Al cabo de un rato, Ricard dijo:
– Si no podemos fiarnos los unos de los otros… -Abrió despacio las manos, como si algo se desprendiera de ellas.
¿Quién no había experimentado pánico en aquellas semanas opresivas en que todas las noticias acerca de la guerra habían sido malas? Joseph recordaba noche tras noche de insomnio, con el miedo bajándole por la columna vertebral mientras trataba de no pensar en el manifiesto de los prusianos y lo que prometía a todos los que no se habían opuesto de forma activa a la Revolución. Miró a Ricard, hundido en su asiento, y deseó decir que por supuesto nadie le responsabilizaba a él de las matanzas.
Pero el rumor se estaba propagando por la ciudad como una epidemia. Se endureció.
– ¿Es cierto que se presentaron aquí, en el ayuntamiento, dos hombres exigiendo que les pagaran lo que les habían prometido por el trabajo de esa noche en la prisión?
– ¡Bobadas! -exclamó Luzac, acariciándose su manga vacía.
Chalabre mantuvo la mirada clavada en las exangües llamas que luchaban por sobrevivir en la enorme chimenea.
– Pero la clase de hombres capaces de hacer tales afirmaciones… Se me ocurre Durand. Y ese amigo suyo de los barcos… ¿Lagarde? ¿Lebrun?
Luzac se humedeció los labios.
– Legrand.
– Eso es. -Chalabre sacó del bolsillo una bufanda de terciopelo y se la enrolló melindrosamente al cuello. Esa era la otra particularidad del abogado; siempre iba impecablemente arreglado, planchado, almidonado. Tenía predilección por los tejidos suntuosos de tonos intensos, y contaba con un sastre excelente. Joseph comprendía que era injusto, además de irrazonable, guardar rencor a un hombre por su elegancia en el vestir; así y todo, reparó en esa bufanda.
– Hace varios años Durand y Legrand estuvieron empleados en uno de mis talleres. -El alcalde empezó a tamborilear con los dedos en el escritorio-. ¡Alborotadores! Por eso me fijé en ellos.
– Y tal vez se vio obligado a despedirlos -dijo Ricard- y ahora están tratando de vengarse difundiendo esos embustes.
– ¡Eso es! -Dio unas palmaditas a su hoja de papel secante-. ¡Exacto!
– En fin, un comité llegaría sin duda a la misma conclusión.
Luzac se reclinó en la silla, desinflado.
Joseph estaba seguro de saber lo que había ocurrido. Con las elecciones tan próximas, el alcalde se habría sentido inquieto por su cargo. Las noticias de las derrotas del ejército revolucionario, el temor general a un levantamiento monárquico, la prisión atestada de sospechosos políticos… todo ello habría tomado forma en su mente como una oportunidad caída del cielo para deshacerse de la mácula del conservadurismo que lo había atormentado todo el verano. Tal vez lo había decidido una nimiedad: un encuentro fortuito, una cara de dudosa reputación reconocida al otro lado de la calle, un antiguo empleado que le había dado un empujón al salir del teatro. Probablemente no había querido más que la muerte ejemplar de unos pocos curas; eso le habría supuesto sin duda votos. Pero habría sido muy propio de Luzac dar instrucciones tan elaboradamente cautelosas que resultaran incomprensibles; muy propio de él escoger a hombres con quienes se podía contar que lo estropearían todo.
Una cosa era segura: él no iba a quedarse de brazos cruzados mientras Ricard y Chalabre permitían que el alcalde se zafara.
– Insisto en que esta investigación sea dirigida por alguien imparcial. No por algún lacayo complaciente.
Chalabre estornudó. Un par de veces. Se sujetó los pliegues de seda dorada y roja contra la nariz y fulminó a todos con la mirada.
– Había pensado en Saint-Pierre -dijo Ricard en voz baja-. No hay ningún indicio de que sea, como dice usted, un lacayo complaciente.
Joseph inclinó la cabeza; sabía que merecía el rapapolvo.
Chalabre levantó la vista del pañuelo cuyo contenido estaba inspeccionando y asintió.
– Lo siento -dijo Joseph-, no era mi intención implicar…
– Todos estamos afectados por el terrible incidente -dijo el carnicero con ligereza-. Es fácil dejar de ver las cosas objetivamente.
Sobre el fondo del cielo incoloro, una mancha escarlata se aproximaba a los tejados del oeste. Joseph pensó en Sophie acercándose a él en la boda, apartándose el pelo de los ojos. En ese preciso momento ella estaría probablemente riendo bobamente por algo que decía el norteamericano.
– Un momento. -Luzac, pasándose la lengua por los labios, hojeaba una pila de archivos. Se necesitaba autocontrol para no intervenir y ayudarle a buscar lo que con tanta torpeza buscaba. Lo observaron, tensos.
El alcalde retiró por fin una hoja de papel, le echó un vistazo y la blandió hacia ellos.
– Una carta de Saint-Pierre, exigiendo que los responsables de los… sucesos paguen por sus culpas.
– No me sorprende. Uno de mis hombres lo denunció armando alboroto fuera del convento mientras retiraron los cadáveres. -Chalabre atizó una vez más el fuego-. ¿Está resuelto entonces? Deberíamos volver a casa. Estas tardes húmedas de otoño son sumamente peligrosas para los pulmones.
– ¿No lo ven? -exclamó Luzac-. Saint-Pierre no es imparcial, está comprometido.
– Oh, no lo creo. -Ricard miró con fijeza al alcalde-. Su oposición a la matanza es precisamente la ventaja que usted necesita. Indica a todos los que están preocupados que usted no tiene nada que temer, nada que ocultar. Me atrevería a decir que prácticamente le garantiza la reelección.
– Pero… -El capullo de rosa que era la boca de Luzac se abrió y se cerró, se abrió y se cerró…-. Pero…
– No se preocupe. Como he dicho, a Saint-Pierre le llevará meses examinar todas las pruebas. Y con el tiempo estas cosas acaban perdiendo importancia. -Chalabre, impaciente por marcharse, fue al grano.
A Joseph le pareció que el comentario del alcalde equivalía a admitir su complicidad y así lo dijo.
– Si los asesinatos fueron aprobados por alguna autoridad, la gente tiene derecho a conocer los hechos antes y no después de las elecciones.
– No sea necio -replicó Chalabre-. ¿Cree que denunciando a Lu… a uno de nosotros lograremos algo aparte de echar por tierra todo aquello por lo que hemos luchado? ¿Quiere realmente que Castelnau se pase al bando de los monárquicos?
La habitación se había llenado de sombras, pero Luzac, que hacía débiles ruidos detrás de su escritorio, no hizo ademán de llamar para pedir luces.
– Además -continuó el abogado con labia-, aquí o caemos todos o ninguno. A los ojos de nuestros adversarios, todos estamos manchados de entusiasmo revolucionario.
– Yo no he hecho nada que no resista un escrutinio. No tengo miedo.
– Pues debería tenerlo. La matanza que tanto le preocupa debería haberle hecho comprender que cuando los hechos se aceleran, el inocente muere junto al culpable. -Y Chalabre volvió a estornudar. Hasta el modo en que se sonaba parecía cínico.
– Me asquea que todos sus argumentos estén motivados por el interés político, en lugar de por el sentimiento por lo ocurrido.
– La política pide realismo, no sentimiento. -Ricard salió de la penumbra y se puso de espaldas cerca del fuego-. Chalabre ha resumido de forma admirable la situación. Nuestro objetivo más apremiante debe ser asegurarnos la victoria en las elecciones. Una vez asegurada, tendremos poco que temer. Entonces lo que falle el ciudadano Saint-Pierre será de interés puramente judicial y no político.
Chalabre, nervioso por la contagiosa proximidad del carnicero, dijo:
– Bien, asunto zanjado. -Y empezó a abrocharse el sobretodo.
– Quedan un par de asuntos. -Ricard miró al abogado, que se echó hacia atrás murmurando-. La cuestión de las cuotas de socio: ¿podemos ponernos de acuerdo de una vez en una escala móvil basada en los ingresos, con el mínimo fijado en treinta sous?
Ricard y Joseph llevaban todo el año haciendo campaña por ello. Habían conseguido reducir la cuota anual y hacerla pagadera mensualmente, pero entre la mayoría adinerada de los jacobinos había un nerviosismo generalizado ante la idea de una cuota móviclass="underline" abría el club a la mezcolanza de gente que llenaba las sesiones públicas de los domingos, y una cosa era creer en la igualdad y otra encontrarte fraternizando con tus lacayos. Luzac, personalmente, se había mostrado inamovible y había persuadido a los indecisos para que secundaran su postura.