De Hubert o Sébastien, combatiendo con las fuerzas contrarrevolucionarias, no se ha sabido nada. Pero la carta de Anne decía que, según un conocido francés «que vive como un indigente en una propiedad vecina, donde está empleado como mozo de huerto», habían destinado a su regimiento a Verdún.
Pero eso fue hacía meses, a principios de verano. A partir de entonces la guerra se había recrudecido. La traición hizo caer Verdún en manos de los incontenibles prusianos. La artillería francesa bombardeaba la ciudad cada día, desesperada por recuperarla. El pánico se extendía hacia el oeste por la carretera que lleva a París. Pollos, abuelas y aparadores fueron subidos a carros, todo el mundo sabía qué ocurriría si el pueblo caía en manos del enemigo; las arterias que conducían a la ciudad estaban coaguladas de miedo.
Claire nunca menciona la guerra salvo para quejarse, como todos los demás, de la escasez, los inconvenientes, los precios. Si se pregunta qué ha sido de Hubert -bajo sitio en la guarnición de Verdún, avanzando con dificultad por un campo donde el aire es del color de la herrumbre, yaciendo en alguna colina boscosa con hojas chamuscadas sobre su cabeza-, si Claire piensa en todas esas cosas, no lo dice. Inclina su cabeza morena sobre una pequeña prenda blanca donde unas diminutas y exquisitas puntadas describen un arabesco verde salvia.
Sin motivo aparente, el hilo de Sophie se enreda.
Claire se pone a hablar de su modista de Toulouse, que afirma saber interpretar los sueños.
– Dijo a Marianne que soñar con serpientes significaba una muerte en la familia, y dos días después murió el jilguero de su madre. ¿O era una anguila? No me acuerdo.
Últimamente, conforme la tierra se inclina alejándose del sol, el ansia ha sido soñadora, plagada de introspección. Sophie se sorprende volviendo una y otra vez al retrato que le dibujó Stephen, como si examinándose como él la veía, pudiera por fin aprender… ¿qué? ¿La sintaxis de la dignidad? ¿La gramática del consuelo?
Ha absorbido una gran cantidad de literatura amorosa y reconoce que no presenta ninguno de los síntomas convencionales. No es en Stephen en lo primero que piensa al despertarse o en lo último que piensa al cerrar los ojos. Si él se marchara para siempre, sabe que ella no moriría ni enloquecería de pena. Durante largos períodos de tiempo no piensa en él en absoluto. Lo encuentra encantador, afectuoso, deseoso de complacer; a pesar de todo ello, reconoce que es demasiado volátil e indulgente consigo mismo.
Es bien parecido, por supuesto.
La gente que no lo es puede reaccionar ante la belleza física con envidia, asombro o desdén, pero nunca con indiferencia.
Un anhelo inarticulado de perfección, que viene de muy antiguo.
Ella sabe, sin necesidad de volver la cabeza, cuándo ha entrado en una habitación o salido de ella. Es consciente del subir y bajar de su pecho al respirar, percibe el movimiento de sus pestañas. De su cuerpo al de él se extienden diez mil filamentos invisibles.
Él alarga una mano para coger un vaso, un libro, una manzana.
Ella se inclina hacia el vacío.
– Sophie, me gustaría que dejaras de pensar en esas rosas. -Claire está sosteniendo dos madejas de seda-: ¿Cuál?
– La violeta.
– ¿De veras? Oh, no, yo prefiero la azul.
7
Una nueva ley había suprimido la necesidad de sacerdotes, iglesias, sacramentos. En lo sucesivo el matrimonio era un contrato civil. Bastaba con colgar fuera del ayuntamiento un aviso: «Se anuncia el enlace matrimonial de Monsieur Louis Peronne (viudo) y Mademoiselle Isabelle Ducroix (soltera) que desean vivir juntos en matrimonio legal y que hoy se presentarán en las oficinas municipales para reiterar su promesa y hacer que sus intenciones sean legalizadas por las leyes del Estado».
La sala, como todas las salas municipales, olía a cera para muebles, tinta y sudor. Estaba dominada por una estatua enorme de Himeneo blandiendo una corona de flores y una antorcha. Cogidos de la mano, los novios se subieron a una tarima donde un funcionario inferior con un fajín tricolor les informó que el matrimonio se asemejaba a una conversación entre dos personas, y que confiaba en que la suya fuera larga y dichosa, sin ninguna pausa.
Qué agotador parece, pensó Sophie. Se fijó en el hijo menor del novio, pero este frunció el entrecejo y desvió la mirada.
El oficial, un joven serio que se había quedado levantado hasta tarde discurriendo esas cosas, decía a la pareja que el amor de un hombre por su esposa era análogo al amor del Estado por sus ciudadanos. Tras una pausa para que se asimilara la solemnidad del símil, formuló la tradicional pregunta a la pareja de novios, quienes afirmaron al unísono sus intenciones. Eran marido y mujer.
La siguiente pareja se acercó. El joven oficial hojeó sus notas. «Dúo. Pareado. Ríos que confluían.» Escribía poesía los fines de semana, y sabía que él era más que la suma de sus deberes municipales; sin embargo, se esforzaba por cumplirlos como corresponde a alguien sensible a la belleza inherente a todas las cosas.
Había amanecido encapotado y lloviznado toda la mañana, pero cuando la procesión nupcial salió a la plaza, el sol tuvo la atención de aparecer por detrás de nubes de un blanco sucio y el pequeño grupo de mirones bajo los plátanos amarillentos vitoreó. Costaba acostumbrarse a las novias vestidas con ropa de diario y un sombrero en lugar de flores naranjas en el cabello. Pero al menos hacía sol, manteniendo la tradición.
– No son lo que se dice unos críos, ¿eh? -comentó una mujer.
– Esperemos que ella no se lo encuentre oxidado. No parece que a él se le dé muy bien forzar cerraduras.
Joseph saludó con la cabeza a Sophie desde el otro extremo de la estancia, donde estaba de pie de espaldas a la pared.
– Esto es ridículo -dijo ella para sí, y dejó la copa, decidida a aclarar las cosas.
Pero primero estaba Isabelle.
– ¡Queridísima Sophie! Todo el mundo ha admirado mi ramo. Ven a hablarles de tus rosales chinos que florecen en otoño.
Ella arrostró ola tras ola de conversación: el tiempo (impropio), los extranjeros (antinatural), París (insoportable), el coste de la vida (incalificable), adonde iban a ir a parar (inimaginable). Para cuando llegó hasta Joseph, él ya no estaba solo.
– Sophie estaba allí -dijo Stephen-, lo ha visto todo. El amor en unas pocas frases legales. ¿Se le ha permitido besar a la novia o se han estrechado la mano como socios al cierre de un negocio?
– Bueno, el matrimonio es una especie de transacción, ¿no? Las mujeres ganan seguridad, los hombres fidelidad, y a ambos se les garantiza respetabilidad. Tal vez el nuevo sistema sea más sincero: deja el mecanismo al descubierto. -Dirigió el último comentario a Joseph con una sonrisa. Él se quedó mirándola (¡esos anteojos!) sin decir nada.
– No lo crees así, sé que no. -Stephen seleccionó una tartaleta del plato que pasaba-. ¿ Qué me dices de la chispa entre dos almas… -y con la boca llena de queso y jamón- qué me dices del amor?
– ¿Amor? ¿No estábamos hablando de matrimonio?
– Ahora te las das de sofisticada, y no pienso permitirlo. El cinismo está muy bien en París, pero me niego a entretenerlo en Castelnau. No tiene cabida en mi nueva vida de aquí.
– ¿Significa eso que se ha venido a vivir a Castelnau? -Joseph se ajustó los anteojos-. ¿Se ha instalado aquí?
Stephen asintió, masticó, tragó, habló.
– Ayer hizo dos semanas. ¿No es amable por parte de Isabelle invitarme a su boda? Ya he encontrado cuatro alumnos, y me han invitado a hablar ante la Sociedad para la Apreciación del Arte. -Con la cabeza ladeada, contempló a Joseph-. Me pregunto, Morel, si se ha planteado alguna vez tomar lecciones de dibujo. Con sus conocimientos de la anatomía humana…