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Joseph trató de no quedarse mirando, pero se quedó hipnotizado por una gota de sudor que se deslizaba por el exquisito escote y se metía en la blusa. Sin pensar, se quitó los anteojos y volvió a ponérselos rápidamente.

Mercier dijo algo a la joven, que había rodeado la mesa y volvía a estar muy cerca de él, y ella sacudió la cabeza, riendo. Él deslizó una mano hasta sus nalgas y todo el cuerpo de ella se volvió hacia él, abriéndose invitadora como una flor.

Ella debía de tener… ¿quince? ¿Dieciséis años? Su piel aún no había perdido la cualidad de absorber y reflejar simultáneamente la luz. Joseph se obligó a apartar la mirada y concentrarse en volver a llenar su vaso.

En la puerta, ella se volvió por última vez y envió un beso a Mercier. El impresor le dijo adiós con la mano; su rostro de facciones angulosas estaba distendido en una sonrisa.

No era la primera vez que Joseph había presenciado el efecto que tenían en las mujeres los ojos azabache y el pelo negro y desordenado de Mercier. Buena planta: ¿dónde estaba la revolución que iba a enmendar la injusticia de semejante lotería?

Ricard habló con tono desapasionado, inexpresivo.

– Bueno, si todos estamos satisfechos… es hora de volver a casa al lado de nuestras mujeres.

Chalabre y Luzac murmuraron algo, asintieron y empezaron a recoger sus cosas. El abogado pescó el último pepinillo, lo comió de dos bocados y se limpió los dedos en una servilleta.

Mercier y Ricard se miraron, uno a cada lado de la mesa. Al cabo de un momento el impresor bajó la mirada y juntó sus papeles.

– Creo que comeré algo antes de volver a la imprenta -dijo sin dirigirse a nadie en particular.

Joseph recordó que la mujer de Mercier había dado a luz a su primer hijo hacía cuatro o cinco meses. ¿No le había dicho alguien, quizá Ricard, que volvía a estar embarazada?

El carnicero se levantó.

– Trabaja demasiado -dijo a Mercier-. No va a ganar nada arruinando su salud. Debería cuidarse… ¿Qué haríamos sin Le Citoyen para expresar nuestras opiniones?

Mercier se encogió de hombros. Pero levantó la mirada, satisfecho.

– Siempre hay tanto que hacer. La edición de la próxima semana ni siquiera está medio lista.

– Lo que me recuerda… -Ricard se acercó a la ventana y se detuvo con la mano en el pestillo-. ¿No me dijo que nuestro amigo aquí presente se había ofrecido para escribir algo para usted? Sobre la higiene y la enfermedad, ¿no es así, doctor?

Joseph había estado contando monedas para sumarlas al montón de la mesa. Se puso colorado y murmuró una frase ininteligible, se le cayó una moneda y se agachó agradecido debajo de la mesa para recogerla. En un momento del invierno había sugerido el artículo a Mercier, quien había fruncido el entrecejo y dicho: «Ya le avisaré». Y en eso había quedado todo, o eso había creído él. Pero era evidente que el impresor se lo había mencionado a Ricard; burlándose, sin duda, de la osadía de Joseph al pretender…

– Un tema que viene al caso, ¿no le parece? La clase de material que Le Citoyen necesita para demostrar que está bien versado en las preocupaciones cotidianas. Consejos prácticos junto con el debate sobre la relación entre la enfermedad y las condiciones de vida antihigiénicas. Debería acompañarlo de un editorial denunciando a los terratenientes que rehuyen sus responsabilidades.

Joseph se guardó la moneda en el bolsillo y, cogiendo su maletín, permaneció con la cabeza gacha. Por fortuna, Chalabre y Luzac ya estaban en mitad de las escaleras. Se acercó con sigilo a la puerta.

Ricard abrió la ventana de par en par, estiró los brazos hacia la cálida noche y se volvió de nuevo hacia el impresor.

– Supongo que no tendrá inconveniente.

Toda la atención de Mercier parecía concentrada en la hoja de papel que rompía en trozos cada vez más pequeños. Sin levantar la mirada, replicó:

– Será preciso revisarlo, por supuesto, eso debe quedar claro.

– Me refería a la ventana -dijo Ricard, y salió de la habitación.

6

Su habitación, en una esquina, tiene dos ventanas: una mira al patio y al parque, la otra está orientada al este, al pueblo, a campos de rastrojos donde han soltado los gansos para que coman, a colinas, próximas y lejanas. Allí, debajo de la vista más amplia, está sentada Sophie. Lleva sentada… ¿es posible que media hora?

Se obliga a poner boca abajo el retrato a lápiz y lo desliza debajo del catálogo de Poitiers, que está abierto en su escritorio. Por fin es posible valorar, ordenar, clasificar las rosas.

El cultivador hace propaganda de treinta y ocho variedades. La más barata, una Rosa Mundi entre rosa y roja, por ejemplo, cuesta veinticuatro sous. La más cara, a doce livres, es un nuevo rosal descrito como Moss Provins: «Égalité. Hermoso, de flores de color rojo rosado, muy dobles, dispuesto en arbusto. Follaje ordenado orientado hacia arriba. Intenso aroma. Crecimiento abierto. Hasta una vara y media de altura». Un rosal que combina las espectaculares flores típicas de los rosales Moss con el follaje vertical de su antepasado Provins… Pero a ese precio, Égalité está más que fuera del alcance de Sophie. De todos modos, seguro que coge moho, como todos los Moss, y «crecimiento abierto» es otra manera de decir que hace falta sujetarlo.

¡Doce libres! Se pregunta cuánto está cobrando Tassin por sus rosas de China, demasiado escasas para aparecer en su catálogo. Ella le había cobrado treinta livres la docena y se había felicitado por su sagacidad. Debí pedir consejo a Rinaldi, piensa sombría. Tal como están las cosas, ya no me queda nada. Y enseguida, porque está preocupada por el dinero, considera gastar más a modo de consolación: una Blanche de Belgique tiene un precio muy razonable de dos livres…

– ¿Qué estás haciendo? -Claire, con la espalda arqueada, entra sin llamar. Se echa con exagerado cuidado en la cama, suspira y, al cabo de un ratito, vuelve a suspirar.

Sophie se dice que no va a levantarse de un brinco, ir a buscar cojines, colocar bien las almohadas.

– Sophie -dice Claire débilmente-, mi espalda… ¿Te importaría…?

Sophie se levanta de un brinco, va a buscar cojines, coloca bien las almohadas. Reconocer un hábito no es lo mismo que modificarlo; la aquiescencia llega únicamente a un precio más alto.

A modo de gracias, Claire repite su pregunta.

– ¿Qué estás haciendo?

– Hojear un catálogo de rosas. ¿Cómo estás hoy?

– Como siempre… hinchada, cansada, fea. -Y con sinceridad-: Aburrida.

– ¿Quieres que te lea algo? O podemos coger una prenda que remendar y charlar.

– Oh, ¿lo harías? Pero un libro no… todas esas historias de virtud alegremente premiada o trágicamente castigada.

– No tiene que ser una novela. A veces la Encyclopédie puede…

– Debería hacer un esfuerzo para acabar de bordar ese chaleco. No es que crea realmente que vaya a haber un final… No logro recordar cómo era la vida antes de este niño. Mi costura está en la habitación. O en el piso de abajo. ¿Podrías…?

Cuando Sophie vuelve, su hermana tiene el entrecejo fruncido.

– ¿Es Olivier llorando? ¿Lo has visto hoy?

Sophie escucha.

– Es alguien llevando cerdos por el sendero. Angélique ha sacado a Olivier de paseo. Hasta el río, creo.

– ¿Llevaba su camisa abrigada? Hice bien en no dejarle ir a ese horrible país, ¿verdad? La pobre Anne.

La última carta de Anne traía la noticia de que su bebé recién nacido, el tan anhelado hijo, había muerto de fiebres. Están apenados, por supuesto, por esa pequeña y lejana tragedia, pero no sorprendidos. Inglaterra es humedad, miasmas, niebla, la enfermedad que te invade el cuerpo con cada bocanada de aire que inhalas; lo raro es que alguien logre sobrevivir. ¡Y la comida…!