o fijar el precio de la harina.
– Lo siguiente que harás es sujetarte las faldas y saquear las tiendas de comestibles.
– ¿Por qué no? Debemos esforzarnos por ser modernas -dice Sophie, agachándose para pasar una mano por la fuente-. Es lo que se espera de las mujeres sin marido.
Isabelle no dice nada.
Una paloma está bebiendo de la pila: no hunde el pico muchas veces y muy deprisa, como los demás pájaros, sino que lo mantiene en el chorro de agua. Mira con los ojos en blanco a Sophie y arroja cuentas iridiscentes en su dirección.
Una escalinata ancha y poco empinada las lleva a la balaustrada desde donde se ve a Castelnau descender en declive: primero tilos, chimeneas, muros, luego árboles en sus arpegios de verde, con las ramas todavía visibles entre las hojas. Hacia el sudeste, al otro lado del río, apenas se distingue la torre de la iglesia de Montsignac.
Isabelle, baja, delgada, poco agraciada, pone una mano junto a la de Sophie en el mármol.
– Tengo algo que decirte. -Tiene las uñas bonitas, óvalos rosa pálido con pequeñas medialunas brillantes-. Estoy prometida.
– No es posible -dice Sophie antes de poder detenerse.
– Se llama Louis Peronne. No le conoces. Un primo… bueno, una de esas personas a las que llamas primo aunque no lo es en realidad. Un farmacéutico. Padre hubiera preferido un hombre de profesión liberal, pero no tengo lo que se dice mucho donde escoger. Louis es viudo. Con dos hijos, los dos casados y viviendo en Cahors. Él es de aquí, volvió hace ocho meses, al morir su mujer. -Isabelle habla sin parar-. Tiene cincuenta y seis años.
– Es una noticia maravillosa. Espero que te haga inmensamente feliz, estoy segura de que lo hará. -Sophie recorre con un dedo el dorso de la mano de su amiga, le da palmaditas en la muñeca. Qué calor está haciendo, más propio de julio que de abril.
– Me gustaría tener hijos -dice Isabelle-, antes de que sea demasiado tarde.
– Sí.
– Él parece amable.
Ella se inclina para darle un beso.
– Tendrá que responder ante mí si no lo es.
Cerca de ellas, un hombre está dando instrucciones a su hijo.
– Cuando se contempla una vista, hay que buscar la simetría y admirarla.
El niño, de unos ocho años, tiene exactamente la misma cara seria de su padre. Mira fijamente las estatuas, los senderos, la gente, los pájaros, la luz que cae de refilón, los olmos de hojas nuevas.
– ¿Es eso? ¿Allá, junto al agua?
De este modo el momento se endereza, y Sophie e Isabelle se miran y sonríen.
– Yo quería casarme lo antes posible -dice Isabelle-. Ya he esperado bastante. Pero Louis tendrá un nieto pronto y su nuera no quiere viajar con el calor, así que hemos decidido que en septiembre. Imagínate, Sophie, seré abuela antes que madre.
Vuelven a adentrarse en el parque, donde el soldado pasea cogido del brazo de su novia, en cuyo brillante pelo la luz cae como miel. Sophie aparta la mirada. Ahora soy la única, piensa.
– Tengo una confesión que hacerte -dice Isabelle, acercándose-. Debes prometerme que no te reirás. -La buena de Isabelle, que quiere regalarle la confesión de una pequeña locura-. Llevo todo el otoño y el invierno fantaseando… bueno, me he sorprendido pensando en Joseph Morel. A veces antes de desayunar. Cuando tuve esa fiebre, ¿te acuerdas?, él vino casi cada día a verme y yo… ¿Sospechabas algo?
Sophie hizo un gesto de negación.
– Continuamente buscaba pretextos para mencionar su nombre. Estaba segura de que te darías cuenta. -Unos gorriones extáticos baten las alas al pie de un árbol, gorjeando con fuerza-. No es que… Sabía que me miraba como a una paciente más. Era… no sé, una especie de locura. -Coge a Sophie del brazo-. Es totalmente distinto con Louis. Con Louis -dice con firmeza- no hay nada de todo eso. -Luego, porque su amiga calla-: ¿Crees que fui muy tonta?
– No, no, en absoluto -responde Sophie.
Antes de tener a Brutus, había tenido miedo a la oscuridad. Su hermana le dejaba una vela encendida en su habitación por las noches, y luego se preocupaba. Una imagen borrosa en los lindes de su memoria mostraba a Sophie entrando de puntillas en su habitación para asegurarse de que no ardían las cortinas de la cama; el cabello le caía suelto sobre los hombros, envueltos en algo azul.
Sophie insistía en que las polillas habían atacado el chal indio y se había desprendido de él hacía demasiado tiempo para que Mathilde, que entonces solo era un bebé, lo recordara. En cualquier caso ella nunca se lo había puesto, decía Sophie, era de Claire, se lo había enviado su padrino de Pondicherry. Matty había oído mil veces que este siempre enviaba a Claire un regalo para su santo hasta que, cuando ella tenía doce años, llegó una caja de sándalo con una nota dentro, escrita con su puntiaguda y casi indescifrable letra, anunciando que había conocido a un sadbu, un hombre santo errante, y se proponía cerrar su almacén y partir en peregrinación a una cueva que se elevaba por encima del mundo en las nieves del norte, en el otro extremo de ese país. Y que era la última vez que alguien tendría noticias de él.
Pero Mathilde estaba segura de haber visto el chal azul… Solo que, cuando trataba de mirar la imagen, esta se negaba a quedarse quieta. De todos modos, estaba segura.
A su lado, Brutus cambió de postura y gimió. Ella puso una mano en su tibio flanco, notando cómo subía y bajaba.
A veces la asustaba, despertándola con un ladrido o bajando de un salto de la cama para gruñir furioso a la ventana. Cuando eso ocurría, ella se obligaba a levantarse y mirar fuera para escudriñar la colección de formas que había en el jardín, de color negro aterciopelado o iluminadas por el resplandor amarillo limón de la luna.
Por lo general, al cabo de unos minutos la cola y las orejas de Brutus se relajaban, y volvía a instalarse en mitad de la cama, de modo que ella tenía que apartarlo para meterse. Pero a veces arañaba la puerta y, cuando ella le abría, salía sin hacer ruido y no volvía hasta mucho rato después de que ella se hubiera deslizado de nuevo bajo la colcha, de modo que no siempre lograba esperarlo despierta.
Ratas, se decía, o lechuzas. O algún gato del pueblo. Había que subir a las montañas para encontrar lobos, no había ninguno por los alrededores, ella ya no era ninguna niña para asustarse de las historias que Berthe contaba junto a la lumbre en invierno.
Pero en una noche sin luna, imaginaba, y a una hora muy avanzada y de mucha quietud, no serían ratas, ni lechuzas, ni gatos. Ni siquiera lobos.
Brutus le avisaría, por supuesto, mucho antes de que entraran en el patio, tal vez hasta en el preciso momento en que se internaran por el sendero. Ella miraría por la ventana y, al ver la antorcha, sabría qué hacer.
En una esquina de su habitación había una puerta baja de paneles oscuros. Se abría no al esperado armario, sino a un tramo de escalones empinados que conducían a uno de los grandes desvanes. Por ahí se proponía escapar, cogiendo la vela de su mesilla de noche y deteniéndose solo para cerrar con llave la puerta a sus espaldas; ya había puesto la llave del otro lado, para estar preparada. Brutus y ella estarían a salvo en el desván antes de que ellos aporrearan la puerta principal. Mucho antes de que ellos irrumpieran en el piso de abajo.